Trasplante: anestesia general

para la cruel que me arranca el corazón con que vivo
y también para DB, of course, my horse
.

He comenzado una y mil veces a escribirte y una y mil veces he borrado las palabras sintiéndolas inexactas y falsas.

Quiero contarte sobre tu muerte.                                                            

Ha pasado un año, quizás un poco más, y no hubo día en que no despertara pensando en ti, noche en que no me durmiera pensando en ti. ¿Recuerdas cuando te comenté que eres mi adicción? Eres más: mi enfermedad. Pero estoy dispuesta a curarme, ya sé cómo.

La clave me la dio Leona, sin saberlo. Fue una revelación. Y luego me lo confirmó Bernhard Schlink.

Hacía siete años que Leona había enviudado. Al principio, me resultaba insoportable cuando ella contaba sobre la enfermedad y la muerte de su pareja. Todos esos detalles sórdidos sobre hospitales, operaciones, sangre y dolor me ponían los pelos de punta. 

No podía decírselo, apretaba los dientes y dibujaba mentalmente un pentagrama de luz azul alrededor de mi cuerpo para poder escucharla. Comprendía que para ella es importante contarlo, otra manera de mantener viva la memoria de aquella que tantos años fue su compañera y que sigue y seguirá siéndolo, según sus palabras.

Yo le hablé un poco sobre ti, muy al principio, cuando le pedí asilo. Ella me ofreció su amistad (yo colecciono amigos, dijo), y yo quise un poco más, necesitaba con urgencia ser adoptada. No solo te había perdido a ti, contigo perdí el círculo de personas que conformaban mi mundo, ya que giraban alrededor tuyo. Tu amante y sus amigas, dijo despectivamente una ex.

Leona no me hacía muchas preguntas y yo no soy de regodearme en la angustia, al menos públicamente. La enfermedad que eres tú me parecía ligeramente vergonzosa y ridícula, prefería ocultarla y comportarme como una persona íntegra y sana.

Tampoco es que Leona se pasara todo el tiempo hablando de la difunta. Había ocasiones en que ni siquiera la mencionaba. Pero estaba ahí siempre, como una presencia casi tangible. Cuando ella se sentaba a mi lado yo me apartaba ligeramente dejándole espacio al fantasma.

Me gustaba mucho ir a su casa. Desde su terraza se abría una vista impresionante a la ciudad y el mar. Me construí mentalmente un minúsculo apartamento en la esquina y jugaba a ser Almendrita. Por las mañanas ella les echaba migajas de pan a las palomas y yo, en mi casita imaginaria, desayunaba trocitos de pan viejo. 

Me gustaba dormir con Leona, onda peluches. Su suavidad y calidez me daban mucha ternura. Me fascinaba que me abrazara, o abrazarla, sentía que de una manera sutil nos hacíamos compañía. A la hora de despedirnos siempre le daba las gracias. Quizás ella no sospechaba que lo que agradecía era no ofrecerme ni pedirme sexo o alguna otra cosa más allá de lo que yo podía dar o recibir. 

Poco a poco me fui armando la historia de la enfermedad y muerte de su pareja. Algunos episodios Leona los repetía una y otra vez. Años en silla de ruedas. Meses en el hospital con una herida abierta en el vientre. Las ropas y sábanas manchadas. Otros detalles sólo podía figurármelos.

Yo, en cambio, no hablaba de ti. Creo que a ella no le interesaba mucho el asunto, quizás pensara que solo fuiste una más, entre tantas. O estaba tan absorta en su propia existencia que no le quedaba espacio para mis dramas. Las dos vivíamos en el pasado y el presente sólo nos servía para alimentarlo y enriquecerlo. 

Sin embargo, eras tú quien compartía conmigo la pequeña casa que construí en la esquina de la terraza de Leona. Juntas mirábamos la puesta del sol y el amanecer sobre el mar. Juntas bebíamos vino, fumábamos shisha y oíamos música. Lamento mucho que no hayas conocido a Leona. Y que ella no te conoció a ti.

