“La dirección del Partido les envió un mensaje, del que yo fui portador, en el sentido de que había sido un error […] ¿Por qué? Porque hoy la dirección del país ve muy críticamente esa etapa, por suerte breve, donde nos apartamos de la política cultural que la Revolución inauguró en 1961”.
Abel Prieto.
1.
Desde la puerta de La Crónica, Santiago miraba la avenida Tacna. “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Así comenzaba Mario Vargas Llosa su monumental Conversación en la Catedral. Zavalita sabía que una conjunción de factores llevó a la nación a ese estado calamitoso donde todo se descompuso irremediablemente.
¿En qué momento se jodió Cuba? Como Zavalita, todos sabemos que una persona, pero también una conjunción de personas y acontecimientos, nos han llevado a este estado de disolución/desilusión.
De la Constitución de 1940 a la instrumentalización, después de 1959, de un carácter teleológico de una nación moral, expresada en una forma de hacer política desde una conciencia estrictamente revolucionaria. De la Constitución de 1976 a la reafirmación en 1992 de un carácter exacerbado, expresado en el concepto de irreversibilidad política de un sistema. La nación en el centro de procesos asociados a los dogmatismos, la simulación, los ditirambos, el silencio, la fatiga, la espera, la larga espera, el absurdo, el salpafuera, el compincheo, el compadreo, la cumbancha, la socarronería, el “si te veo, no te saludo”, el “yo hice la Revolución, tú no”, el si[1] se puede, el no te entiendo, el no volverá a ocurrir, el olvido.
En su novela Memorias del subdesarrollo, Edmundo de Desnoes decía que uno de los problemas del subdesarrollo es la incapacidad para sostener un sentimiento, una idea, sin dispersión; la pura “alteración”, como la llamaba Ortega, la incapacidad para relacionar las cosas, acumular experiencia y desarrollarse: la mente del cubano se gasta en adaptarse al momento. La gente no es consistente, siempre necesitan que alguien piense por ellos.
Otro de los problemas del subdesarrollo es el manejo de la memoria y el olvido, del cual emerge un entendimiento y una práctica excluyente en la cultura nacional. Una cultura en la que las “ruinas habitadas” de Antonio José Ponte[2] no solo son los ingredientes de lo que el autor llama “deplorable paisaje urbano”, sino una suerte de estado o “estática milagrosa” a partir de la cual todo o casi todo puede ser explicado. Como nada queda dado, como nada queda establecido en tanto principio stricto sensu, una suerte de extraña ambivalencia, ubicuidad y, en consecuencia, oportunismo, ganan terreno en la política, en la cultura y en los individuos. La “ferviente actitud revolucionaria” se traduce muchas veces en berrinche, argumento frenético, actitud, narratividad, conga, acto de repudio, víctimas victimarias.
No podríamos explicar cabalmente el Estado cubano si “reducimos” nuestro análisis a la comprensión de los mecanismos a partir de los cuales se ejerce el totalitarismo[3]. El Estado cubano es, sobre todas las cosas, el gran performance; domina los mecanismos de la puesta en escena con destreza inigualable: el tempus, el ritmo en la argumentación, calibran y ofrecen “verosimilitud”.
En cierta medida, el tiempo —en cuanto acontecer histórico— ha transcurrido a su favor. El régimen cubano tiene a su favor la desarticulación de las experiencias de Europa del Este, así como la hibridez de otros que han introducido los principios del “libre mercado” bajo la hegemonía de un partido comunista. En uno u otro caso, estos dos elementos son indispensables si se pretende analizar la “lógica” nada cartesiana que rige la dinámica de este sistema, eso sí, cerrado.
El Estado cubano sería entonces un sistema totalitario regido por una gerontocracia cuyo dominio de las técnicas performáticas hace que prevalezcan prácticas y actitudes que, aparentando ser renovadoras, conservan los principios de un sistema cerrado. Sistemas cerrados —Popper desarrolla a partir de esta idea su monumental obra La sociedad abierta y sus enemigos— son aquellos que tienen un comportamiento autónomo, que no tienen interacción con otros agentes físicos situados fuera de él. No existe una relación de causalidad ni una correlación con nada que está por fuera; por lo tanto, pueden sobrevivir en base a sus propios mecanismos de funcionamiento.
Tanto en Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, como en El estante vacío. Literatura y política en Cuba, Rafael Rojas afirma que el régimen de La Habana ha tratado de “recuperar”, por medio de su institucionalidad cultural-política, a ciertas figuras de la intelectualidad cubana críticas o medianamente críticas. Rojas llama a este performance “extremaunción”. La unción a los enfermos —por ejemplo, Piñera, Mañach, Lezama, Novas Calvo[4]— signa con óleo sagrado a un “fiel enfermo”, no revolucionario en su sentido cabal, pero que aún puede ser salvado. En víspera de la muerte, el presbítero —el poder totalitario— salva a aquel que por su condición —la no persona, el gusano, el contrarrevolucionario, es una categoría impuesta— está a punto de morir.
