Si la libertad es, como dice Joseph Brodsky en un famoso verso, “no recordar el nombre del tirano”, entonces la cultura cubana debe ser una de las menos libres que existen. Sobre ella ha gravitado siempre una relación problemática con el despotismo político. Heredia, Zenea, Casal, Martí y otras figuras notables de nuestro siglo XIX exhiben un anecdotario más que elocuente en este sentido. Incluso Orígenes, el grupo de escritores y artistas convocados en los años 40 y 50 del siglo XX para superar una supuesta frustración de “lo esencial político” y transitar por “otros cotos de mayor realeza”, fue engullido por la política y terminó rebajado a política cultural.
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Dejando a un lado ciertos escrúpulos morales, el destino del origenismo podría ser leído como el cumplimiento de cierto karma o ley retributiva. Su negación del batistato fue el polvo de aquellos lodos revolucionarios, en los que luego debieron chapotear.
Se olvida a veces que Lezama Lima vio en el triunfo de la Revolución el comienzo de una “era de la posibilidad infinita” y se integró con cargo de vicepresidente en una recién fundada UNEAC. También celebró, por ejemplo, el cierre de los periódicos. Esto último me lo contó con amargura Mario Parajón, testigo cercano de aquella ráfaga de nihilismo que Lezama compartía, por ejemplo, con el joven Lorenzo García Vega.
En algún momento, Lezama concibió la absurda idea de que la destrucción revolucionaria del Antiguo Régimen de la cultura cubana no implicaba por fuerza su propia destrucción. En los 50, cuando le reprochaba a Gastón Baquero o a Guy Pérez Cisneros que se plegaran, desde la prensa o la diplomacia, al statu quo, solía olvidar que él mismo formaba parte de ese orden de cosas. Su excentricidad también contribuyó de alguna manera a definir la cultura republicana.
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A Lezama no le atormentaban demasiado los ataques que recibió desde las páginas de Lunes de Revolución. Los veía como una prueba de que su obra seguía viva en medio del fuego plutónico de los resentimientos generacionales. Siguió publicando en aquel suplemento que le había dedicado severas críticas y recibió poco después como hijos pródigos a muchos de sus jóvenes antagonistas. Detestaba la teoría de las generaciones y confiaba en que al final no quedaría más que una sola bancada auténticamente creadora, esencial y depurada. “Cada día tienden a borrarse más las diferencias generacionales” —dice en 1968.
Es claro que un hecho como la revolución en el poder conmocionó por igual a todos los cubanos y ha dejado su impronta en los que trabajamos en la expresión. Para refutar ese concepto de las generaciones, según mi opinión, el tiempo no es extensivo, no marcha a horcajadas sobre el espacio, sino forma en el creador islotes, círculos de electromagnetismo germinativo. En la vida de los artistas poderosos ese círculo electromagnético de creación lo mismo transcurre en el Rimbaud de los 18 años que en el Goethe de los 83, cuando concluye la segunda prodigiosa parte de Fausto. […] En un tiempo se decía que cada generación tenía quince años de creación y quince años de adormecimiento sobre lo creado. Sería para mí un fatalismo verdaderamente tragicómico. […] Subrayo esto porque si los jóvenes quieren ser tan jóvenes, los viejos no quieren ser tan viejos.[1]
Como se ve, Lezama se negaba a ser un simple exponente de la cultura prerrevolucionaria. Al atribuir a la Revolución esa temporalidad metafórica estaba, en realidad, armando un mito, dándole apariencia de eternidad a una contingencia. Su sueño era que la tarea de Orígenes, la búsqueda de una auténtica expresión cubana en lo universal, hallara acomodo en la Revolución proclamada “de los humildes y para los humildes”. Ya sabemos cómo terminó aquel sueño de la razón poética lezamiana.
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Arriesgo una opinión personal: dentro del orden del discurso republicano, Lezama quizás no hubiera llegado a ser lo que fue, lo que terminó siendo. En eso, García Vega toca una parte fundamental de nuestra historia literaria.
Por debajo de las apariencias, Lezama buscaba rebelarse contra los tabúes que habitaban dos compartimentos esenciales de “lo cubano”: la sexualidad y la política. Y lo único que podía servir para reventar esos tabúes era algo como Paradiso, la rebeldía disfrazada de resumen histórico novelado. En medio del orden republicano, esos elementos rebeldes no estaban censurados, pero eran parte, digamos, del ruido cultural. En Paradiso fueron los propulsores de una inobjetable obra maestra.
