De ‘La mujer de los pájaros’

Antes de dar a luz a sus otros dos hijos, mi madre soñó que un hombre alto, rubio, de ojos como el mar, colocaba su mano izquierda en el vientre de ella. Despertó emocionada y convencida de que, cualquiera que hubiese sido su culpa, ya había sido perdonada por Dios. Eso me lo contó mientras daba un tirón a mi pelo, para desenredar con el peine los nudos que se me hacían por, según ella, mi renuencia a peinarme. 

—Una cabeza llena de nudos solo es sinónimo de un alma llena de nudos. Y esos nudos son todos los secretos que escondemos a Dios…, que creemos esconder a Dios. Aprende de tu madre —agregó— mira cómo me he ganado la bendición del Señor. Tú, más que todos nosotros, necesitas esforzarte, limpiarte ante él, porque llevas más de la sangre de tu padre, ¿ves estos pelos? Es la herencia de él, aunque quiera ocultármelo. Te puedo ayudar, pero tienes que poner de tu parte, no me decepciones. Y, sobre todo, no decepciones a Dios.

Movía la mano-peine rebosada de mis pelos-nidodepájaros y señalaba vagamente la pared y la repisa llena de cuadritos fabricados por mi padre. Cada marco con una foto de los gemelos-rubios, en cada uno de sus meses y años de vida. En tanto, yo no sabía si llorar por los jalones de pelo, si desear ser como aquellos niños encuadrados, o detestarlos y a la vez quererlos un poco, porque no podía evitar querer a todos a mi alrededor.

Mientras mi madre caminaba en sueños con dios o alguno de sus enviados, mi padre se volvía comunista. El primer paso fue entregar, voluntariamente, su taller de carpintería a una cooperativa manejada por el gobierno. 

No podía evitar querer a todos a mi alrededor.

Y no llegó al comunismo por soñar con un tipo gordito y barbudo, de aburrido acento alemán, imponiendo su mano izquierda sobre la cabeza de mi padre. Fue el conocimiento lo que le llegó con suavidad, como cuando el sol va escondiéndose en el horizonte húmedo del mar. 

Uno apenas nota el momento en el que el sol comienza a deformarse, a perder el color que tanto emocionaba y calentaba. Luego solo quedan el horizonte y la oscuridad. Después nada. No se ve nada, ni mar, ni horizonte y mucho menos el sol, aunque sabes que está ahí, que mañana volverá a iluminar y, definitivamente, necesitas que vuelva a iluminar. Pero si te quedas dormido, el sol no volverá.

Es un modo demasiado poético de expresar cómo mi papá se hizo comunista, o algo parecido a eso de insistir en ver al mundo como una masa de harina de trigo a la que hay que remojar, endulzar y salar, amasar, golpear, moldear, dejar reposar y volver a amasar para dar gusto a los Maestros Panaderos (llámese Partido), conocedores de lo más justo y gastronómicamente correcto (llámese el espíritu santo de los ateos). 

Al menos esa historia del sol, poniéndose en el mar, era la que me contaba para describirme lo que significaba el comunismo. Y yo adoraba el mar.

La primera vez que me llevó al mar no podía esperar a quitarme las ropas, para meterme de cabeza en aquella inmensidad de olores y peces, de cielo y colores en movimiento, eternamente en movimiento. No tuve miedo de la espuma. Mi padre me enseñó a mantenerme a flote y a los pocos minutos no dependí más de sus brazos. 

No me importaba tragar los golpes de sal. Volaba por encima y luego dentro del agua. Me gustó mucho más volar dentro del agua. Mirando y mirando entre aquellos tonos verdosos, con los ojos enrojecidos por la sal, comencé a echar en falta algo. 

Si te quedas dormido, el sol no volverá.

Durante un buen rato me quedé flotando, panza para arriba, mirando las musarañas a través de los ojos entrecerrados y pensando en la causa de mi repentina tristeza.

Quizá era demasiado pequeña para estar triste, y mucho más para indagar en la causa, pero imagino que siempre fui bastante rara. Así que mientras mi padre también flotaba a mi lado, con su cuerpo flaco y su barriga protuberante y redondeada como una pelota de playa, me dediqué a pensar en la ausencia, en lo que le faltaba a aquel momento casi perfecto.