Si bien en las últimas décadas del siglo XX se rehabilita a un conjunto de escritores que habían muerto dentro o fuera de la isla[5], y que no necesariamente aprobaban el socialismo como modelo político, hay que subrayar que tal performancequeda reducido a ciertos campos de la cultura. Vale destacar que en otras zonas de la cultura cubana —lo filosófico, por ejemplo— aún subsiste un estado de silencio intencional, bochornoso y prolongado.
El escenario que esta “rehabilitación” gestiona, tiene su antecedente inmediato en las Palabras a los intelectuales, cuyas implicaciones no solo suponen la instrumentalización de una política cultural, sino también el establecimiento de una estrategia que reconocía lo que era válido no ya en el campo intelectual, sino en el campo político; en consecuencia, todo aquello que no encajara en los moldes preestablecidos comenzaría a ser reprimido. La intolerancia de un ministro y un viceministro frente a un grupo de artistas e intelectuales cubanos, en enero de este año, no es otra cosa que la personificación de ese ejercicio de represión establecido “subliminalmente” por Fidel Castro en Palabras a los intelectuales.
Si en 1961 Fidel Castro afirmó: “La Revolución solo debe renunciar a aquello que sea incorregiblemente reaccionario, que sea incorregiblemente contrarrevolucionario”, en 1963, en el periódico El Mundo, afirmaba que:
“En el momento presente, va contra la Revolución: 1) todo lo que debilite de algún modo la defensa de la patria o la determinación de nuestro pueblo de hacer todos los sacrificios para defenderla; 2) todo lo que perjudique el esfuerzo de nuestro pueblo por elevar la producción y mejorar la calidad de los productos; por satisfacer las necesidades de la población; por llevar adelante con entusiasmo las grandes y difíciles tareas de la construcción del socialismo; y 3) todo lo que en alguna forma perjudique el desarrollo de la conciencia revolucionaria socialista, sin la cual fallará los resortes morales de que depende en medida considerable el triunfo de la Revolución”[6].
Cuando Fidel Castro hace uso del término todo, es indispensable que la delimitación sea imprecisa: cualquier cosa debe caber en el todo; sin embargo, cuando usa las formas verbales debilite y perjudique, estas son precisas en su acción, definen su objetivo. Lo que quiero decir es que el uso del lenguaje en el discurso y la narrativa política del sistema totalitario cubano ha generado una ambigüedad que se apodera y se instala en la conciencia ciudadana. ¿Quién define, y por qué se define, aquello incorregiblemente reaccionario o incorregiblemente contrarevolucionario? La pertenencia al proceso revolucionario, o los mecanismos represivos ejecutados en contra de aquellos que se reúsan a pertenecer, estarán signados por esta ambivalencia. El margen del ser o el no ser ha sido tan escurridizo que cualquier persona es potencialmente víctima de algún tipo de represión; cualquiera puede ser víctima o victimario, y viceversa.
Ante la imposibilidad de un discurso crítico más allá de la demarcación “con la Revolución todo, contra la Revolución nada”, las voces creativas que vienen de la tradición cultural republicana —particularmente de las décadas de 1940 y 1950— se ven eclipsadas, y no en el sentido positivo. El desgaste producido por este condicionamiento en el campo cultural comienza a generar la carencia de autonomía, disuelta en una colectividad. Lo sorprendente es cómo el establecimiento de esta política cultural comienza a violentar procesos sociales y culturales con la única intención de sostener programas de gobierno.
Por ejemplo, si la tesis de la “rehabilitación” que elabora Rafael Rojas ubica una contextualidad en términos de acceso al texto literario, poético y conceptual, la tesis desarrollada por James Buckwalter Arias en el ensayo “Discurso origenista y Cuba postsoviética”, suscribe la estrategia articulada en esta “rehabilitación”:
“Desde el punto de vista del régimen cubano, una vez que los origenistas estén todos muertos, exiliados o domesticados, conviene mucho más a las autoridades apropiarse para sus propios fines del poderoso legado origenista que intentar suprimirlo”[7].
Se trata de una estrategia para resistir en cierta medida lo que Martin Hopenhayn describe como “the reappraisal of social movements above political parties as protagonists in the rearticulation between civil society and the state”.
El despliegue de esta política cultural irreversible, hecha efectiva durante sesenta años y elevada a decreto constitucional, gestiona y hace efectivas prácticas de silenciamiento y ostracismo. Como nada queda dado, como la ambivalencia se apodera y se reproduce desde cualquier discurso o acción ejecutiva, como la performatividad va ganando terreno, hay una contradicción profunda en el establecimiento de la política cultural en 1961 y su institucionalización con el Primer Congreso de Educación y Cultura en 1971. Nótese que durante la década transcurrida entre estos dos acontecimientos no existe una institucionalidad cultural —el Ministerio de Cultura se crea en 1976—, pero sí una política que rige a la cultura.