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Llega el año 1972, y ya tenemos a Lezama enfrentado a las dolorosas evidencias de su error político, purgando su ostracismo. Del otro lado, Cintio Vitier confesándole a Ernesto Cardenal que había llorado cuando Fidel Castro anunció que los Diez Millones no iban —“¿será que Cintio habla así para que lo oiga el chofer?”— o, ya en privado, asegurándole que tras ir a cortar caña, hacerse miliciano, servir de jurado para el premio Casa de las Américas y firmar los manifiestos que le daban, lo había entendido todo y “estaba totalmente con la Revolución”.
También a Agustín Pi, trabajando como corrector ortotipográfico en Granma. A Gaztelu convertido en un prudente “cura rojo”, que secunda la cobarde política del nuncio Zacchi, concebida para evitar cualquier roce con las autoridades revolucionarias en medio de una rampante represión contra los religiosos. O a Eliseo Diego, elogiando en un prólogo los versos del infame censor Otto Fernández, para que le den algún viajecito a los países socialistas.
Para entonces, Baquero, Parajón, García Vega, Julián Orbón, Alfredo Lozano, Cundo Bermúdez, Lydia Cabrera o Justo Rodríguez Santos —por citar solo algunas voces del milieu cultural republicano que fueron cercanas a Lezama— se han ido del país.
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Un paréntesis para abundar, una vez más, en la radical conversión revolucionaria de Vitier tras “ocho años de estar al margen y a la expectativa por un escrúpulo de conciencia religioso” (Cardenal). Estas son algunas de las cosas que le dijo Vitier al cura nicaragüense, recogidas en el libro En Cuba:
Aquí todo el mundo tiene más dinero que el que puede gastar. El dinero ya no es un problema. El dinero a la gente ya no le interesa.
[…]
Ya la gente no se va por razones ideológicas sino más bien por motivos económicos. Los que estaban en contra de la Revolución se fueron hace tiempo. Los que se van ahora son gente que han estado con la Revolución, pero no aguantan la escasez, las colas, la vida dura de estos años de la Revolución.
[…]
Allí [en La Cabaña] murieron muchos jóvenes idealistas en el paredón. Morían gritando ¡VIVA CRISTO REY! Creían que morían por Cristo y no sabían que estaban siendo utilizados por agentes de la CIA y batistianos. Eso es lo más triste.
[…]
Fidel es el jefe de la oposición en Cuba.
[…]
La gente suele olvidar el pasado fácilmente. Hay gente descontenta. Gente del pueblo descontenta, porque no se acuerdan del pasado que fue duro.
[…]
Una de las cosas más bellas de esta Revolución es que ahora todos comemos lo mismo. El hombre de aquel bohío (lo señala) come exactamente lo mismo que yo en La Habana. Los dos tenemos la misma libreta de racionamiento. Tal vez come un poco mejor que yo, porque él puede tener sus gallinas y sus huevos.
[…]
Cintio rechazó el dinero que una editorial alemana le iba a pagar por derechos de autor. Me cuenta que Lezama Lima también ha rechazado pagos de México, Francia, etc. Cuba no reconoce los derechos de autor. “Y está bien que así sea —me dice Cintio—. En una sociedad socialista la propiedad literaria no puede ser privada”.
[…]
Yo creo que el periodismo, tal como se conoce en los países capitalistas, tiene que acabar. Tal vez lo que va a haber es unos boletines de noticias, meramente informativos. La orientación y la crítica quedará para las revistas, sobre todo las revistas especializadas.
[…]
Fidel es un bárbaro. Corta caña como un animal.
[…]
Todas las iglesias de Cuba están abiertas menos una: San Francisco, donde Merton tuvo aquella iluminación mística en el momento en que cantaban unos niños. Allí se escondió el hombre que había matado a varios queriendo secuestrar un avión. Y el padre Laredo,[2] que lo escondió, está preso desde hace varios años.[3]
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Otro paréntesis para subrayar la absoluta ausencia de olfato político de Lezama —aunque su hermana Eloísa, tan devota, afirme lo contrario—. Lichi Diego cuenta que el 31 de diciembre de 1958, horas antes de la fuga de Batista, en la casa de Eliseo Diego en Arroyo Naranjo, Lezama declaró que él sabía, “de buena tinta, que hay Batista para rato”. Durante años, debió soportar las bromas que le hacían sus más cercanos sobre el asunto.
