Anasyrma

Hace ya más de un año, una persona llegó a mi casa por recomendación, según dijo, de un antiguo amigo de mi padre. Aunque yo no podía recordar el nombre de quién la enviaba y le expliqué que mi padre había muerto unos meses antes, insistió en decirme el propósito de su visita. 

Necesitaba encontrar un comprador para una colección de fotos muy antiguas. Habían pertenecido a su familia durante mucho tiempo y nunca había pensado en venderlas, pero ahora, en medio de la profunda crisis que afectaba a todo el planeta y empeoraba aún más la ya muy deteriorada situación de la Isla, se veía en la necesidad de hacerlo. 

Un poco escéptico, dudaba yo de la antigüedad de las fotos. Sin embargo, me sorprendió el hecho de que, en efecto, tenían toda la apariencia de contener el transcurso, quizás, de más de un siglo. Para mi asombro, se trataba nada menos que de placas de cobre, plata, vidrio, en su mayoría, y entre ellas, incluso, una estereoscopía. Estaban cuidadosamente resguardadas en estuches de madera forrados en cuero muy desgastado. El conjunto recorría los primeros procedimientos fotográficos desde el daguerrotipo al colodión húmedo. 

Me había advertido que en su pequeña colección encontraría varias de tema erótico, asegurándome que eran de las primeras imágenes fotográficas de este género que se comercializaron en Europa, solo poco tiempo después de haberse dado a conocer la invención. 

Acostada sobre su espalda en un escorzo casi frontal, con las piernas abiertas, mostraba la apertura genital en el centro de la composición.

Aunque no estaban fechadas, la verdad es que al menos, en una primera ojeada, así lo parecían. Sin embargo, la estereoscopía no dejaba lugar a dudas: casi ilegible, entre retículas y ralladuras en el borde inferior izquierdo de la placa, podía descifrarse una fecha, 1843, con números tan pequeños y dañados que necesité un cuentahílos para distinguirlos. 

En cuanto levanté la placa para mirarla a trasluz me extrañó un poco la doble imagen, no solo por el hecho de que las estereoscopías de esa época sean difíciles de hallar —conservo una que perteneció a mi abuelo paterno—— sino por su composición. 

La modelo, acostada sobre su espalda en un escorzo casi frontal, con las piernas abiertas, mostraba la apertura genital en el centro de la composición. El foco, muy definido en centro, perdía gradualmente nitidez hacia los extremos, donde aparecía un halo circular[1] que rodeaba a la mujer, por lo que en una primera mirada la imagen daba una impresión bastante abstracta, incluso podía ser confundida con otra cosa. 

Me pareció, de repente, un modelo esférico de la Tierra: las manchas creadas por los hongos serían continentes; la vulva abierta en el centro, una depresión en el lecho oceánico. Pero solo un instante después, cuando al acercar la placa y buscar un fondo de luz más intenso ya había identificado el tema, de todas formas, se me ocurrieron otras asociaciones. Por ejemplo, una planta en una maceta vista desde arriba; interpretación esta, en la que el halo sería el borde de la maceta y la vulva algún tipo de flor exótica. 

El eje visual coincide con el eje del cuerpo para revelar la entrada de la vagina.

La sorprendente ambigüedad y fuerza sugestiva de la imagen me producía una impresión que de momento no podía definir en palabras. El halo circular, las formas que el tiempo había añadido, el punto de vista que ubicaba la cámara casi entre los muslos de la modelo en una fecha tan temprana. No es lo que con más frecuencia se suele encontrar en las antologías que recogen algo de las primeras fotografías de desnudo. 

Sin embargo, se me ocurrió que este cambio de punto de vista en el que el eje visual coincide con el eje del cuerpo para revelar la entrada de la vagina, probablemente sí se produjo desde los mismos inicios de la fotografía. El cambio de punto de vista es inherente a las cualidades del nuevo instrumento, la cámara posibilita la liberación de la mirada del centro de visión único que había establecido la tradición de la perspectiva. 

Otro elemento que reforzaba esta idea era el propio Zeitgeist en el que había surgido la fotografía. En un ambiente cultural en el que todo lo relacionado con la sexualidad era tabú, en el que particularmente y con mucho mayor énfasis la genitalidad femenina era absolutamente estigmatizada, más bien lo extraño sería que a nadie se le hubiera ocurrido desplazar la óptica justo a esa posición.