Una pequeña ola, de esas que surgen repentinamente, justo a nuestro lado, me hizo tragar un buche de agua. Dejé de flotar, me hundí un poco, chapoteé y cuando regresé a la superficie casi grito.

—¡Un pez!

No era que hubiese visto un pez. Necesitaba un pez… y un barco. El mar no era mar hasta que algún pez nadara en él y se dejara ver por mí; no era mar sin un bote o un barco navegando sobre él.

No sé de dónde pude sacar aquella absurda idea, quizá porque mi padre me había contado sobre el cementerio de barcos que construyeron cerca de allí, el único cementerio de barcos en toda Cuba, en toda América, insistía con orgullo. Lo cierto es que me alejé, buscando un pez y el bote que debían estar en alguna parte… o el sitio aquel a donde iban a morir los barcos.

Nadé y luego caminé por la arena. Husmeaba con mi vista en el horizonte, me agachaba a recoger alguna piedra que dejaba de ser hermosa en cuanto se le escurría el agua.

Un caracol. Lo zarandeo. No vive nadie aquí dentro.

—¡Oye, oye! Caracol —llamé dentro del caracol.

El mar no era mar hasta que algún pez nadara en él y se dejara ver por mí.

No contestó.

—¡Oye, oye! ¿Tú vives ahí? —le volví a preguntar y me lo puse en la oreja porque a lo mejor era un caracol medio tímido.

—Buffff… bufffffff

¡El caracol me había contestado!

—¿Cómo?, ¿qué quieres decir?

No quiso hablar más, así que lo dejé donde mismo estaba. Aunque tenía deseos de llevármelo conmigo me dio pena alejarlo del mar. Si yo pudiera vivir junto al agua, no me separaría nunca de ella. Caminé.

¿Qué habría querido decirme el caracol?

Pensaba y pensaba en el Buffff y tropecé con un pez tan pequeño que casi le pongo uno de mis pies encima. Abría y cerraba su boca, como queriendo decir algo, ¿demasiado oxígeno, demasiado cielo para él? 

Como pude lo tomé con mis manos, en forma de plato hondo, lo lleve hasta la orilla, esperé que llegara una nueva ola y lo dejé ir. 

Al inicio pensé en irme con él, pero solo me quedé mirando cómo se alejaba dentro del agua. Su cuerpo ondulaba como una ola minúscula, de un modo tan perfecto que aumentaron mis deseos de perseguirlo. Aunque creo que no lo hice, me quedé escuchando el gracioso sonido de sus aletas, como de alegres campanitas de plata; y mirando los remolinillos que dejaba en su recorrido… o imaginándolos, no estoy segura. 

Mis ojos no podían separarse de los remolinillos, como si el mar estuviera dentro de mis ojos y el pez dejara en ellos la huella de su recorrido. Estuve allí por mucho tiempo, creo, porque cuando dejé de mirarlo ya la playa no lucía igual. Me había perdido.

Quizá era demasiado pequeña para estar triste.

No era la primera vez que me perdía caminando antes de tener los cinco años, así que por eso debió de estar muy enojado o asustado mi padre cuando, casi al anochecer, pude encontrarlo yo a él. Me dio dos cachetadas y se acabó la historia del mar, hasta que aprendiera a estar siempre a su lado cuando saliéramos de casa.

En realidad, no tengo idea de cómo mi padre se hizo un visionario ideológico, pero sí recuerdo esta y otras visitas al mar, donde me enamoró con la encantadora idea de ser una mujer nueva…, cuando creciera. Porque la mujer que todavía no era no me gustaba nada… A mi madre tampoco, me daba cuenta. 

Mi única esperanza eran mi padre y los comunistas. Por eso, cuando tuve seis años, ser una verdadera pionera se convirtió en mi obsesión. Tenía que dejar de ser aquella mano huesuda y negra que no tenía un solo detalle lógico o atractivo.

Me levantaba a las 5:30 de la mañana. Lanzaba por la ventana, sin que me vieran, el vaso de leche tibia y tres cucharadas de azúcar que era mi desayuno.

Habíamos dejado de vivir en el ranchito triste, rodeados de vecinos, porque mi padre terminó aceptando un trabajo como ordeñador de vacas, donde era más necesaria su experiencia de excarpintero. También era más alejado del pueblo, más cerca de los dormitorios de las vacas y a casi un kilómetro de la vía principal. 