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Con sus naturales roces internos, la cultura republicana de Cuba no tuvo más remedio que instalarse en la diáspora. Lejos de su humus natural, degeneró en nostalgia. Miami no era exactamente una ciudad americana, se asentaba en una memoria escasa y parecía dominada por una entropía tropical.
“Nada de lo que tiene que ver con Miami resulta exactamente estar fijo o ser permanente”, escribe Joan Didion, que estudió con interés de entomóloga hippie un exilio donde “se recitan los resentimientos, como rosarios de promesas incumplidas”.
Sin embargo, ni el resentimiento ni la nostalgia impidieron a los intelectuales cubanos del exilio conservar la lucidez, como muestra una carta de Gastón Baquero a Lydia Cabrera, escrita circa 1982:
Naciste en el día del nacimiento de la República, y tú y yo sabemos a cuánta maravilla sabe la palabra República, la República. Lo que eso quiere decir para los cubanos con un poquitico de raíces criollas intactas, es difícil contarlo a los extraños. Ahora andan sueltos por ahí y por aquí, y por todas partes, algunos cubanitos comemierdas que dicen no sentir la patria, ni importarles nada su destrucción y su pena. Yo creo que adoptan esa pose, no por la cursilería de hacerse los europeos o los norteamericanos, sino porque les falta el valor de amar a Cuba, de querer a la patria, y estar lejos de ella. Para no sufrir, fingen no amar, no sentir nostalgia, ni echar de menos las raíces. Han hecho de la expatriación una despatriación, para que no les duela la diáspora, porque su egoísmo, su frivolidad y su hedonismo de quincallería les exige quitarse del corazón todo lo que pueda llevarlos al santo insomnio de Cuba.
Baquero lucha por despojar a la Revolución de la exclusiva del concepto patria, que otros origenistas le habían entregado en bandeja a los nuevos ideólogos:
El veinte de mayo nació una nueva manera —diseñada por Martí sobre la materia prima que venía borboteando entre las venas de la isla a lo largo de tres siglos— de ser entendida y cumplida la convivencia ideal de los cubanos. Las dificultades, las desobediencias a lo dictado por los Fundadores resumidos en el Fundador de la República, los incumplimientos y deslealtades con la patria, no dañan para nada al ser auténtico de la patria. Una de las características del bien es la resignación y la paciencia con que se espera que pasen los días del mal. La República, la Idea de la República del 20 de mayo, no ha muerto, ni puede morir.
Como tantos otros exiliados cubanos de la época, Baquero acude al expediente de un marxismo-leninismo impuesto como ideología revolucionaria, pero en el fondo, ajeno a la innata virtud democrática de nuestra República:
Quienes, ciegos ante la historia y ante la verdad de esa República, han creído posible borrar las fechas, anular la manera martiana y pura de la convivencia, destruir todo el edificio de la República (dicen ellos que por tener grietas aquí y allá, goteras y defectos en la cumbrera exterior del tejado), no han podido hacer otra cosa que encadenar y retrotraer a Cuba a otra manera de colonia, cien veces más atroz que la anterior. No celebran el 20 de mayo, ni el 10 de octubre, ni el 24 de febrero, ni el 7 de diciembre, porque se han quedado sin raíces y sin libertad —¡el bien de los bienes, hasta para las bestias!— y pretenden que su patria está en Moscú, y que su Céspedes es Lenin, su Martí Fidel, y su Maceo el Ché. Decían “patria o muerte”, y la gente aplaudía; aplaudía hasta que descubrió que lo que querían decir estos cabritos era “patria muerta”. Decían traer la libertad, la paz y el bienestar para todos, y lo que trajeron fue la M del marxismo-leninismo, que en el vientre trae únicamente, y siembra en cuanto se apodera de un país, las cuatro emes terribles: muerte, miseria, maltratos y mierda. Y si al horror del marxismo-leninismo le agregas a Castrico y su morralla, ¡quiquiribú mandinga!