No sé exactamente cómo fue que comencé a verme en su lugar y verte a ti en lugar de su pareja. Y cuándo dejé de envolverme en el pentagrama de luz azul mientras ella hablaba del cáncer, el hospital, la muerte. Porque ya era yo quien te acompañó durante todos los días de tu padecimiento, hasta que te apagaste, definitivamente. 

Me habían permitido estar ahí, contigo, y los amigos me traían el vino que bebía, sosteniendo tu mano, tan delgada, y los vecinos se llevaban por las tardes las sábanas y ropas manchadas, para traerlas lavadas y olorosas por las mañanas. ¡Fueron tantos años juntas, tanta dicha! Tus ojos, tu sonrisa, tu voz. Tu olor. Tu sabor.

Me diseñé nuestra vida en común. Nuestros viajes (París, Praga, Lisboa, San Petersburgo, Río…), nuestras fiestas (tus cumpleaños y los míos, los fines de año y las Nocheviejas, las premiaciones ocasionales tuyas, mías, de amistades y conocidos; adorabas preparar celebraciones, llenar nuestra casa de risas y música, música siempre), las pequeñas peleas (nunca he sabido cómo y porque peleábamos, demasiado fuego, quizás).

¿Cuánto tiempo crees que llevamos viviendo en la casa de las Almendritas? ¡Veinte, querida! Un poco menos que Leona con su pareja. Veinte años amaneciendo a tu lado y cantándote “las mañanitas” al despertar, preparándote el café, amándote despacio. 

Los últimos cinco estuviste en silla de ruedas. Engordaste un poco, pero seguías conservando tu indecible belleza, los pelitos dorados en los brazos, las constelaciones de los lunares en el pecho, las humedades.

Me gustaba bañarte. Compré el jacuzzi más grande que encontré en el catálogo y lo llenaba de agua tibia para sumergirnos las dos, desnudas. Lavaba esmeradamente tu pelo rubio que dejaste crecer cuando te dije que me excita el pelo largo en las mujeres. Pasaba la esponja por tu piel traslúcida, siguiendo el dibujo azul de tus venas en el reverso de los brazos, los muslos, los senos. Te besaba toda, te secaba a besos después de bañarte. Con mucho cuidado te hacía el amor. Luego velaba tus sueños. 

Teníamos un jardín delante de nuestra casa. Yo cultivaba girasoles y siempre cortaba uno o dos para colocarlo en la mesa del rincón donde te sentabas con la guitarra a componer. ¿Sabías que componías? 

La enfermedad te obligó a abandonar tu trabajo y te dedicaste a lo que realmente te gusta: las canciones. Por las tardes me tocabas las piezas nuevas frunciendo ligeramente el ceño y esa inseguridad en la mirada que me movía a correr hacia ti y abrazarte riendo. Me encanta, te decía, ¡me encantas! Me gusta tu música, ¡me gustas tú!

A ratos discutíamos. Cuando no querías tomar tus medicinas, someterte a un tratamiento nuevo, otra operación. Me enfadaba, luego lloraba y tú cedías. Permitías que los químicos y bisturís entraran en ese cuerpecito tuyo convertido en río. Acuérdate que soy alérgica al látex, me advertías. Me lo habías dicho el día en que nos conocimos y nunca lo olvidé, amor. 

Fui con Leona a un evento de provincia al que le invitaron. Creo que alguna gente, mal intencionada, hicieron comentarios ácidos sobre nosotras dos; ¡si supieran! Confiaba en que Leona confiara en mí, viera mi fragilidad, mi abandono, mayores que su fragilidad y abandono, ya que yo cargaba con su dolor y el mío, transmutaba su dolor y el mío: en esperanza, en amor, en vida; en un día más de vida contigo.

Entremedio, saqué de mi casa todo lo que podía recordarte, regalos, olvidos; Fátima se estrelló contra el pavimento, My Lily pasó a ser la crema de Stephanie, J´adore, perfume de Natasha, jamás volví a usar el jabón Dove o escuchar “Salvavidas de hielo”, ni subir a la azotea con un Frontera, ni comprar pasajes a Cabo Verde, al menos no voluntariamente. 