Si la intención es revelar por completo la forma de la vulva, se requiere necesariamente cambiar el punto de vista a un ángulo coincidente o casi paralelo con la longitudinal del cuerpo, ya que desde el ángulo ortogonal queda oculta casi por completo. Pero aun en esta posición, lo que se revela es la forma externa, el umbral, forma que conduce hacia adentro, de nuevo hacia la invisibilidad. 

Desde el punto de vista del paradigma ascendente, el mundo se describía como un mecanismo que funciona con la precisión de un reloj.

Creí percibir en la imagen resonancias arcaicas. En diversas culturas —con excepción de la occidental moderna—, la imagen de la vulva ha sido venerada como símbolo de abertura hacia realidades escondidas, de la fase nocturna, lunar, de la existencia, vinculo cósmico, y al mismo tiempo, portal del enigma de la vida, túnel por el que llegamos a la luz del mundo. Noche y día. Sueño y vigilia. Vida y muerte. Luz y sombra, la esencia del proceso fotográfico. 

Aunque no me resultaba algo ajeno, ahora se me presentaba en nuevos términos la sensación de que la fotografía es capaz de realizar mediaciones imposibles. ¿No había estado la fotografía desde su inicio relacionada con la revelación de realidades invisibles, paradójicamente, en una sociedad que recibía el nuevo dispositivo con la expectativa de que produjera un reflejo mimético de la realidad visible?

Incluso horas después de haber visto la imagen, permanecía en mí la sensación que me había dejado. Era algo que no podía todavía definir, pero sospechaba que tenía relación con los hallazgos que en la Europa del siglo XIX por fin permitieron fijar para siempre los reflejos, abriendo el camino a dos nuevos medios tan opuestos como inseparables, la fotografía y el cine. Lo que me inquietaba remitía a la naturaleza misma de la práctica fotográfica y también al espíritu de la época en que se dio a conocer. 

El procedimiento fotográfico aparece en un momento en el que se están confrontando diversas visiones del mundo y del ser humano en un ambiente muy complejo, cargado de turbulencias latentes que tienen su origen en las grandes transformaciones ocurridas en el siglo anterior. Procesos como la primera Revolución Industrial, la acumulación de capital, el auge del método científico y de la tecnología, se relacionan con un progresivo desplazamiento de la atención humana hacia el mundo físico, hacia la llamada realidad objetiva, mientras se distanciaba de las antiguas preocupaciones sobre el alma. 

Bajo abundante vello púbico, los labios interiores como pétalos abiertos invitaban a la oscuridad de donde brotaban.

Esta tendencia creciente fue vista con sospecha por quienes advertían que una visión cuantitativa de la naturaleza y del ser humano implicaría el deterioro de valores intangibles, la deshumanización de la sociedad y afectaría la relación del ser humano con su medio vital. La corriente que inundaba todas las vertientes de la cultura occidental se orientaba completamente hacia el mundo tangible, el objeto del conocimiento. Mientras quienes observaban esta tendencia con una actitud crítica denunciando sus peligros, volvían la mirada sobre la entidad cognoscente, la imperceptible consciencia. 

Desde el punto de vista de la imagen del mundo que se iba imponiendo, solo lo visible y cuantificable podía ser el verdadero fundamento de la realidad. Sin embargo, para quienes desde posiciones diversas disentían, lo que se entendía por realidad era un reflejo de los procesos invisibles y no cuantificables de lo que hoy llamamos psiquis

La tendencia en ascenso consideraba que los procesos subjetivos eran un obstáculo para el conocimiento de la verdad. Quienes discrepaban, veían en la imaginación, los sentimientos, la sexualidad, los sueños, la intuición, en toda la sensación de existir, el fundamento último de lo que llamamos realidad.

Ante la tendencia predominante, emergían posiciones de resistencia o de franca discrepancia, quizás como compensación a la unilateralidad de los modelos de pensamiento que parecían imponerse arbitrariamente convirtiéndose en moda. Estas disensiones se expresaron en diversas manifestaciones, adquiriendo con los románticos una fuerza que estremeció los cimientos mismos de la cultura. 

Desde las posiciones de la resistencia, se veía al mundo como algo vivo, más parecido a un organismo, que no puede ser comparado con el funcionamiento de una máquina.