La Patria, la cubanía y la criolledad —“noción excluyente de la esclavitud y de la crueldad, los dos pilares del comunismo”— eran, tanto para Baquero como para Cabrera, los antídotos contra la decadencia que había traído la Revolución de Fidel Castro. El problema, más evidente ahora que esa Revolución cumple seis décadas, era que aquellos antídotos no parecen haber funcionado.
Como aquellos rusos “blancos” que Lydia Cabrera había conocido en París,[4] refugiados del bolchevismo, los más grandes intelectuales cubanos del exilio tuvieron que aceptar que el Mal ya no tenía remedio. Escuchar a Lydia diciendo que antes los pensadores cubanos que ella conoció de niña podían recitar al revés en latín o que “con la caída de Machado, las cloacas se desbordaron” puede consolarnos, pero no explica mucho.
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Al abordar en perspectiva estos complejos asuntos uno tiene la impresión de que Cuba ha sido la víctima de una especie de maldición histórica que se manifiesta como un constante desencaje con las circunstancias ideológicas dominantes, un desajuste temporal entre la doxa internacional y la lucidez y energía necesarias para derrocar una Revolución convertida en tiranía.
Digamos, para resumirlo rápido, que el tiempo no ha soplado a favor de los vencidos. Baquero, el gran ejemplo de un pensamiento reaccionario cubano, parece haber llegado en su vejez a una decantación derrotista de sus tesis históricas:
He dicho más de una vez que las dos máximas desgracias históricas de la humanidad son: las manos en que acabó por caer el cristianismo, y las manos en que cayó el socialismo. Los latinos teatralizaron y deformaron el cristianismo, por estatizarlo como los españoles, o por politizarlo y comercializarlo como los italianos; y los eslavos secuestraron el socialismo y lo monstruizaron en el molde tradicionalmente tiránico y esclavizador de aquella gente. Ni el latino concibe la humildad, ni el eslavo concibe la libertad, salvo rarísimas excepciones: San Francisco de Asís de un lado, Fedor Dostoievski de otro, y pocos, muy pocos más en ambas filas. ¡Un desastre que abarca veinte siglos de historia!
Le irritaba, sobre todo, el revisionismo revolucionario de una época que los intelectuales revolucionarios parecían sentirse obligados a deformar. En 1978, después de leer la novela de Carpentier La consagración de la primavera, Baquero le escribe a Lydia:
Es el libro que Castro le venía exigiendo desde hace mucho tiempo para considerarlo integrado. Es la habitual difamación de la Cuba precastrista, donde según estos monstruos todo era malo. Solo pintan la parte negativa para complacer a los comunistas y a todos los hijitos de la Gran Bretaña, (como el señor Hugh Thomas, que es textualmente hijo de ese país), que no perdonan a Cuba libre ser lo que era. […] El crimen de este Alexéi está en hacer el que cree que Cuba era solamente eso que él pinta ahí, cuando todos sabemos que sí, que había muchas cosas malas, como en todas partes donde haya humanos, pero en cambio, si se actúa de buena fe, se tiene que reconocer que jamás, jamás, jamás faltó en Cuba, en ningún momento de la historia de la república precomunista, la denuncia del mal, la protesta, la queja, que revelaban el verdadero anhelo del cubano de la República que quería una gran patria. Canalladas como esta de Alejo ayudan mucho a Castro, que justifica todos sus crímenes pintando un país que, según esa pintura, merecía ser destruido.
Creyentes en el poder redentor de la memoria, Baquero y Lydia languidecieron en su exilio-purgatorio, mientras Lezama comentaba amargamente que a él le había tocado ser el guardián de las cenizas de su familia. Ninguno de ellos había conseguido encajar la debacle, pero al menos Baquero conservó el sueño de una República, que habría de renacer algún día:
Ya vendrán otros tiempos. Quizás no estaremos corpóreamente en ellos, ni tú, ni yo, ni ninguno de cuantos hoy estamos al lado tuyo duplicando el amor al 20 de mayo. Pero de algún modo sí estaremos allí, estaremos en los tiempos del otro renacimiento de Cuba, porque nunca hemos dejado de sentirnos extranjeros dondequiera hayamos vivido y vivamos fuera de Cuba. Albert Camus lo expresó a la perfección: “Étranger, qui peut savoir ce que ce mot veut dire”. Y el sol nuestro de cada día, el Martí de exilios infinitos, dijo: “Ya tarde a casa vuelvo: ¿Casa dije? ¡no hay casa en tierra extraña!”. Somos extranjeros, a mucha honra, pero a mí en particular me duele que criollas como tú no puedan celebrar en Cuba el veinte de mayo de cada año y de todos los años, sea sobre o debajo de la tierra cubana, que es lo mismo.