Si la labor editorial que Alejo Carpentier promueve desde la Imprenta Nacional de Cuba es extraordinaria, si el recién fundado ICAIC da cuenta de lo mejor de la producción cinematográfica, las tendencias hacia una institucionalización de la homofobia[8], así como fenómenos asociados a la exclusión social, cultural y política, comienzan a ser percibidos, aupados y sobre todo justificados como voluntad política, y ejecutados —eso sí— desde un poder real y en función de una nueva moral.
En ciertos campos de la cultura se hace evidente una profunda tensión. La deliberada exclusión de Jorge Mañach y Fernando Ortiz de uno de los conversatorios que ofreciera Jean Paul Sartre en su visita a Cuba en 1960, muestra cómo la política cultural ideada por Fidel Castro hace incuestionable aquello que en 1961 va a quedar grabado y ejecutado a pie juntillas hasta hoy: “quien no está conmigo, está contra mí”. El documental P.M. hace visible estas tensiones, que aunque “solapadas” eran evidentes desde el propio año 1959, y que fueron descritas por Guillermo Cabrera Infante en Mea Cuba[9]. Las disputas estéticas se establecieron —abiertamente— en el año 1961. La polémica en torno a P.M. y el posterior cierre de Lunes de Revolución[10] resultó ser una de las chipas que dio origen a Palabras a los intelectuales.
Con Palabras a los intelectuales, queda establecida en líneas generales la política cultural de la Revolución y su futura implementación. Entre 1965 y 1968, los infames campos de trabajo forzado fueron manejados como un secreto de Estado. Aún no han sido del todo sopesadas las aterradoras consecuencias de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) en la cultura cubana, quizás porque han prevalecido los registros literarios o cinematográficos de los abusos, antes que los historiográficos.
El rechazo, las purgas, el clima de hostilidad[11], alcanzaron una de sus expresiones más genuinas y profundas con la aparición en 1966[12] de Paradiso, la monumental obra de José Lezama Lima. En un diálogo con Arcadio Díaz Quiñones, Cintio Vitier da cuenta de este proceso: “a partir de 1972, efectivamente comienza a haber una actitud de hostilidad hacia Lezama”[13].
2.
Otro de los grandes problemas de la cultura cubana contemporánea es que todavía cierto sector se rehúsa a llamar las cosas por su nombre. De este modo, la cultura se sitúa en la difícil circunstancia de la ambivalencia, la ubicuidad o el oportunismo. Suerte de sintomatología que lo consume todo —incluso en la música: pensemos por un instante en Ray Fernandez, un trovador cubano que ha hecho de la ubicuidad y la ambivalencia un ejercicio de fascinación y desconcierto— y genera lo que podríamos llamar una “cultura de dar tumbos”; amparada, eso sí, en la metáfora y en cuanto recurso lingüístico se tenga a la mano.
En un sistema totalitario siempre hay un primer responsable: el dictador; después vienen las responsabilidades compartidas. En un sistema totalitario las decisiones no se toman desde lógicas y dinámicas democráticas, ni dialógicas: son impuestas sin el consentimiento del otro, aunque en oportunidades los “otros” sean convocados a espacios públicos para desempeñar el papel de “pueblo” que, aclamando al verdugo, da por válidas medidas cuya trascendentalidad solo podía haber sido saldada en plebiscitos o referéndums.
En abril de 2021 se cumple el cincuenta aniversario del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, cuyas resoluciones y mandatos han estructurado la política cultural del régimen cubano y su institucionalidad. Este congreso es la puesta en escena en blanco y negro —y silente para algunos— de una obra escrita en 1961, con revólver incluido.
A cincuenta años de esta representación, persisten seis aspectos relevantes:
1. ¿Cómo manejar la memoria en la articulación de un discurso histórico?
2. ¿Qué papel y responsabilidad tiene la intelectualidad cubana en el silencio y la complicidad con esta puesta en escena?
3. ¿Ha habido un debate (riguroso) sobre la política cultural cubana de los últimos sesenta años?
4. ¿El debate que propició, gestionó y condujo Desiderio Navarro en 2007, agotó los tópicos fundamentales del problema?
5. ¿No se pretende exonerar de responsabilidad a Fidel Castro por el establecimiento de una política trazada a golpe de pistola?[14]
6. ¿El llamado Quinquenio Gris se agotó en aquel quinquenio o llega hasta nuestros días por otras vías?