Las discrepancias no fueron necesariamente defendidas por distintos individuos desde posiciones opuestas, sino que, en ocasiones, formaron parte del pensamiento de las mismas personas inmersas en las complejas dinámicas de su propia época.[2]

Desde el punto de vista del paradigma ascendente, el mundo se describía como un mecanismo que funciona con la precisión de un reloj, por lo que es predecible; de ahí la posibilidad de conocer las leyes que lo rigen y sobre ese conocimiento mejorar progresivamente la vida material del hombre en el transcurso del tiempo, de la historia. 

Desde las posiciones de la resistencia —a veces identificadas lapidariamente con el término reacción—, se veía al mundo como algo vivo, más parecido a un organismo, que no puede ser comparado con el funcionamiento de una máquina, ni totalmente explicado aunque se intentara desmontarlo por piezas. Desde este punto de vista, la plenitud humana no depende de la acumulación de conocimientos o riquezas con el paso del tiempo, sino de aquellas vivencias que rebasan la interpretación progresiva del tiempo y que en ocasiones se han relacionado con lo simultáneo, lo sincrónico, lo eterno. 

Entre estas corrientes opuestas y las dos actitudes psicológicas fundamentales que refiere C. G. Jung en su clasificación de los tipos (la que dirige la atención de manera predominante al mundo físico y la que la dirige mayormente hacia el psíquico), me ha parecido ver una relación. La que se orienta hacia lo externo y la que se orienta hacia lo interno

De una actitud devoradora a la actitud creativa. De la hostilidad a la empatía. Del egoísmo al amor.

Si fuera posible agrupar tan diversas posiciones de las distintas ramas del saber y la expresión dentro de estas dos actitudes básicas, creo no sería errado decir que ambas corrientes, en su devenir, siguiendo cada una sus propios cauces, empujaron el saber hacia las fronteras de la descripción conocida del mundo, revelando aspectos de lo real ocultos o alejados de la percepción inmediata de los sentidos.[3]

La doble imagen que tenía delante me sumergía en su propio tiempo. Imaginaba la conmoción que debieron producir este tipo de fotos cuando se dieron a conocer por primera vez en un contexto cultural en el que la mujer y su sexualidad habían sido estigmatizados durante siglos. 

Debido al ángulo elegido por el fotógrafo, era inevitable relacionar esta imagen con El origen del mundo, de Gustave Courbet. Pero si confiaba en los números que aparecían en la estereoscopía, 1843, y los interpretaba como el año en que había sido tomada la foto, entonces habría veintitrés años de diferencia con la fecha en que fue exhibida por primera vez la pintura de Courbet, en 1866. ¿La inesperada composición de Courbet se habría inspirado en un tipo de fotografía que se comercializaba clandestinamente ya desde hacía más de dos décadas?

Como mi cuentahílos tenía una doble lupa, sobrepuse la otra lente para observar con más detalle el centro de la imagen. Bajo abundante vello púbico, los labios interiores como pétalos abiertos invitaban a la oscuridad de donde brotaban. Revelación y ocultamiento. Fotografía. Un dispositivo en el que la luz requiere de la sombra, en el que la imagen es el reverso de lo visible. Resultaba inevitable que se me hiciera recurrente la antigua idea de la unidad de los contrarios. El acto fotográfico es un acto de cópula. La fotografía, como el amor, une los opuestos. 

A partir del Renacimiento y la Reforma, se agudizó la represión del principio femenino hasta asociar a la mujer y a la naturaleza con el mal.

Recordé el término función trascendente, de Jung, al que también define como función de relación. La actividad del inconsciente que hace emerger a la luz de la consciencia un contenido desconocido mediante la gestación de una imagen ambigua, simbólica.[4]

La ambigüedad del símbolo expresa la resolución de un conflicto entre opuestos que han permanecido durante largo tiempo en tensión y por último se unen revelando su esencial complementariedad. El contenido, hasta ese momento desconocido, no puede ser reducido a un significado único ni completamente definido en palabras, es inefable. Solo es posible su experiencia en la imagen viva del símbolo y, tal es su impacto en la conciencia, que le permite al individuo romper su identificación con el yo y reencontrar el verdadero centro olvidado de su psique, el sí mismo

La conexión así establecida entre la zona consciente de la psique y su dimensión negativa en lo más profundo del inconsciente, produce una transformación radical del comportamiento: de una actitud inicialmente devoradora a otra bien diferente, la actitud creativa. Del ansia por ganar y tener, a la plenitud de entregar y ser. De la hostilidad, a la empatía con su medio vital y con los otros. O lo que es lo mismo, del sentimiento de separación al reconocimiento de unidad, del sparagmos a la anagnórisis, del egoísmo al amor. 