Son palabras tristes, una vez comprobado que esa República sigue siendo un sueño pendiente. Y el exilio se deja sentir, como una vieja herida íntima, mientras traducimos completo ese mismo apunte de los Carnets de Camus que Baquero leyó en Madrid:
¿Qué significa este despertar repentino, en esta habitación oscura, con los sonidos de una ciudad repentinamente extraña? Y todo me es ajeno, todo, sin un ser mío, sin un lugar donde cerrar esta herida. ¿Qué estoy haciendo aquí, qué son estos seres, estas sonrisas? Yo no soy de aquí, tampoco de otro lado. Y el mundo no es más que un paisaje desconocido donde mi corazón ya no encuentra apoyo. Extranjero, ¿quién puede saber lo que esa palabra quiere decir?
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En 1954, Gustavo Pittaluga publicó en Cuba un curioso libro titulado Diálogos sobre el destino. En aquel repaso de la espiritualidad cubana, escrito con prosapia nietzscheana y las intuiciones filosóficas de la generación de Revista de Occidente, el intelectual español exiliado en la isla trataba de entender las causas de cierta deformación nacional.
Las creyó encontrar en una falta de esfuerzo y de heroísmo ascético, pecados de la República. El cubano prefería el errar, el dejar a la suerte sus asuntos esenciales. Ese errar del cubano sería un movimiento histórico característico de la sinergia de la existencia que no se identifica con lo propio en su viaje hacia el futuro. No puede haber destino cuando no se intenta corregir el riego del azar.
Hay en los Diálogos… el esbozo de una ética del esfuerzo para la autosuperación del sujeto nacional. Mientras que el discurso dominante del cubano era una narrativa de la independencia, su verdadera libertad se diluía en juegos narrativos. Era necesaria la práctica de la libertad, no los juegos de liberación.
Pittaluga entendió la necesidad del cuidado de sí, un modo por el cual la libertad del sujeto es efectiva a partir del autodisciplinamiento. El sujeto de la nación cubana había descuidado el esfuerzo y el heroísmo, dos cualidades de la autosuperación ante el destino: forma de conducirse y gobernarse ante el futuro. Todas estas tesis influyeron decisivamente en Lezama Lima.
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Quien hoy tratara de reescribir ese libro de Pittaluga, de precisar un futuro o dilucidar la triste e inobjetable decadencia cubana, debería empezar por refutar su “solución”. Esfuerzo y heroísmo tampoco han demostrado ser los pilares de nuestro destino. De hecho, el discurso castrista se apropió también de eso, como del diagnóstico de la falsa libertad republicana.
Hoy no hay muchos cubanos que puedan revolver lo que queda de ese discurso. De hecho, a casi ningún cubano le interesa hoy el destino del ser cubano. Nadie se hace ya las preguntas que se hicieron Lezama, Vitier, Pittaluga, Baquero o Lydia Cabrera. A casi nadie le importan hoy los dilemas de Orígenes, las preguntas de la gran cultura criolla o republicana. Eso es tierra arrasada.
Mi generación intelectual, la llamada “de los 80”, luchó para desvincular la cultura cubana de una noción de identidad, pero el resultado parece haber conducido a la fragmentación crítica más que a la creación de una obra inobjetable dentro de una tradición.
En cuanto a los jóvenes intelectuales que conozco, parecen más interesados en apuntarse a las cansinas reivindicaciones de raza y género que marcan estos tiempos, que en responder a la pregunta por el gran fracaso de la cultura cubana. Poca ética y mucho activismo, mucha queja inocua, mucha denuncia y deconstrucción de las masculinidades negras, pero una preocupante falta de pensamiento por los orígenes del gran fracaso que nos trajo hasta aquí. Con esos sujetos en constante deconstrucción se hace difícil imaginar un vuelco en la política nacional.
Los intelectuales del exilio nos fatigamos en una perpetua querella narcisista o un reporterismo repetitivo: el cíclico déjà vu de las miserias cotidianas del cubano. Pero, ¿cómo construir sobre esas ruinas? ¿Cómo ofrecer algo más que un diagnóstico de esta larga crisis?