El Congreso Educación y Cultura legitima una política cultural que viene desde 1961, aún no definida como tal; genera un territorio y otorga protagonismo y poder de decisión a sujetos a los cuales una tradición cultural, digamos republicana, les resulta completamente ajena. Las decisiones que se toman más arriba, y las responsabilidades por estas decisiones, se despersonalizan: se genera una entelequia. ¿Quién responde por ella? Como nada está dado, no hay forma de llamar a las cosas por su nombre.
Luis Pavón Tamayo, Jorge Serguera y Armando Quesada son los tres rostros más visibles de la represión a los intelectuales. Amparados por las tesis y resoluciones de este primer congreso, o al menos por una interpretación radical de las mismas, sus funciones estaban distribuidas de la siguiente manera: Luis Pavón Tamayo, presidente del Consejo Nacional de Cultura; Jorge Serguera, director del Instituto Cubano de Radiodifusión; Armando Quesada, dirección de Teatro del Consejo Nacional de Cultura.
Si la “elección” de Pavón rompe las ya maltrechas relaciones con la vanguardia, el “pavonato”, que va más allá de una persona, es cuando más un ejercicio de poder político desde la cultura. Prevalecieron los políticamente “confiables”; eso fue lo único que importó. “Esta humanidad ha dicho basta y ha echado a andar”, dice Sergio en Memorias del subdesarrollo, dejando en caída libre al ave —el pájaro: una de las formas denostativas de llamar a los homosexuales en Cuba— que yace sin vida en la jaula de oro. Esta escena del filme es extraordinaria, por reveladora.
Las tesis y resoluciones del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura hacen visible y establecen la discontinuidad como estrategia y política de choque. Los procesos culturales derivados de la república, que de cierta manera estaban siendo “coherentes” —una madurez en términos de pensamiento filosófico y sociológico comenzaba a ser visible en la cultura cubana de las décadas del 40 y 50—, son desmontados, negados y disueltos en el olvido. “Si Palabras a los intelectuales proponía la fórmula ‘quien no está contra mí, está conmigo’, a partir de este Congreso la fórmula establecida como programa de acción fue ‘quien no está conmigo, está contra mí’, e incluso ese ‘conmigo’ quedó limitado por barreras muy precisas”[15].
El Quinquenio Gris es la consecuencia inmediata de una cuidadosa estrategia formulada antes del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, ejecutada institucionalmente. Uno de sus objetivos fue desterrar del poder a aquellos intelectuales que habían contribuido al predominio del campo de la cultura; el predominio de los “políticamente correctos” fue su consecuencia inmediata. El quinquenio se convirtió en decenio, y el gris se tornó negro.
El carácter que este nuevo territorio gestiona subraya una política cultural de naturaleza excluyente. Un buen ejemplo es la promoción de obras como Concierto barroco de Alejo Carpentier[16] y El pan dormido de Soler Puig, los políticamente correctos; al tiempo que obras fundamentales como Ese sol del mundo moral, de Cintio Vitier, quedaba censurada por su heterodoxa comprensión de la historia de Cuba, que no se avenía a la visión marxista y teleológica que el poder revolucionario tenía de sí mismo. Esta obra sería publicada en Cuba, con no pocas reticencias, veinte años después de su publicación en México.
El Congreso Nacional de Educación y Cultura no solo gestiona un territorio político, sino que lo condiciona para demandar inmediatamente un modelo de hombre en la cultura: un modelo que tendría que ser definido dentro de la Revolución.
Si el modelo de hombre adjudicado al movimiento origenista, por ejemplo, estuvo asociado a la “inacción”, particularmente por la obra de Lezama Lima, es la influencia de Sartre[17] —en su comprensión de la función del intelectual en la literatura— y del Che Guevara[18] —en su comprensión del socialismo y el hombre—, lo que viene a contraponer, entre algunos otros aspectos, un modelo de sujeto revolucionario en el arte, la cultura y la política. Lo que está en juego desde estos territorios es el compromiso ante la Revolución: “con la Revolución todo, contra la Revolución nada”. No basta aquí solo una conceptualización en torno al modelo de hombre o de sujeto revolucionario: es perentoria la necesidad de definir la idea del compromiso, la noción de un intelectual comprometido, entendiendo el compromiso en términos precisos.
La beligerancia asociada al deseo y la voluntad de “abolir las últimas torres de marfil”, están estrechamente vinculadas a lo que Lisandro Otero, en un artículo titulado “Para una definición mejor de José Lezama Lima”[19], calificó como “un grupúsculo ambicioso de poder que se parapetó en el semanario Lunes de Revolución”. Aunque incompleto en la definición de “grupúsculo ambicioso”, pues toda la culpa no puede ser adjudicada a los integrantes de Lunes de Revolución, lo cierto es que el deseo de rescribir un pasado[20] en función de un proyecto hegemónico será el modo de definir, para la práctica política y cultural, la idea del compromiso.