La agenda del Nuevo Año se la regalé a una productora que le daría mejor uso. El monedero con la imagen de Frida lo perdí en una tienda por descuido, y no lo lamenté. La lámpara solar perdió la batería y no compré otra… Tú te quedaste con mis libros más queridos y con la pipa india de cristal y con… ¿qué importa?

Algunas cosas, sin embargo, las trasladé a la casita de las Almendritas. La bocina para escuchar la música que nos gusta, la arrocera que compré cuando me dijiste que te es imprescindible comer arroz dos o tres veces por semana, el búcaro de cristal donde ponía las flores que te regalaba, mientras vagabas por aquellos rumbos desconocidos y me escribías un correo diario… O dos.

Confundía realidades, tejía un universo imposible, te esperaba. De una manera rota (¿perversa?) esperaba una llamada tuya, un mensaje, cualquier manifestación, sea material o no. Sólo soñé contigo dos veces, muy al principio. (Me refiero a sueños-sueños, de los de verdad, de cuando una se duerme y le pasan mil cosas incontrolables).

El 31 de diciembre lo pasé en casa de Leona, por segunda vez. Había poca gente, menos de la esperada, y poca alegría, menos de la esperada. (La primera vez había más: Leona se disfrazó, se puso el gorro de Papá Noel, un pijama de florecitas, se pintó la boca de naranja y les dio besos a todos y todas, está en las fotos, ¿las viste?).

En nuestra casita yo encendí las velas, inciensos, vacié la sala de muebles, puse Madredeus, bailamos hasta el amanecer. Sólo bailo contigo. O sola. Mi cuerpo te responde. Te corresponde. 

Nos hicimos muy cercanas, Leona y yo. Les decíamos a los amigos que somos sibaritas. Que nos gusta el buen comer, el buen beber, el buen vivir. Compartíamos lo compartible. De vez en cuando me tomaba un tiempo a solas, lo necesito, lo sabes. 

Me asustaba, en mi casa, en mi sillón, a ratos. Los sonidos de los vecinos se entrometían en mi realidad. Un televisor, dos televisores, tres, alguien tosiendo, otros discutiendo. Los vecinos, tan vivos y reales. Entonces, ponía música rusa, bien alto. Nautilus, “Ya jochu bit s toboy” (Ya smotrel v eti litsa y ne mog im prostit chto u nij net tebia y oni mogut zhit…), Pugachova, “Ne otrekautsa liubia”, otra vez Nautilus, “Pod koliosami liubvi”.

Lloraba. Le escribía mensajes a Leona, ponía stickers con caritas graciosas, florecitas. Ella era mi faro, en medio de tanta oscuridad. No me hacía ilusiones de ningún tipo ni me creaba expectativas, Leona no es tú, como tú no eres ella. 

Tenía otras historias, claro, siempre están las otras. Pero toda mujer me hace pensar en ti, toda piel me remite a la tuya: la perfección o su búsqueda. Tu búsqueda.

Leona era sagrada. De mujer pasó a ser símbolo, no se desea a un símbolo, se lucha por, se defiende y se protege, se venera y admira. Se conquista, cuanto más. La lealtad. El amor después del amor. No hay ser en el mundo que yo haya venerado más, ni bandera ante la que me haya rendido, ni escudo más sagrado. Nunca jamás. Hermana Leona, Sor Esperanza. 

Fue un cubo de agua fría cuando ella rompió mi duermevela, se burló de mis zonas de silencio, me enfrentó, carnal y humana, viva. La miré desde mi pasado, desde mi no-existencia, erigí otra estatua en su honor.

Pero ya estaba leyendo a Schlink, por suerte, eso nos salvó, a ti y a mí. A mí y a ella. Aquella historia donde el tipo había conocido a una muchacha y se enamoró, y ella lo utilizó, y pasaron los años, y se volvieron a encontrar en una isla. Ya ella estaba enferma, cáncer de páncreas, fulminante. Entonces, él la acompañó, durante una semana, o dos, hasta su desaparición definitiva.

