La muñequita de cristal es uno de esos garitos tuxtlecos en cuyo patio una familia sirve todos los días y a cualquier hora al ocio local. Te venden carnes asadas, varios tipos de tamales y cervezas. Allí pasamos el mediodía mi amiga Marianela y yo, cotejando el mundo el viernes pasado.
Marianela, mexicana y activista de la duras, comenzó hablando del fuego que le abrió Rita Segato a Evo Morales y terminó con los fuegos artificiales rotulando “Viva Fidel” en el cielo durante la noche del aniversario de la fundación de La Habana: “vaya pánico”, repetía y se reía. Su carcajada sonaba interminable, de esas carcajadas que llegas a pensar son culpa de varias Coronitas, pero te das cuenta que no, porque bebía agua de horchata.
Mientras Marianela se terminaba sus carnitas y yo mi tamal de chipilín —aguas de horchata mediantes— recibí un WhatsApp de mi amigo Matt, estudiante de cine en UCLA, diciéndome que finalmente había visto Soy Cuba y que le había parecido a big pamphlet, más emoticono de carita riendo con ojo guiñado. Matt ha sido criado por padres pro-revolución cubana, pero confieso que mi recurrente cuestionamiento del peregrinaje político les ha removido su parecer.
De regreso a casa me alegraba responsablemente por haberle dicho a Matt en su día, al igual que a otros amigos, que Soy Cuba no es una buena película, sino una película que contó con un fotógrafo genial. Entonces recordé que Soy Cuba, dirigida por Mikhail Kalatozov y estrenada en 1964, cumple 55 años en 2019, y que a propósito de sus cincuenta yo había escrito un artículo.
En su ensayo Delenda est el ídolo (2012), la pensadora Marie-José Mondzain explica que el ídolo mismo no es más que el destino de una imagen presa en el flujo de la pasión. Mondzain aclara además que la idolatría es la adoración de un objeto a partir de las ilusiones que nos provoca: objeto al que veneramos gracias a lo que él venera. Por eso, cuando veneramos, erigimos lo sagrado.
Sin embargo, entronar ídolos entraña también saber ser iconoclasta en el momento preciso y con el calibre necesario. No solo para generar nuevas circunstancias con relación a intereses o pactos de fe determinados, sino para reanimar poderes y perpetuar su veneración.
Con dichas ideas comenzaba aquel artículo a propósito —que no dedicado— de los cincuenta años de Soy Cuba. Una película cuya realización, compartida entre Cuba y la URSS, atraviesa el deshielo negociado por Nikita Jruschov, el ambiente discordante entre La Habana y Moscú a raíz del pacto entre la Casa Blanca y el Kremlin durante la Crisis de los Misiles en 1962, y la llegada al poder de Leonid Brézhnev con su restauración del estalinismo en 1964.
Para el poeta soviético Konstantin Simonov, Soy Cuba era “un poema trágico en honor a la Revolución cubana”. Un poema que, como recalcaba el director del Instituto Cubano de Cine Alfredo Guevara el día del estreno, “debía ser cantado por los soviéticos, quienes se habían ganado el derecho a cantar en primera persona por haber estado con Cuba”.
Como he dicho en otras ocasiones, Soy Cuba debe verse como una película de peregrinaje político: como uno de los tantos objetos que satisfacen el entorno de veneración de la cultura de la imagen política de izquierdas.
Consabida es la relación de idolatría del peregrino político para con el lugar que visita. Relación cuasilibidinosa con respecto a Cuba: “la patria ideal”, en palabras de K. S. Karol.
Pese a esto, durante sus funciones diplomáticas en Francia, Alejo Carpentier arremete contra los cineastas peregrinos ante La Depéchê du Midi: “los cineastas extranjeros, los rusos en particular, se han dejado tentar por las posibilidades que les ofrecía Cuba, pero los resultados han sido mediocres”. Como advertía, venerar conlleva pertenencia; el objeto venerante-venerado pertenece al poder que lo crea y que representa; poder que se confiere la potestad para destruirlo cuando lo crea necesario.