La búsqueda de un “hombre nuevo”, ajustado a las nuevas condiciones expresadas en la idea de compromiso, viene a expurgar todo esfuerzo expresado en una tradición política y cultural. Esta “búsqueda” viene a validar una de las estrategias más socorridas en el proceso político que se inaugura en 1959. A partir de esta búsqueda, se instituye un criterio de discernimiento entendido desde el descrédito. El descrédito se convirtió en el aliado más prolijo del régimen totalitario cubano.
A diestra y siniestra, ofensiva y defensivamente, el descrédito va escalando hasta convertirse en argumento de Estado, poco importa si desde lo político o lo cultural. Uno de los mejores ejemplos, por virulento, lo constituye el texto “La poesía en su lugar”, de Heberto Padilla: “José Lezama Lima terminó ya. Como Agustín Acosta, como Pichardo Moya, como todos esos poetas mediocres que ha desenterrado la avidez de análogo de Cintio Vitier, su nombre quedará en nuestras antologías ilustrando las torpezas de una etapa de transición que acabamos cancelar en 1959”.
Heberto Padilla desconocía la humillación que le reservaban.
3.
La política cultural del régimen cubano emana en primer lugar de una voluntad expresada en Palabras a los intelectuales, maquetada en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, y puesta en práctica desde su institucionalización política.
Aunque el criterio de irreversibilidad política del sistema se establece en las “modificaciones” constitucionales de 1992, esta noción ha gravitado en la conciencia política, en la ideología y en cómo esta se trasmite generacionalmente. Esta es quizás una de las razones por las que esta política cultural llega hasta nuestros días: como el sistema es irreversible y teleológico, nada cambia.
En los últimos sesenta años este proceso ha conocido sus altas y bajas, entre conciliaciones y enfrentamientos: juegos de pelota, guerritas de emails, y puestas en escena como la del Centro Criterios en 2007, el Instituto de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR), el Movimiento San Isidro y el 27N. Algunos frontales, otros ingenuos.
Cierto es también que, como la política cultural del régimen no estuvo orientada a potenciar un proyecto de nación, los intelectuales fueron su centro y su objetivo. Recordemos la frase lapidaria del Che Guevara: “El pecado original de los intelectuales cubanos es que no son verdaderos revolucionarios”. Como las divergencias estéticas, según el régimen, ocultaban diferencias políticas, los intelectuales cubanos no son verdaderamente revolucionarios: en todo caso, serán el chivo expiatorio en el establecimiento de una política cultural. “Nosotros, los escritores cubanos, somos ‘la última carta de la baraja’, es decir, nada significamos en lo económico, lo social y hasta en el campo mismo de las letras. Queremos cooperar hombro con hombre con la Revolución, mas para ello es preciso que se nos saque del estado miserable en que nos debatimos”[21].
¿Se podría especular que Heberto Padilla —que no su libro Fuera del juego, ni el hipotético recital de poesía en la UNEAC donde leería poemas bajo el sugestivo título de “Provocaciones”— fue el chivo expiatorio que puso en marcha la aceitada maquinaria en el Congreso de Educación y Cultura, donde se delinearía la política cultural cubana vigente hasta hoy?
La fascinación que irradió la Revolución Cubana en 1959 allanó de cierta manera los caminos para la implementación de sus políticas y mandatos. Bajo la victimización de su condición fundante, y siguiendo siempre la tesis de la plaza sitiada, una parte de esa intelectualidad comenzó a ser conciliadora y paternalista en términos de imposición de modelos foráneos en la comprensión y divulgación de la cultura nacional, sobre todo en función de lo que el pueblo y la clase obrera necesitaban en el proceso de educación y formación.
Eliseo Alberto decía que “la soberbia suele ser mala consejera”, y que una “crónica de las emociones podría ayudarnos a entender no solo el nacimiento, auge y crisis de una gesta que sedujo a unos y maldijo a otros, sino además explicarnos a mucho cuándo, cómo y por qué fuimos perdiendo la razón y la pasión”[22].
Un debate a camisa quitada en torno a la política cultural del régimen es hoy más necesario que nunca, sobre todo a raíz de la inaceptable represión a los miembros del Movimiento San Isidro y a los artistas e intelectuales del 27N; represión que ha hecho evidentes, una vez más, las discrepancias orgánicas entre el poder político y las esferas de la cultura.
Un debate que sirva para superar la endogamia de la “plaza sitiada” como sensibilidad, argumentación y narratividad.
Un debate riguroso, donde las cosas se llamen por su nombre, ha sido históricamente postergado, porque nunca es el momento adecuado. La tesis de la “plaza permanentemente sitiada”, reaparece incluso en la intervención de Ambrosio Fornet en el ciclo de conferencias que organizara Desiderio Navarro en 2007, editadas bajo el título La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión.
Un debate sobre la política cultural del régimen y las acciones asociadas para su implementación, o sobre cualquier otro aspecto, tiene que superar la poco verosímil y socorrida justificación de que la culpa no es de nosotros, sino de otros, lo cual es directamente proporcional a la tesis de la plaza sitiada.