Jung llama a todo el proceso individuación y el tránsito hacia la reintegración no puede ocurrir sin la intervención del arquetipo femenino, el ánima. Es precisamente la función del ánima guiar a la consciencia por el camino del inconsciente hacia el sí mismo

El desequilibrio entre el principio femenino y el masculino se encuentra en la raíz del crecimiento hipertrofiado de la cultura occidental.

El restablecimiento del equilibrio psíquico depende de la asimilación de los contenidos del inconsciente por la consciencia en un proceso de reconocimiento del sí mismo que implica la resolución de los conflictos entre naturaleza y espíritu, entre realidad psíquica y realidad física, entre sentimiento y razón, entre lo subjetivo y lo objetivo. 

Es la función del principio femenino iniciar y conducir la individuación hasta lograr la conjunción de los opuestos, cuya expresión se encontraba ya en la antigua imagen del matrimonio místico, el mysterium coniunctionis de los alquimistas, la reunión de la hembra y el macho. 

En Occidente, la legitimación del saber racional como única forma posible de conocimiento ocurrió en un orden social patrilineal. A partir del Renacimiento, y aún más de la Reforma, se agudizó de una manera cada vez más severa la represión del principio femenino, hasta el extremo de asociar a la mujer y a la naturaleza con el mal, proceso cuya manifestación histórica más evidente fue la caza de “brujas”,[5] la persecución y muerte por fuego de las mujeres que ejercían la medicina natural y antiguos rituales asociados a la tierra. 

Al emerger la función racional a una posición predominante, todo lo relacionado con el sentimiento, el instinto, la sexualidad, el cuerpo y las formas naturales en general se convirtió en motivo de sospecha, o incluso de desprecio. En una sociedad dominada por hombres que desarrollaron una actitud unilateralmente orientada hacia lo externofísico como único fundamento de lo real, la retirada de lo femenino al inconsciente ocurrió de manera simultánea a la traslación de lo psíquico al ámbito de lo irreal. 

¿Es el proceso fotográfico un acontecimiento psíquico que revela la unidad fundamental entre el observador y lo observado?

Para Jung, el desequilibrio entre el principio femenino y el masculino se encuentra en la raíz del crecimiento hipertrofiado de la cultura occidental, que desconoce o incluso niega la realidad psíquica, sumiendo al individuo en estados infantiles de angustia y alienación con respecto a sí mismo bajo la fuerza de exigencias colectivas, mientras desarrolla de una manera cada vez más acelerada el conocimiento del mundo objetivo

Sin embargo, dentro de la propia cultura occidental, una corriente más o menos subterránea mantuvo el principio femenino presente y en equilibrio junto al masculino: la tradición alquímica. La imagen de la cópula entre los sexos en el interior del vaso de las transmutaciones, según Jung, no solo expresaba la reunión de los opuestos herméticos, de la luz y la sombra, de la consciencia con el inconsciente, sino que, solo a través del contacto con el inconsciente, es posible el despertar de un nuevo tipo de consciencia. 

En este nuevo estado, al que denomina consciencia ampliada, el individuo descubre mediante el conocimiento de su propio inconsciente, en el centro de sí mismo, su esencial unidad con el mundo y con los otros, por lo que los llamados mundos subjetivo y objetivo, físico y psíquico, se revelan como las ramas de un solo árbol. La acción de la consciencia ampliada se constituye en función de relación o función trascendente.[6]

¿El espacio oscuro en el que se crea la imagen fotográfica es la derivación tecnológica del vaso de las transmutaciones alquímicas donde ocurre la reunión imposible entre opuestos en tensión?

La fotografía no tiene otros materiales primarios distintos a los mismos elementos en los que la existencia humana está inmersa: la luz y el tiempo.