Solíamos caminar exterminando a patadas el rocío, aquella odiosa yerba verde, para llegar a la carretera extremadamente larga, verde, húmeda, aburrida e interminable; hasta encontrar la parada de un autobús adicto a emprender la fuga delante de mí. 

Mis ojos protestan llenándose de lágrimas que enseguida se evaporan, temerosas del exceso de luz. Desde aquel gran diluvio, que casi dejó en ruinas al batey, no he vuelto a llorar. Fue un gran alivio para todos, y para la niña de seis años que soy ahora es un orgullo.

Como si el mar estuviera dentro de mis ojos y el pez dejara en ellos la huella de su recorrido.

Mi padre se despide dejándome sentada en un tronco de árbol muerto, el único asiento de la parada, y se va corriendo a ordeñar a las vacas que no pueden esperar media hora más. 

Los zapatos aprietan, no son mi número. Definitivamente volveré a llegar tarde a la escuela. Las pioneras del Colectivo volverán a retenerme a la entrada, no me dejarán incorporarme a la fila del Matutino. Apuntarán mi nombre en una libreta. Cuando se tiene seis años una Libreta puede ser la fuente de los mayores terrores. ¿Qué sucederá después de entregar mi nombre para que quede apuntado en esas hojas? Todo por nada, sigo llegando tarde.

Odio a las vacas, la leche tibia o caliente. Me hace vomitar. Hoy no hubo pan, la panadería queda muy lejos. Todo queda lejos. La bodega, la escuela, el policlínico, el parque, la gente.

Si logro llegar a tiempo al Matutino disminuye un poco mi ansiedad. Solo un poco. Tengo fatiga. No puedo respirar bien. La carretera fue interminable. La gente en el autobús se amontonaba, con olor a saliva mañanera, encima de mí. 

En la fila del Matutino está la de los Cuatro Ojos. Con el mismo olor de la gente, odio la peste-a-boca. Odio que se me encime. Le jalo uno de sus moños y pateo su pierna derecha. Usa zapatos ortopédicos, como yo, a mí ya me quedan estrechos. Odio todo lo que en ella se parece a mí.

Como me siento terrible, después de patearla le regalaré el mango que traje de merienda. Eso es lo mejor de donde vivo ahora, las matas de mango, de guayaba, chirimoya, ciruelas, limones y cerezas; los pájaros llegando a montones para hartarse de frutas. 

Mi única esperanza eran mi padre y los comunistas.

A veces mi padre se enfurece con ellos porque suelen picotear varias frutas a la vez. Les lanza piedras. Al principio yo lloraba, tenía pesadillas con los pájaros cayendo inertes en la hierba, debajo de los árboles. Fueron muchas noches así, hasta que una voz, que me recordó a la voz del caracol, me sacó del sueño y me dijo: No están muertos, míralos volar. 

Desde entonces me di cuenta de que mi padre era muy buen carpintero, pero tenía muy mala puntería para dar caza a los pájaros. Creo que se reían de él… y yo también.

—¡Pioneros por el comunismo! —grita la Jefa de Colectivo para que toda la escuela uniformada la escuche y responda (con voz muy fuerte, que ustedes desayunaron, pioneros):

—¡Seremos como el Che!

Me gustaría usar una boina. Como la del Che. Como las que llevaban los pioneros en los libros que me dio mi padre comunista.

Pateo otra vez las piernas de Cuatro Ojos. Necesito despertar o que sea ella la que despierte y me haga despertar. Pero apenas protesta y eso me da más deseos de golpearla, ¿cómo puede aguantar sin decir nada? Al fin y al cabo, me espera lo mismo cuando subamos al aula. 

La maestra me cae muy bien… Quizá le tengo un poco de miedo.

He resultado ser menos inteligente de lo que creía que era antes de empezar en la escuela. Parece que mi madre tiene razón, quizá sean todos estos nudos en el pelo que no me dejan siquiera pensar. No logro aprender ninguna letra después de la B. Qué casualidad, B de burra. Por eso me merezco todos los manotazos que me propinará mi dulce maestra. 

Todo queda lejos: la bodega, la escuela, el policlínico, el parque, la gente.