Este ejercicio exculpatorio es una práctica recurrente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y hasta hoy. La culpa siempre es de otros. Se llegó al punto de la ingenuidad con la afirmación de que “Fidel no sabe lo que está ocurriendo”; como si en algún momento el patriarca hubiese estado ajeno a su feudo.
Si los culpables son otros, y cualquiera puede ser el “otro”, la exculpación se convierte en política de Estado, en recurso retórico; suerte de ficción en la que se trata de aparentar, de dar la impresión de la “diferencia”, del que se aparta (mesuradamente) del rebaño. Como bien decía Heberto Padilla: un paso adelante y dos atrás, pero siempre aplaudiendo.
El Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura no solo institucionalizó la política cultural del régimen, sino que gestionó para sí la ruptura con los más relevantes intelectuales europeos y latinoamericanos. Esta circunstancia viene a reforzar al menos tres elementos recurrentes: la victimización de la Revolución, la culpabilidad del otro y el entendimiento cabal de que Cuba y su Revolución son una plaza sitiada.
Es curioso que solo dos meses después de clausurado el congreso, Roberto Fernández Retamar publicara su ensayo “Calibán”: suerte de manifiesto descolonizador que, visto en el tiempo, puede ser leído —mas allá de la repercusión que alcanzó— como la victimización de un esfuerzo —la Revolución— que no era comprendido cabalmente en sus urgencias. Por tanto, la crítica no es tolerada, pues nunca es el momento adecuado.
¿Cuándo, entonces? ¿Es Cuba un país con poca memoria? ¿Qué problema enfrenta la nación para su restauración?
Un solo escritor, una sola idea (eso sí: acompañada de una estela de guionistas y adaptadores que, haciendo su papel, reclamaban el protagónico). ¿Qué ha cambiado en Cuba en los últimos cincuenta años? Muy poco, por no decir nada… El tiempo ha transcurrido, pero nada ha cambiado esencialmente.
Para una generación comprometida —con la Revolución Cubana y su deriva totalitaria—, Palabras a los intelectuales, el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura y su declaración final, o el Quinquenio Gris, “frenaron, pero no impidieron el desarrollo posterior de las distintas corrientes literarias”[23]. ¿Dónde quedan las víctimas, analizadas desde una antropología del dolor? ¿Dónde queda el daño antropológico a las futuras generaciones? ¿Dónde queda el tiempo perdido?
Cuando se funda el Ministerio de Cultura en 1976, la censura y el clima de hostilidad menguan, o menguan aparentemente, porque se mimetizan y se trasladan a otras esferas de la cultura y las artes. Una vez más, el performance, la apariencia, la puesta en escena, genera la percepción de que una apertura gana terreno y el clima de hostilidad se “disuelve”, pero fue solo una ilusión.
Lo cierto es que muchas de las víctimas “desmemoriadas” se reciclaron en la nueva nomenclatura cultural y política; muchas olvidaron y memorizaron un guion; de víctimas pasaron a victimarios y ejercieron la censura con voluntad y vocación.
Hoy se cumplen nada menos que cincuenta años de esta puesta en escena con ovación unánime. El eufemismo ha reinado; el travestismo ha dominado el sentido de las palabras. Nos han obligado a callar durante mucho tiempo, porque nunca es el momento apropiado; nos han inoculado la sospecha y la autocensura como principios vitales; y nos han hecho escribir con mayúscula el sustantivo revolución, para llamar lo que ha sido una tiranía.
Notas:
[1] Este si carece de acento a propósito, a diferencia de la socorrida frase “Si se puede” (que en la mayoría de los casos no aparece acentuada en las pintadas callejeras): cambiando sustancialmente el mensaje político que ha pretendido transmitir.
[2] “… el empeño de esos edificios en no caer, en no volverse ruinas. De modo que la perseverancia de toda una ciudad podía entenderse como lucha entre tugurización y estática milagrosa” Antonio José Ponte, Un arte de hacer ruinas y otros cuentos, Fondo de Cultura Económica, 2005.
[3] Vale destacar que en Los orígenes del totalitarismo, Arendt estudia el mal como problema político a través de dos regímenes: el fascismo hitleriano y el socialismo estalinista, cuyas “claras” diferencias ideológicas tienen como punto común el ejercicio del terror, la manipulación de la estructura legal y la criminalización de los judíos, homosexuales, intelectuales, campesinos, etc.
[4] ¿Quién quita que mañana Wendy Guerra, Ángel Santiesteban, Rafael Rojas o Rogelio Saunders y otros escritores cubanos sean perdonados y su obra sea publicada en Cuba? El proceso de la extremaunción ha sido, hasta hoy, un privilegio exclusivo de la literatura republicana, pero debe entenderse en un sentido más amplio.