La idea de que nuestra consciencia existe de manera separada del mundo que observa y la noción de que la fotografía es una copia exacta de lo que llamamos realidad son convicciones tan arraigadas que nos ocultan el hecho de que la fotografía opera en el umbral de nuestros condicionamientos perceptuales. ¿Nos ocultan estos prejuicios también algo más esencial? ¿Es el proceso fotográfico un acontecimiento psíquico que revela la unidad fundamental entre el observador y lo observado? 

“A medida que vas descubriendo el mundo exterior, averiguas más sobre el mundo interior, es una especie de espiral por la que al final te conviertes en alguien elocuente”.[7] La elocuencia a la que se refiere Bresson es una capacidad de expresión que no está mediada por la palabra, sino que emerge de una posibilidad: la de reconocer en el espejo del mundo relaciones que apuntan a correspondencias anímicas hasta ese momento inconscientes, tanto en lo individual como en lo colectivo. Este reconocimiento ocurre a través de la visión. A través, pero no en la imagen de realidad que nuestra actividad consciente crea de la información ocular. 

Esta posibilidad de expresión surge de una interacción anímica que, inmediatamente, rompe la ilusión de separación sujeto-objeto cuando reconocemos en las formas del mundo una información que, al mismo tiempo, emerge del inconsciente y no puede ser expresada sino solo por un leguaje extraverbal, el lenguaje de esas formas, el lenguaje de las apariencias.[8]

Cuando Edward Weston logra la foto de su pimiento No. 30 y dice: “este nuevo pimiento lleva a uno más allá del mundo que conocemos en la mente consciente”, no duda en referirse a su vivencia como una “revelación mística” y argumenta que su imagen es una “presentación significante, es decir, una presentación que pasa a través del ser intuitivo, a través de los ojos de uno, no con ellos”.

La fotografía no puede expresar nada si solo está destinada a captar la luz reflejada. Y, sin embargo, expresa.

A diferencia de otros medios de representación, la fotografía no tiene otros materiales primarios distintos a los mismos elementos en los que la existencia humana está inmersa, en los cuales el individuo siente el pálpito de su vida y en los que forma su experiencia: la luz y el tiempo. 

La imagen fotográfica tiene su origen en el contacto de los rayos de luz reflejados directamente por las formas en una superficie sensible durante un período de tiempo. Y aunque esta es la única parte del proceso de la que se puede afirmar con toda seguridad que no está culturalmente condicionada y en la que no participa la mente consciente, es, sin embargo, el rasgo que define tanto a la fotografía como al cine. 

Por eso, el proceso de fijación de los reflejos ocurre en el umbral del consenso de realidad construido por el lenguaje. El hecho de que sea un medio vacío de lenguaje y, a la vez, tenga capacidad de transmitir información, aún más de expresión, hace decir a Barthes que “la humanidad encuentra por primera vez en su historia mensajes sin un código”.[9]

A este rasgo definitorio se deben también los errores, confusiones y debates iniciales sobre lo que podía ser la fotografía a partir del momento en que el medio es presentado a la sociedad. Desde las opiniones que lo consideraron solo un instrumento de reproducción mimética de lo real, hasta la afirmación de que la fotografía ocurre sin intervención humana, han sido interpretaciones dependientes del ámbito epistemológico predominante[10] en el momento en que el medio surgió, una visión del mundo que identifica lo humano solo con la capacidad descriptiva y clasificatoria del lenguaje, y a lo real con su descripción. 

Un basamento endeble: la idea de que podemos describir el mundo sin que la conciencia esté implicada en la realidad que describimos.

Esta doble identificación surge de la separación sujeto-objeto que funda el modelo cognitivo de la modernidad y que también es el origen de la alienación contemporánea. Como el sujeto se identifica con la capacidad descriptiva que permite la comunicación a partir del consenso de realidad establecido por el lenguaje, en este modelo el mundo observable no es susceptible de interpretación; la conciencia se encuentra de un solo lado de la división; el objeto del conocimiento no puede transmitir información, no reacciona, no emite mensajes, solo es posible comprender su funcionamiento desmontándolo en piezas como una máquina, dividiéndolo en partes mediante la cuantificación, la medición, la conceptualización.[11]

El conocimiento se extrae del mundo, como se extraen sus recursos. El mundo solo está ahí, como una fuente pasiva de suministros para las necesidades del sujeto. Entonces, desde este punto de vista, es coherente pensar que la fotografía no puede expresar nada si solo está destinada a captar la luz reflejada por las superficies de las formas. Y, sin embargo, la fotografía expresa. 