Ahora que el Estado cubano ha legitimado sin disimulo la violencia como recurso político, ¿vamos a seguir tratando de convencer a medio mundo de lo evidente y reduciendo el discurso de la oposición a precarias reivindicaciones que no van más allá de una ilusión de libertad?
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Freud creía que toda cultura era el sofoco de los instintos más primarios del hombre. La cultura vive en perpetuo malestarporque la condición de su existencia es que el hombre se reprima, que mutile sus pulsiones básicas. Ese control de nuestra satisfacción inmediata coarta la libertad y la individualidad, generando sentimientos de frustración y culpa. Cualquier historia intelectual sería entonces la de un flirteo entre el placer de crear y la sorda insatisfacción que implica lo creado.
A diferencia de la cultura, la política no exige un antagonismo irreconciliable entre la civilización y las pulsiones agresivas, innatas en los individuos. A veces parece diseñada para dar rienda suelta a esos instintos y crear, al menos, la sensación de ser libres o de convivir en libertad. Otras, esos instintos conducen a la servidumbre voluntaria que se cifra en el nombre del tirano.
Este grosero esbozo didáctico —y la triste historia cubana de la que antes he entresacado algunos highlights— puede servirnos para entender por qué no hay que exigir a la cultura que cumpla con las deudas pendientes de la política.
Con la vista puesta en la libertad esencial que define lo humano, de poco sirven los intelectuales “comprometidos” o esos aburridos neomonjes de la doctrina woke, dedicados a explicarnos las raíces de todas las injusticias estructurales de cualquier sociedad.
También es cierto que, en las sociedades totalitarias, cuando la política se ha ido “estetizando” cada vez más, solo el grito instintivo o la pulsión animal podrán devolvernos aquella libertad sofocada.
© Imagen de portada: Foto de Gastón Baquero, dando una charla en 1944. Cortesía de Ernesto Hernández Busto.
Notas:
[1] Aprovecho para dar noticia de esta curiosa entrevista de Francisco Urondo a Lezama, no consignada en su bibliografía. Se publicó en una pequeña revista argentina, Artiempo, en diciembre de 1968.
[2] Vitier se refiere al sacerdote franciscano Miguel Ángel Loredo, no Laredo, condenado a 15 años de prisión en 1966 por esconder al ingeniero de vuelo Ángel María Betancourt, autor de un intento de secuestro de un avión de Cubana, durante el cual murió el piloto y resultó herido el copiloto. Betancourt logró escabullirse del avión y comenzó entonces la desenfrenada cacería del supuesto “asesino”. Testimonios posteriores han demostrado que Betancourt estuvo todo el tiempo controlado por la Seguridad del Estado, que conocía su paradero gracias a la labor de un agente infiltrado dentro de la iglesia, de nombre Gerardo Pérez, a quien reclutaran chantajeándolo con su homosexualidad.
[3] Ernesto Cardenal. En Cuba. Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé, 1972.
[4] Sobre el anticomunismo radical de Lydia Cabrera, bastaría este testimonio de su relación con los rusos blancos exiliados en París, incluida Alexandra Exter, de quien fue muy cercana: “Quizás si no hubiera sabido lo que era el bienaventurado comunismo, habría caído, como la mayoría de los cubanos, en la trampa fidelista. Fue tal la antipatía que me producían aquellas historias de crueldad y de barbarie, el terror de tantos infelices, que al enterarme de que un tío del Czar estaba en París y que existía un grupo que intentaba luchar por la liberación de Rusia quise trabajar con ellos. De lo que me disuadió espantada una amiga, Antonia Mercé, la Argentina, la genial bailarina española. He recordado muchas veces durante la tragedia de Cuba —que no me tomó de sorpresa—, cuanto le oía contar a Alexandra y Georgik. Con su acento ruso, en francés, solían decirme ‘L’Amerique Latine les intéresse beaucoup’ [América Latina les interesa mucho]. Y esto en el 1933” (entrevista con Lydia Cabrera, en Mariel, primavera de 1983).
La maldad y los poetas nacionales
Agustín Acosta y Nicolás Guillén: ambos eran “de provincia”, estudiaron Derecho, presumieron de antiyanquis, cultivaron eso que se llamó “poesía social” y vertieron bilis sobre Lezama y Orígenes.