[5] “Las reediciones de los clásicos de la República y el Exilio —Gastón Baquero, Eugenio Florit, Jorge Mañach, Lydia Cabrera, Servero Sarduy— y de algunos autores de la diáspora —José Kozer, Mayra Montero, René Vázquez Díaz, Pedro Pérez Sarduy, Mireya Robles, Achy Obejas— deben entenderse, a la vez, como ejercicios de visualización y ocultamiento, de transparencia y tachadura practicada sobre dos zonas del campo intelectual cubano, el pasado y la diáspora, con las que el poder sostiene una relación conflictiva”. Rafael Rojas, El estante vacío. Literatura y política en Cuba,Anagrama, 2009.
[6] La Habana, jueves 19 de diciembre de 1963. Graziela Pogolotti, Polémicas culturales de los 60, Letras Cubanas, 2006.
[7] James Buckwalter-Arias, “Discurso origenista y Cuba postsoviética”, Encuentro de la Cultura Cubana, 36, 2005.
[8] Todo el sentido de culpa asociado a la homosexualidad va a tener en el contexto cubano una dimensión hasta cierto punto “científica”, amparada en algún manual positivista de finales del siglo XIX o en algún precepto de la Revolución Cultural china. “Enfermedad contagiosa” o “padecimiento asociado a sociedades clasistas”, muchos de los testimonios de las víctimas pueden ser constatados en el documental Conducta impropia (Orlando Jiménez / Néstor Almendros, 1984). Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas y Heberto Padilla, entre otros, dan cuenta de ello. El aislamiento fue un “remedio” para este padecimiento. Era un aislamiento físico y espiritual, y la conducta se pretendía “transformar” mediante el trabajo forzado. Todo este proceso llevó a la parametración, “expresión” del así llamado sector de “alto riesgo” social y, sobre todo, cultural. Una de las comisiones del Congreso de Educación y Cultura llegó a dictaminar que no era permisible “que por medio de la calidad artística, reconocidos homosexuales ganen un prestigio que influye en la formación de nuestra juventud”, y más adelante asegura: “Los medios culturales no pueden servir de marco a la proliferación de falsos intelectuales que pretendan convertir el esnobismo, la extravagancia, el homosexualismo y demás aberraciones sociales en expresión del arte revolucionario”. (Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura”, Casa de las Américas, 65-66, 1971).
[9] “La peliculita (no tenía más de 22 minutos de largo) se convirtió en la versión cubana de la manzana de la discordia. Orlando puso la manzana, la discordia la puso el régimen de Castro y su Shumiavsky tropical, Alfredo Guevara. P.M. se llamaba (y se llama todavía); fue prohibida, secuestrada y ultrajada. ¡Cuánta lipidia por un film! Pero es que la peliculita (que todo lo que hacía era mostrar gente divirtiéndose en centros de diversión) fue la primera pieza de convicción para un régimen cuya única consigna ideológica es ¡Patria o muerte! —con el acento puesto en muerte”. Guillermo Cabrera Infante, Mea Cuba.
[10] La influencia y visibilidad de Lunes de Revolución está aún por estudiarse desde una perspectiva más orgánica y mesurada. Sin embargo, un grupo importante de los que integraron Ciclón se agruparon posteriormente bajo la dirección de Guillermo Cabrera Infante en este semanario. Lo que subyace en todo este periodo de tensiones y distensiones es la disputa por el poder. En buena medida, el grupo de Lunes de Revolución trata de descreditar a los poetas de Orígenes. Este proceder no era privativo de este semanario: constituyó en buena medida una estrategia que pretendía negar una tradición en función de establecer un criterio de hegemonía y control institucional. Otros nuevos poetas, reunidos bajo Ediciones El Puente, negarían no solo a Orígenes, sino también a los que fueron incluidos en Poesía Joven de Cuba. Por su parte, otro grupo que sería conocido como “primer Caimán”, reclama su espacio atizando la polémica. El conjunto de estas disputas trató de establecer las definiciones ideológicas en el contexto cultural y político, habida cuenta de la implicación política que alcanzaban los debates estéticos. Debe destacarse que estas disputas eran reportadas en ambos extremos de la confrontación. Esta perspectiva es defendida también por los represores, una vez que las discrepancias estéticas ocultaban discrepancias políticas.
[11] Este clima de hostilidad, así como sus víctimas, fue conocido como “parametración”. El fenómeno de los parametrados fue llevado por sus víctimas hasta el Tribunal Supremo, quien dictaminó que la “parametración” era una medida inconstitucional y que los afectados debían ser indemnizados, cosa que, de más está decir, nunca ocurrió.