Una de las condiciones físicas primarias del hecho fotográfico es la existencia de un espacio vacío y oscuro, solo allí puede aparecer la imagen de las formas proyectada por los rayos de luz que ellas emanan. Si en la imagen hay expresión, la materia de esa expresión se encuentra en parte en las formas mismas. 

Al mismo tiempo, el sentido de la expresión, está en el reconocimiento de determinados patrones que despiertan en el fotógrafo una respuesta anímica sobre una información que no se encontraba hasta ese momento en el ámbito de su consciencia, emerge del inconsciente. “Yo prefiero decir que si siento algo intensamente […] hago una foto que sería el equivalente […] de lo que veo y lo que siento. Cuando me considero en disposición de hacer una foto […] creo que veo claramente con los ojos de mi mente […] algo que no está literalmente ahí […] en el sentido estricto de la palabra”.[12]

Hechizados por el fuego fatuo de nuestro “Yo”, solo deseamos satisfacerlo, ignorantes de nuestro propio ser.

Según Jung la manera que usa el inconsciente para emitir información a la consciencia es a través de un lenguaje no verbal, sino de imágenes, al cual llama el lenguaje del alma. Esta información puede emerger de lo profundo de la psique durante el sueño, aunque también en estado de vigilia podemos ser capaces de percibir estos mensajes ante nuestros ojos en los acontecimientos de la vida.

Ahora, en medio de la incertidumbre de nuestros días, parece cada vez más evidente que el modo de vida que se ha ido imponiendo alrededor del planeta, aniquilando toda diversidad cultural, está construido sobre un basamento endeble: la idea de que podemos describir el mundo desde una distancia segura sin que la conciencia esté implicada en la realidad que describimos y que, por tanto, nuestras acciones no repercutirán sobre nosotros.

Entre los riesgos de sostener esta creencia, el más peligroso quizás sea nuestro incesante recurrir en la ilusión de que existe una correspondencia exacta entre la realidad y las representaciones que sobre ella construimos. ¿No es esta la ilusión que, si estamos dispuestos a ver, rompe la visión fotográfica? 

Para Chema Madoz, el acto de fotografiar “es casi como encontrar un agujero dentro de la realidad”[13] en el que falla la lógica de lo real y solo basta mover algunos elementos para descubrir que la idea que tenemos sobre la realidad como algo inalterable no es cierta. 

El acto fotográfico es un acto de cópula. La fotografía, como el amor, une los opuestos. 

La idea de que posemos un conocimiento acabado que nos permitirá por fin controlar las circunstancias y los otros está íntimamente relacionada con una actitud soberbia que nos impide abandonar las convicciones a las que estamos aferrados. 

Así, con una perezosa voluntad para reconocer nuestra ignorancia, preferimos acomodarnos en una burbuja de prejuicios sobe quiénes son los otros y qué es la vida, cerrándonos la posibilidad del conocimiento, la posibilidad de ver. Andamos ciegos, queriendo coger siempre todo y quejándonos del mundo. Nuestra “persistente ilusión”[14] nos está llevando al límite de un desastre irreversible.

Al utilizar los mismos recursos de la vida, esta extraña caja nos devuelve una imagen de la realidad diferente a la que suponíamos, de la que no puede decirse que sea completamente objetiva ni completamente subjetiva. Por eso, quizás ha sido también, desde su surgimiento, el testigo “mudo” que fue registrando las consecuencias globales cada vez más desastrosas de intentar adaptar la realidad al molde de nuestras ideas, poniendo en duda una visión del mundo, de los otros y de nosotros mismos que tal vez deberíamos reconsiderar. 

Estamos implicados en el mundo y desde la primera mitad del siglo XIX la huella de esa implicación se imprime en un relato no verbal contado desde el singular punto de vista de cada fotógrafo por la propia luz de los instantes. 

Durante ya casi dos siglos nos acompaña este espejo con memoria y todavía nos comportamos como si hubiésemos caído desde afuera en este mundo, como si nada nos ligara. Hechizados por el fuego fatuo de nuestro “Yo”, solo deseamos satisfacerlo, como si fuésemos ajenos a los otros y a la tierra, ignorantes de nuestro propio ser, como si no hubiéramos venido al mundo de las entrañas de una madre.