Cáncer de páncreas, fulminante, no dolor, no tratamiento, perfecto. Cansancio infinito, apagar paulatino, final limpio. De casa de las Almendritas nos trasladamos para aquella isla a orillas de Australia. Nabegayut volni siniye, zelioniye, net, siniye…

Aquella gran casa donde te encontré de repente. Apenas te acordabas de mí, pero me aceptaste, aceptaste mi compañía, mi presencia a tu lado; esos días que ―bien sabías― eran los últimos.

Obviamente, yo tenía ciertos logros: una mujer de éxito con una tarjeta de crédito, como para ofrecerte lo que merecías, y más. Pasabas acostada la mayor parte del tiempo. Yo te prearé algunos espacios: en el jardín, en el portal, en la sala, en el comedor, en la habitación principal. Camas, hamacas, sofás, divanes, sillones, chaiselongues, cojines. 

Habías perdido tanto peso que yo podía cargarte con una sola mano a la hora de trasladarte al sitio que eligieras. Llenaba los rincones de flores, velas, vinos y frutas, te llevaba al mar, dejaba que las olas te lamieran, te lamía en la orilla y en la bañera, y en cualquiera de los lechos que se nos ofreciera.

Te quedaba algo de coca que te daba el impulso necesario para arder entre mis brazos, de Cabo Verde pasamos a Costa de Marfil, nos reíamos. Me preguntabas cómo hubiera sido si… Yo inventaba historias para ti, me convertí en Scheherezade consciente de no tener las mil y una noches. ¿Treinta? ¿Veinte? Menos, mucho menos.

Te conté nuestra historia en todas sus versiones y todos sus despliegues. Vivimos en Lower East Side de New York y visitábamos Anyway los miércoles y los sábados, comprábamos Báltica número 9 en Little Odessa y almorzábamos en el Barrio Chino todos los martes. 

En La Habana teníamos un apartamento frente al Malecón, en Buenos Aires nos metíamos en los pubs del puerto y a San Sebastián nos íbamos de tapas. Preferíamos Venecia después del carnaval y París después del aguacero. Amábamos las mimosas (tragos) las mañanas de resaca en el Barrio Rojo de Ámsterdam y las mimosas (flores) en vísperas del 8 de marzo en la Plaza Roja de Moscú.

En un pueblo perdido en los Alpes leíamos “Nunca me abandones” por turnos, delante de la chimenea, las cabezas pegadas. En una aldea cercana al lago Baikal, comiendo pepitas de cedro, volvimos a ver “Ashes and snows”.

Según Bernhard, el bosque que rodeaba nuestra casa se encendió. Yo te monté en una barca, con la idea de regresar cuando el fuego se apagara, me dormí y cuando desperté, tú ya no estabas. 

Él escribe que quizás te sentiste mal, te inclinaste tras la borda a vomitar y caíste al agua. No tenías fuerzas suficientes para nadar ni para pedir auxilio, cuenta. Ni siquiera para mantenerte a flote. 

En otra reflexión, él coquetea con la idea de que te lanzaste al mar intencionalmente. Marinera decías ser, nacida del mar y dispuesta a morir en él. (Y un amor en cada puerto, claro; yo fui la de La Habana).

No fue así.

Ahí en la barca, viendo las dos nuestra casa arder, pronunciaste las palabras claves: No puedo más, ayúdame. (Una noche me hiciste prometerte que si decías aquello yo no dudaría en actuar.) 

Estábamos en el parque ese, el del Amadeo Roldán, tenías el programa cómico en el móvil con las constelaciones, a donde quiera que mirábamos veíamos las estrellas, incluso el sol, a pesar de la oscuridad. Encontramos Vega, la información sobre, había tanto futuro, las Pléyades, las Osas. 

Entonces, sin mucho afán, me hiciste prometerte que si me lo pedías un día, te ayudaría, por más que me duela. Nos metimos a orinar en el Carmelo, había una boda, nos confundieron con los invitados, nos sirvieron cerveza dispensada que sabía ligeramente a luz-brillante, y me dediqué a meterme con los transeúntes regalándoles cerveza, pero nadie aceptaba y nos reíamos, luego vimos el papelito en un muro, anuncio de venta de una casa y le tomaste una foto. 