Tampoco sé escribir bien. La caligrafía se burla de mi mano derecha del mismo modo en que se burla el chofer del autobús que se escapa cada mañana delante de mis narices. Un autobús cada media hora. Un vaso de leche por la ventana. Asqueroso rocío verde. Las vacas pastando, ajenas, a la orilla de la carretera. Los zapatos estrechos. La peste a boca de Cuatro Ojos que sí sabe hacer el lazo de sus zapatos y tampoco entiende por qué no conozco la palabra exacta para el dibujo en el libro de Lecturas: dice Boa y no Culebra (¡si todavía no hemos llegado a la letra C!). ¡Pero en mi vida he escuchado hablar de algún animal con ese nombre: Boa!

¿No pudieron enseñarme la letra B con un animalito más conocido? ¿Dónde viven las boas? En Cuba no hay. ¿Cómo voy a relacionar la B con una culebra que no se llama culebra? No aprenderé a escribir antes de que llegue la guerra.

En algún momento va a venir la guerra, según nos advierte mi papá (mi madre le replica que no será una guerra con los enemigos del norte, sino la caída de la Gran Babilonia, y la llegada del Fin de los Tiempos). Sea lo que sea que esté por llegar, no podré ir a combatir si todavía no sé ni leer. 

Ahora mis pesadillas son con la guerra. Las nubes agujereadas por aviones, y paracaidistas oscuros salpicando el cielo antes de aterrizar para matar a mi familia, a las vacas, a los pájaros. 

A veces llegan por el mar, en barcos llenos de alfileres y yo me escondo dentro de una ola y veo las sombras gigantescas de los barcos pasar por encima de mí, llorando como si fuesen ballenas heridas. La ola me abraza para que no tenga miedo y despierto con las sábanas llenas de orine.

De día las cosas son más divertidas. Me gusta correr con los varones, jugar a las escondidas, a las bolas, a los guerrilleros. Me gusta correr y no estar sentada con las otras niñas en ese tonto juego con las manos: “en el patio de mi casa hay un perro muerto, el que diga cinco se lo come muerto”. ¿Cómo pueden jugar con eso? ¿Nunca han visto a un perro arrastrado por un camión? 

En algún momento va a venir la guerra, según nos advierte mi papá.

La gente del pueblo suele ir a botar a los perros, a los que no quieren, en esta carretera que todos los días camino. Quizá creen que, como está cerca de la vaquería, los perros serán adoptados por las vacas, tendrán dónde comer o tomar leche y no van a extrañarlos a ellos. 

Muchos perros llegan a mi casa, algunos no se quieren ir porque mi madre les pone un plato de comida. En ocasiones no hay comida para todos; otras veces se quedan aplastados en la carretera, todavía sin comprender cuál es el camino que deben tomar.

No, es mucho mejor correr, aunque me muera de sed y tenga que formar la fila en el Vespertino, toda despeinada y con el uniforme roto.

Yo pisaré las calles nuevamente, de lo que fue Santiago ensangrentada

Esa soy yo, desgañitándome delante de toda la escuela. Sin vergüenza de ninguna clase. Aunque se me olvide alguna estrofa de la canción (y tenga que sustituirla por alguna de mi autoría), aunque todos estén hartos de que siempre cante la misma canción. Aunque yo misma no entienda mucho esa letra en la que Pablito Milanés se detendrá a llorar en La Moneda. 

¿Será algún parque de Santiago de Cuba? No importa, hay tanta melancolía en la canción y me gusta tanto esa posibilidad de caminar por una calle distinta, una calle que no sea mi carretera verde, rodeada de vacas comelonas con cuernos amenazantes. 

Y es muy romántico eso de Santiago ensangrentada, porque me hace pensar en Abel Santamaría, con aquella mirada tan triste y tan miope; y en que también yo querría ser una luchadora Clandestina o Rebelde, y disparar a diestra y siniestra gritando Abajo Machado (me resultaba más sonoro el nombre de Machado que el de Batista, y en realidad no tenía claro quién era quién) y que hasta me torturaran.

Quizá creen que, como está cerca de la vaquería, los perros serán adoptados por las vacas.

Pero me enteré muy tarde de que la canción no tiene que ver con Santiago de Cuba. Hay otro Santiago en el mundo. De hecho, hay un montón de Santiagos.

Las maestras se angustian cada vez que pido cantar en una actividad cultural. Que buenas son…, casi nunca me lo impiden. Ya que no puedo disparar a diestra y siniestra contra Machado, al menos me ofrezco para ser torturada con mis iniciativas (los pioneros deben tener “iniciativas”). 