Sus senos mostraban cierta laxitud propia de las mujeres que han amamantado.

Para poder apreciar mejor la estereoscopía tuve que ir a buscar una caja de luz, la conecté, encendí el interruptor y la puse en el suelo, entre nosotros. Algunos truenos, todavía lejanos, anunciaban la cercanía de las lluvias habituales en las islas durante las tardes en el verano. Ya se había nublado. 

Mientras yo miraba la estereoscopía y conversábamos, la luz que venía desde abajo acentuaba las formas de su cuerpo en medio del ambiente cada vez más oscuro. Quien me había traído estas reliquias era una mujer de edad indefinible. No podía ser joven, pero su gracia y vitalidad era las de la juventud y la tersura de su piel no evidenciaba el paso del tiempo. Su rostro sí, las líneas gestuales se habían grabado ya, mostrando que había conocido el sufrimiento y la alegría en el transcurso de no pocos años. 

Llevaba un vestido largo hasta los tobillos que dejaba seguir, por lo ajustado, las ondulaciones de su cuerpo. Conservaba la cintura sorprendentemente estrecha; sin embargo, por debajo de la línea del ombligo se pronunciaba bastante el vientre hacia la pelvis, delatando que había parido quizás más de una vez. 

Sus senos confirmaban esta idea porque, si bien no eran pequeños y todavía se empinaban con orgullo en el escote, provocando la mirada al profundo entrepecho, mostraban cierta laxitud propia de las mujeres que han amamantado. 

En cambio, no había ninguna grasa bajo la cintura, o si la había, quedaba disimulada por sus amplias caderas. La redondez de sus hombros erguidos no eran los de una mujer mayor. Su cuello se elevaba con firmeza y solo por encima de la nuez la piel se volvía un poco fláccida. 

La retirada de lo femenino al inconsciente ocurrió de manera simultánea a la traslación de lo psíquico al ámbito de lo irreal.

En el rostro había signos de un mestizaje multirracial acumulado en el transcurso de muchos siglos de cruces genéticos. El cobre de su piel apuntaba a las pocas ramas de descendencia aborigen que habitaban en el extremo este de la isla, lo que no coincidía con su elevada estatura. En el tamaño de los pómulos, que se agrandaban aún más al sonreír, borrándole el tiempo bajo los ojos, había algo asiático o mesoamericano. Los ojos rasgados como almendras no parecían tan grandes como en realidad eran, por estar un poco hundidos en la cavidad ocular. 

Este efecto de profundidad se acentuaba aún más debido a la sombra de los pómulos sobre los ojos, proyectada desde el suelo por la luz de la caja. Algo líquido parecía moverse en los pozos de sus pupilas, quizás porque la carnosidad que en parte las cubría, provocaba una sensación de ondulación al resplandecer sobre el fondo negro del iris. Pero esto no explicaba del todo el torrente vivo que a través de su mirada sentía brotar en mi pecho. 

Silencio. El aire estaba cargado de la humedad caliente que precede la inminencia de la lluvia. La transpiración hacía brillar su piel. 

Le pedí que, por favor, me permitiera hacerle una foto. Accedió con un leve gesto. La vi a través del visor, y el sonido del obturador rompió el tiempo con el golpe de agua.  


© Imagen de portada: Edward Weston. Pepper #30 (detalle).