Quiero comprar una casa en La Habana para vivir contigo, dijiste, nos pusimos a soñar con nuestra casa, pusimos la primera piedra, la segunda, me recordaste una vez más que eres alérgica al látex, te besé en un banco de un parque del Vedado, te hubiera hecho el amor ahí mismo, pero teníamos toda la vida por delante, dijiste, toda una vida, tú y yo. 

No me detuve a pensar en la promesa que acababa de hacerte, no me cabía en la cabeza que tal momento llegara, te quería tanto, te quería para mí.

¿Era tu amor tan fugaz que no soportabas otro amanecer a mi lado? Hubiéramos podido regresar a la orilla cuando se apagara el fuego y de lo que yo rescatara de las cenizas te hubiera preparado un lecho y te cantaría la canción del jirofante. 

Me lo pediste. Volví a apretar los dientes, suspiré. Adorabas mis suspiros, decías. Tan ligera, tan apenas. Te abracé y te dejé caer. En el agua. Vi cómo te hundías. Tu pelo, las algas. Las anémonas. Los peces y los pecios. El canto de las ballenas. 

El 1 de enero te mandé un mensaje. Llevaba un año o más sin saber de ti. Nada. Pregunté si estás en Cuba y te felicité a ti y a tu familia con un año más. No respondiste.

El 1 de enero desperté en la cama de Leona. Sola. Amanecía. Salí a la terraza. La vi echando migajas de pan a las palomas. Sonreía ensimismada, canturreaba su melodía matutina, absorta y luminosa.

El mar por todas partes, el infinito. El canto de las ballenas, el arrullo de las palomas, el tararear de Leona. Me serví un café. Un crucero zarpaba de la bahía de La Habana, blanquísimo, lejano. Las algas. Los peces y los pecios. 

Le sonreí a Leona como quien sonríe a lo más cercano y rutinario. Cruzamos una mirada breve y dulce, luego yo seguí con mi café y ella con sus migajas de pan. Supuse que ella sabía, aunque no supiera nada de nada; no me importaba, en realidad.

Los pájaros invadían la casa de las Almendritas. Había palomas en el porche y en el garaje. Una paloma gris picoteaba nuestras columnas dóricas y las jónicas. Dos torcazas con corbaticas negras convertían rápidamente nuestras escaleras de mármol en escombros. Una, más grande que las demás, acababa con los faroles, las arañas y los jirofantes. 

Llegó un totí, tan particular, y ayudó en la devastación, se ensañó con las tejas. Desde la terraza de Leona no se veía tu casa, pero sí parte del paisaje que se veía desde tu casa, o aquello que fue tu casa: el Voltus-5 de la embajada rusa (yo lo llamaba robocito), un trozo del Panorama, algunos edificios inolvidables, el mar, siempre el mar. 

Llegó un pájaro inusitado. Abrió las alas y las palomas, intimidadas, alzaron vuelo. El totí las siguió. Leona se detuvo, detuvo su canto. El pájaro dio dos o tres pasos sobre el derrumbe, irguió la cabeza casi humana, gritó prolongadamente de manera muy fea y voló. Se perdió en el azul.

Lo seguimos con la mirada un rato. Había más aves en el cielo, muchas más. Leona vació la cacharra con los restos de migas en la esquina de su terraza donde estuvo mi casa, nuestra casa, se sentó a la mesa, tomó una taza, la de los gatos, dijo: Buenos días, ¿dormiste bien?

Sonrió, como si acabara de nacer, como sólo sonríe ella por las mañanas, y en cada encuentro, y cuando algo o alguien le parece muy simpático.

Dormí bien, dije, gracias. ¿Te sirvo un cafecito?

Siempre he sido amable y bien educada. Ella me extendió su taza de gatos, yo abrí la tapa del termo. Miré el chorro del líquido negro llenar el espacio en blanco.Muy lejos, en el azul del cielo o del mar se perdía mi último jirofante.




jhan-asher-poeta-poemas

Jhan Asher

Jhan Asher

“Pertenezco a la generación de los que no se equivocan, menudos ‘comepingas’”.






Print Friendly, PDF & Email
Sin comentarios aún

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.