Los niños de mi escuela son bastante apáticos. No gustan mucho del deporte, menos de la cultura. Yo no sé cantar, nunca he podido. No obstante, me esmero. Espero que las maestras comprendan mi buena voluntad. Quiero ser una Pionera Vanguardia. Que mi padre comunista se sienta orgulloso de mí. Tan orgulloso como si ya pudiera manejar dos ametralladoras a la vez.

Así que me levanto una hora antes de lo que lo hacía a los seis años. Ya tengo diez. Ya leo todos los libros que encuentro en cualquier sitio y mi letra es menos incomprensible que antes. Si saco el máximo en todos los exámenes, podré ser Vanguardia. Pero no solo debo sacar el máximo, también debo ser combativa con lo mal hecho. Los demás niños siempre están haciendo cosas mal hechas, como la mayoría me cae bien, no me agrada ser combativa con ellos.

Podría apostar a que La China es la más fea de la escuela. Al menos a mi parecer. No me gusta nada. Estuvo hasta tercer grado en Resolución. Resolución es un aula que inventaron para los niños que son más brutos que yo… Y para colmo son los más indisciplinados de la escuela. Ya que van a dar tanto trabajo podrían portarse mejor, digo yo.

No tienen miedo de que los apunten en la Libreta. ¿Cómo se puede no tener miedo de esa Libreta? Los niños de Resolución son lo peor de la escuela. No tienen nada que perder. Quizá por eso no les gusta merendar con nosotros en la misma esquina del patio. O quizá es a nosotros a quien no nos gusta merendar con ellos. Creo que no tienen mucho control.

Me resultaba más sonoro el nombre de Machado que el de Batista.

La China logró dar un gran paso y ya puede recibir clases junto con nosotros. Pero sigue sin gustarme su boca enorme y sus ojos grandes y demasiado separados; y su forma de hablar alto y grosera. Aparte de todo, es un bicho totalmente raro (solo comparable al Testigo de Jehová que no usa pañoleta). 

En la escuela todo el mundo vive con su mamá, excepto ella. Unos dicen que su madre está muerta, otros que en realidad se fue para Estados Unidos y, como su padre se negó a darle el permiso, La China se tuvo que quedar a vivir con él. Ellos dos solos…, sin una madre peinadora de nudos en el pelo, alabadora de lo rápido que mis hermanos aprenden a leer y escribir, de lo bien que saben tender la cama y lo delicado de sus pieles y sus cabellos que hay que tratar con sumo cuidado y no tenerlos mucho tiempo al sol.

Por eso soy yo quien tiene que lavar sus ropas. Yo sí estoy preparada para trabajar bajo el sol… Nada, La China no tiene mamá y cree que por eso todo el mundo debe tenerle pena. Insiste en que le dé la respuesta en la prueba de Matemáticas. No quiero. A las demás niñas, sí. Pero a ella, no. No me gusta que me pidan las cosas por la fuerza. Y ella no tiene control. También yo le caigo mal.

Habrá pelea, después del almuerzo. En medio de un juego. No es primera vez que alguien quiere probar fuerza conmigo. Hace tiempo no me entretengo en golpear las piernas de Cuatro Ojos, soy más seria. Ahora son las otras las que quieren vencer a la más alta del aula. Ahora es La China, que tiene un montón de armas que nunca se me ocurriría utilizar. 

No me gusta encajar las uñas ni jalar el pelo. En realidad, detesto pelear. Tampoco me gusta quedarme con el golpe sin devolverlo. Un empujón y ella abre su enorme boca llena de dientes y va a encajarlos todos en el centro de mi pecho. Como un gran tatuaje de amor. Como una estrella de 8 puntas, rosa de los cielos o de los vientos. Al fin tengo mi propia marca de tortura. Al fin tuve mi primera pelea por una buena causa:

 —Los pioneros no debemos cometer fraude, debemos ser combativos ante lo mal hecho. 

Es la justificación que doy ante los adultos por la pelea y la sangre en mi blusa.Al fin, mi padre y el padre de todos los pioneros, estarán orgullosos de mí. Obtuve todos los puntos en el examen y no cometí fraude. Seré vanguardia, un ejemplo de pionera comunista.


* Tomado de Yordanka Almaguer. La mujer de los pájaros. Niña Loba, España, 2021.




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