Notas:
[1] El primer objetivo diseñado específicamente para tomar fotografías fue el Voigtländer-Petzval. Concebido por el matemático y físico húngaro Joseph Petzval en 1840, comenzó a ser producido por la empresa vienesa Voigtländer en 1841. Hasta su aparición en el mercado, a las cámaras se les adaptaban las lentes de las cámaras oscuras utilizadas por los pintores. El Petzval fue el objetivo para retratos que prevaleció durante aproximadamente más de un siglo. Tenía lo que hoy se consideraría una acentuada curvatura y astigmatismo. Definía foco en el centro (20° de campo de visión, 10° para aplicaciones críticas), pero se desvanecía progresivamente hacia el radio, produciendo un agradable efecto de halo circular alrededor del sujeto.
[2] Como era común en la época, los poetas Shelley, Coleridge y Keats —cuya formación era farmacéutico— se sintieron atraídos por la ciencia en su juventud y participaron en experimentos científicos (Brian L. Silver: El Ascenso de la Ciencia. VII. De Rousseau a Blake: La rebelión contra la razón). Wordsworth alguna vez tuvo esperanza de que el apasionado semblante de la ciencia “brillara en el alma del poeta”, pero al final le pareció que el cosmos mecánico, racional, de Newton sustituyó con un “universo de muerte” el verdadero universo, “que se mueve con luz e instinto de vida, lo divino real y verdadero”. Señaló con precisión la soledad del universo mecánico (ídem).
[3] Coleridege era amigo del prominente químico inglés Humphry Davy, con quien conversaba sobre filosofía. El físico danés Hans Christian Ørsted era amigo de Schelling, y tanto él como Ampere recibieron una influencia profunda de la Filosofía de la Naturaleza en Francia. Fue la naturaleza abarcante de su visión del mundo y su hincapié en la existencia de causas ocultas universales lo que atrajo el impulso científico para hallar tales causas del comportamiento del mundo físico. A la fecha, el mismo impulso incita a quienes intentan encontrar una teoría que explique todas las fuerzas de la naturaleza (ídem).
[4] Symbolon: dos partes separadas cuyos bordes coinciden. “[U]na expresión como ‘experiencia simbólica’, tan básica y con tantas derivaciones, procede directamente de esta imagen de separación al conducirnos —según algo que le gustaba mucho rememorar a Heidegger— a la etimología de lo ‘simbólico’: el symbolon (tessera hospitalis para los latinos)que consistía en una tablilla de recuerdo a través de la cual el anfitrión y el huésped recordaban su amistad dividiéndola en dos mitades, de tal manera que el anfitrión que recibiera al huésped al cabo de los años pudiera reconocerlo al unir nuevamente con la suya la mitad que le mostrase al otro” (Rafael Argullol: Aventura: Una filosofía nómada, Plaza & Janés, Barcelona, 2000, pp. 72-73).
[5] Es bien sabido que la “supersticiosa” Edad Media no persiguió a ninguna bruja; el mero concepto de “brujería” no cobró forma hasta la baja Edad Media y nunca hubo juicios y ejecuciones masivas durante los “Años Oscuros” (Silvia Federici: Calibán y la Bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Traficantes de Sueños, 2010, p. 224).
[6] Esta consciencia ampliada ya no será aquel conglomerado susceptible y egoísta de deseos, temores, esperanzas y ambiciones de carácter personal, que tiene que ser compensado o acaso corregido por contratendencias personales inconscientes, sino que será una función de relación, vinculada a lo objetivo, que pone al individuo en una incondicional, obligatoria e indisoluble comunidad con el mundo (C. G. Jung: El Yo y el inconsciente).
[7] De la serie documental Los genios de la fotografía. “Cap.3. En el lugar correcto, a la hora adecuada”.
[8] John Berger: Appearances. Another Way of Telling, Granta Books, 1989, p. 111.
[9] Roland Barthes: Image-Music-Text, Fontana, London, 1977. p. 45.
[10] Michel Foucault: Las palabras y las cosas, Siglo XXI Editores, S.A., 1968.
[11] En el modelo cognitivo de la modernidad, el sujeto puede conocer el mundo sin estar implicado en él, la conciencia solo existe dentro de quien solo tiene acceso a su comprensión mediante la disección, diferenciación, clasificación de esa realidad objetual. La capacidad de transmitir información a partir de un consenso creado por el lenguaje es exclusiva del sujeto, no pertenece al mundo. 
[12] Ansel Adams – A Documentary Film (Ric Burns, 2002).
[13] Chema Madoz. Regar lo escondido (Ana Morente, 2013).
[14] Albert Einstein: “Now he has departed from this strange world a little ahead of me. That means nothing. People like us, who believe in physics, know that the distinction between past, present, and future is only a stubbornly persistent illusion”. Carta de condolencia a los familiares de su amigo Michele Besso tras su muerte, en 1955.




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El año nuevo

José Martí

¿Para qué ha de servir este año nuevo, para acorralar más a los cubanos en su propia tierra, para debilitarles más el ánimo con la desconfianza de sí propios, para tirar unas cuantas piedras doradas y pulidas, como protesta única, a la cara de bronce del opresor?