En octubre de 1979, dos cubanos recién llegados al exilio fueron invitados a almorzar al modesto apartamento del centro de Madrid donde por ese entonces vivía Gastón Baquero.
Era una especie de ritual con que el poeta agasajaba tanto a sus viejos amigos de paso por la capital española como a algunos jóvenes que llegaban bien recomendados. Aquellos almuerzos criollos (solía preparar frijoles negros, picadillo o quimbombó) eran también la ocasión para otro rito, el de la conversación, donde Baquero ejercía como un desenfadado y memorioso maestro de ceremonias.
No sólo era buen cocinero, según dicen, sino un insuperable conversador. Las charlas, y su correspondencia con viejos amigos, como la que recoge este volumen, eran oportunidades de romper un silencio más profundo, el mutismo del exiliado al que no le queda más remedio que refugiarse en sus recuerdos. Baquero comparaba esta “cura de silencio” con la de los gallos cuando en invierno mudan el plumaje, pero no era inmune a la tentación de un buen “palique”.
Cuenta la leyenda que una tarde de noviembre de 1976, mientras estaba sentado con el escritor Enrique Labrador Ruiz en una tasca madrileña, el público aprovechó un momento en que ambos hicieron silencio para tributarles un aplauso. Los madrileños —dice Guillermo Cabrera Infante, que es quien cuenta la historia— “reconocieron a los dos forasteros como lo que eran: maestros de la conversación”.
Con los años, Baquero se fue volviendo selectivo: Cintio Vitier y Fina García Marruz, que lo llamaron a su paso por Madrid, recibieron respuestas bastante frías; el viejo poeta prefería no revolver las cenizas de aquella antigua amistad, sacrificada por las diferencias políticas.
Cierto pudor, una especial forma de hidalguía, estuvo también a punto de echar a perder años después su encuentro con Eliseo Diego, que lo había escondido en su finca Villa Berta antes de poder salir de la Isla protegido por varios embajadores extranjeros. La maldición del destierro había arrojado su larga sombra y vuelto melancólicos los humores del autor de Memorial de un testigo.
A finales de los setenta, sin embargo, todavía le gustaba recibir a gente recién llegada de la Isla, como aquellos dos jóvenes que empecé recordando, el escritor Vicente Echerri y el cineasta Roberto Fandiño, a los que entretuvo con anécdotas sobre el general español Valeriano Weyler: su famosa guardia de negros fieles; su boda relámpago con una pobre mujer a la que su hijo (casado) había dejado embarazada, con tal de que el futuro nieto no fuera un bastardo; y cómo poco antes de morir habría regalado al oftalmólogo Ramón Castroviejo, que lo trató con éxito, un reloj que supuestamente había pertenecido a Antonio Maceo. (Castroviejo, a su vez, lo dejó olvidado en un coche que alquiló en Estados Unidos, descuido que a Baquero le parecía un acto de justicia poética).
Varios amigos todavía recuerdan sus conversaciones con el poeta, pero no son muchas las cartas de Baquero que se conservan en los archivos. En sus casi cuatro décadas de exilio mantuvo una correspondencia más bien escasa con otros cubanos. La feliz excepción es este carteo con Lydia Cabrera, exiliada poco después que él (en julio de 1960) e instalada en Miami con su pareja, María Teresa (Titina) de Rojas.
Lydia, nacida el 20 de mayo de 1899, fue para Baquero la perfecta representante de una cultura republicana a la que él mismo había contribuido. No sólo por la coincidencia en la fecha de los dos nacimientos, sino por los valores de un patriciado criollo que habría intentado superar, al menos formalmente, los rencores raciales del siglo XIX.
Para esa otra “cubanita que nació con el siglo” (Lydia tiene mucho en común con Renée Méndez Capote), la revolución del 30 fue el comienzo del desastre cubano, parcialmente remendado por los gobiernos posteriores, incluido el último de Batista, a quien Baquero y la propia Cabrera sirvieron de asesores.
Aquella mujer de buena familia, que había dedicado su vida a recuperar los rastros de la cultura negra en Cuba y a juntar las piezas del estilo cubano de los siglos XVIII y XIX en la famosa Quinta de San José, era la encarnación misma del Antiguo Régimen.