[12] Las tensiones asociadas a estos contextos, así como sus implicaciones (muerte del Che Guevara, intervención soviética en Checoslovaquia apoyada por el gobierno cubano, Ofensiva Revolucionaria en 1968 asociada a la expropiación de los pequeños y medianos propietarios, la frustrada y frustrante Zafra de los Diez Millones, el embargo decretado por el gobierno de Estados Unidos) condujeron a una reorientación de las alianzas estratégicas del gobierno cubano y su acercamiento a la Unión Soviética y a los países del campo socialista, en un proceso de clara radicalización de la izquierda. Con la entrada de Cuba al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) en 1972, la isla caribeña queda linkeada económica y políticamente a la estructura de los países socialistas y sus pactos y alianzas militares.
[13] Como ya habíamos señalado, mucho de esta estrategia está asociado a la capacidad de generar desconcierto, desasosiego, pero sobre todo ambigüedad, ambivalencia. Si somos consecuentes con la idea de hostilidad, ¿cómo es posible entender que en el propio año 1970 se celebrara el sexagésimo aniversario de José Lezama Lima? Una extensa entrevista en Bohemia, un dossier de homenaje en La Gaceta de Cuba, así como el volumen de su poesía completa, fueron solo algunas de las maneras de homenajearlo. Sin embargo las tensiones, distensiones, encuentros y desencuentros, hacían más desconcertante el contexto que, al mismo tiempo, generaba una incapacidad para delinear estrategias. Si bien ya estaba instalado un discurso hegemónico que no dejaba de ser rechazado y sospechoso, el advenimiento del año 1971 quiebra el relativo, inquietante, pero frágil equilibrio que se había alcanzado con el establecimiento de la política cultural.
[14] “Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo este miedo, pero es eso todo lo que tengo que decir”. Guillermo Cabrera Infante, Vidas para leerlas, Tema del héroe y la heroína, Mea Cuba, Obras Completas II, Galaxia Gutenberg.
[15] Arturo Arango, “Con tantos palos que te dio la vida: poesía, censura y persistencia”, La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión, Centro Teórico Cultural Criterios.
[16] La figura de Alejo Carpentier es curiosa si se analiza el nivel de protagonismo que adquirió a partir de 1959. Recordemos que Alejo Carpentier está en el “exilio” después de ser encarcelado en 1927 por su actividad política en oposición al dictador Gerardo Machado. En 1928 abandona Cuba para establecerse en París. Allí se dedica a actividades relacionadas con la música, siendo corresponsal de diversas revistas culturales cubanas, además de escribir su monumental obra. Entre 1945 y 1959 vive en Venezuela, de donde vuelve para instalarse en Cuba tras la victoria de Fidel Castro. Sin embargo, José Lezama Lima, que llevó adelante una de las empresas literarias más importantes en lengua castellana —la revista Orígenes—, es denostado por su camuflada homosexualidad y “apatía” política, sin dejar se ser censurado y condenado al ostracismo hasta sus días finales. Esta distinción es solo la punta de un iceberg que explica el predominio de lo político por sobre lo intelectual en la cultura cubana después de 1959.
[17] Jean Paul Sartre, ¿Qué es la literatura?, Losada, 1948.
[18] Ernesto Che Guevara, El socialismo y el hombre en Cuba, Instituto del Libro, 1965.
[19] Boletín del Círculo de Cultura Cubana, agosto 1983.
[20] Esta ha sido la práctica oficial de cierto discurso histórico cubano desde el contexto político de la Revolución. Para hacer teleológico el proceso político instituido en 1959, es necesario cambiar las fuentes y bases fundacionales de la historia. Por ejemplo, cuando Ignacio Ramonet en su libro Cien horas con Fidel le pregunta a este si la Revolución Cubana comenzó en el año 1959, Fidel le responde que “no sería del todo exacto”: “La Revolución Cubana comenzó en 1968”. El carácter de esta respuesta se establece ante la necesidad de validar el sentido de referencialidad de un proceso. Al mismo tiempo, se hace creer a los lectores que la naturaleza de lo que se instaura a partir de 1959 tiene sus raíces en los procesos independentistas del siglo XIX. Es por ello que el discurso político de la Revolución Cubana considera, entre otros muchos factoresm que el socialismo como sistema político y cultural es un proceso irreversible.
[21] Virgilio Piñera, “Al señor Fidel Castro”, en Diario Libre, sección Arte y Literatura (La Habana, 14 de marzo de 1959).
[22] Eliseo Alberto Diego, Informe contra mí mismo, Alfaguara, 2011.
[23] Ambrosio Fornet, “El Quinquenio Gris: revisitando el término”, La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexion, Centro Teórico Cultural Criterios.
Oportunidades políticas en Cuba: cambio de paradigma
El manifiesto lanzado por el 27N se constituye en un importante hito en la lucha contra el totalitarismo, al definir un modelo organizativo de corte horizontal sin inclinaciones ideológicas, marcando de una manera clara y concisa el camino estratégico hacia la construcción de un sistema democrático en Cuba.