Baquero, por su parte, fue un buen ejemplo de cómo en aquella República también los negros y los pobres con méritos y ambición suficientes podían ascender en la escala social. Ambas posiciones, la de los patricios y la de los nuevos Rubempré, fueron arrasadas por la tempestad revolucionaria.
Otra cosa, además de esa tradición criolla de la que se sentía orgullosa, unía a Lydia, la gran solitaria de la literatura cubana, con su amigo Gastón: el anticomunismo.
Durante su estancia en París, ella había conocido a numerosos rusos “blancos” (incluida su profesora de pintura Alexandra Exter) y sabía de las consecuencias devastadoras de la revolución bolchevique. Así que cuando, durante un providencial viaje a Nueva York, alguien le avisó de que la habían denunciado por hablar mal de Fidel Castro (“y era verdad”, confirma en su entrevista para The Library of Congress), Cabrera decidió quedarse en un país que nunca le gustó demasiado.
Por suerte, había salido con un baúl de Louis Vuitton donde llevaba dos cosas que le serían muy útiles en los años venideros: un archivo de apuntes sobre la cultura afrocubana y su colección de joyas, que irá poco a poco vendiendo para sobrevivir en el exilio.
Baquero, que debió salir a la carrera en 1959, también se las arregló para sacar parte de su biblioteca, y uno de los momentos más tristes de esta correspondencia es cuando pide ayuda para vender algunos de esos libros a la biblioteca de la Universidad de Miami, pues necesitaba ese dinero para hacer frente a sus gastos más elementales en España.
El centro de este carteo es la epístola de homenaje que Baquero dedicó a Lydia en 1982, a pedido de Francisco Pérez Cisneros, su amigo desde la época de Grafos. En ella resume las claves de una cubanía que no se resigna a dialogar con el nuevo exilio (representado por Guillermo Cabrera Infante, Lorenzo García Vega, Carlos M. Luis, etc.). Como él mismo dice en otro momento de esta correspondencia, no se incluía entre las filas de los “traicionados”; desde el principio Baquero había visto con lucidez cuáles serían los engañosos caminos de la Revolución.
En esa carta, y en otras que mandó a su amiga, hay una mirada nostálgica de la República que puede resumirse en la famosa frase de Lydia: “¿Es que sabíamos entonces, nos dábamos cuenta los cubanos, todos, pobres, ricos, blancos, negros, ateos, católicos, animistas, los buenos, los bribones, hasta qué punto éramos un pueblo feliz, el más feliz del mundo, dicho esto sin exageración ni sensiblería patriotera?” (La laguna sagrada; Ediciones Universal, Miami, 1993).
Según esta visión un tanto idealizada del pasado cubano, la debacle revolucionaria habría sido una variante de la caída, después de la cual sólo podían venir el éxodo y las plagas.
Sin embargo, ni Lydia ni Gastón se adaptaron del todo a sus nuevos escenarios y circunstancias. La primera tuvo que pagarse todos los libros que publicó en Miami, y el segundo no consiguió un definitivo estatus cultural ni laboral en la España de la Transición. No encajaron bien en las polémicas y debates de un mundo que había cambiado definitivamente. Ambos fueron longevos, con vejeces un poco tristonas, que giraron alrededor de esos dos polos del exilio cubano: Madrid y Miami. A este último los dos amigos solían referirse como “el gallinero”.
En una carta de diciembre de 1987, Baquero dedica a Lydia una especie de poema donde imagina el puente nostálgico entre las dos ciudades: hasta su nevada ventana madrileña llega la luz de la ceiba, árbol mágico, que reina en el monte como una catedral vegetal.
De ese texto hemos sacado el título de esta recopilación: ya Lydia Cabrera hablaba de la ceiba como un lugar donde se fundían todos los cultos y credos del cubano: blancos, negros, chinos…
Más que sombra, este árbol arroja luz, como muchas de estas cartas, escritas para no olvidar.
* La editorial Betania publicará este otoño todas las cartas de Gastón Baquero a Lydia Cabrera, en una edición preparada y prologada por Ernesto Hernández Busto. Este es un fragmento del prólogo de ese libro.
Los 10 millones que nunca fueron
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