Por eso, nada más estrenarse Soy Cuba, ídolo cuya función era recobrar la armonía perdida entre La Habana y Moscú a causa del desenlace de la Crisis de los Misiles, es víctima de la censura políticamente necesaria.
A la escena procesional de Soy Cuba, en la que se homenajea a Enrique, el universitario asesinado por la policía, le sigue otra en la que tres guerrilleros raídos y cansados son hechos prisioneros por el ejército batistiano. Un oficial les pregunta: “¿Dónde está Fidel?”. “Yo soy Fidel”, responde el primero. Subiendo el tono, el oficial repite la pregunta y vemos un primer plano al segundo prisionero respondiendo: “Yo soy Fidel”. Finalmente, en otro primerísimo plano, el tercer prisionero, un negrito, responde riendo a dentadura tendida: “Yo soy Fidel”.
Como indica Roger Caillois, máscara y miedo coexisten apareados. La máscara permite que coincidan en un mismo nivel el ocultamiento y la revelación de la imagen, a través de la cual se traduce, oculta y difunde el miedo. La máscara no habita ni esconde una ausencia determinada, sino que usurpa su lugar: reemplaza su presencia. Por eso la máscara violenta los límites engañando y ridiculizando a quien los pone.
En efecto, la risa del negrito activa en esta escena un tipo de enmascaramiento identitario que encubre otra identidad: la del líder.
La inversión de la vis cómica en esta representación de Kalatozov no conduce a la simple delimitación representacional del bien y del mal; aporta además un detalle esencial: es el negrito el único de los tres prisioneros que ríe. En boca del negrito la risa se vuelve caníbal: engulle al enemigo. El enmascaramiento burlesco potencia la ridiculización del enemigo.
Más que tratarse de un risa emancipatoria, se trata de la disposición del castigo que la solemnidad revolucionaria aplica a los calificados de inferiores, corrompidos o, en el mejor de los casos, inadaptados al sistema.
Dos escenas después, también en Soy Cuba, vemos a Alberto, el líder estudiantil universitario que va subiendo a la Sierra Maestra, aparecerse con arma de fuego y canana de balas en el bohío del campesino Mariano. Mientras Alberto come lo que le ofrece Mariano, surge entre ambos una discusión en torno a la violencia revolucionaria:
“Estas manos están hechas para trabajar la tierra, no para matar”, replica Mariano ante la idea de Alberto sobre la necesidad de la violencia para tener casas y escuelas para todos. Mariano termina echando a Alberto de su casa, e inmediatamente, la zona en la que viven con su familia es bombardeada, mueriendo uno de sus hijos.
Mariano decide sumarse al Ejército Rebelde, llega al campamento y se encuentra con Alberto, a quien pide un fusil y de quien recibe esta respuesta: “Tienes que ganártelo en el combate”. Respuesta pedagógica enmarcada por un detalle esencial: la sonrisa con la que Alberto encara a Mariano en tono de “ves Mariano, que yo tenía la razón”.
Finalmente, vemos a Mariano en el campo de batalla, solo, machete en mano, buscando entre la humareda de las explosiones un enemigo a quien matar y arrebatarle el fusil.
La sonrisita altanera de Alberto proyecta sobre Mariano la moraleja de “yo sabía que tú ibas a venir”. En ella se asienta un tipo de razón omnímoda de la que son portadores los intelectuales peregrinos: en la que arraigan, parafraseando Susan Sontag, su heroísmo de la visión.
Si alguien ha tenido la libertad de instruir con absolutismo el imaginario violento cubano, ha sido el peregrino: recordemos las tesis sobre la violencia revolucionaria de Régis Debray y las del suicidio de la ama de casa de Isabel Larguía y John Dumoulin, o la aquiescencia de Eduardo Galeano y Mario Benedetti para con la represión ejecutada por el Estado cubano durante la primavera de 2003.
Tal absolutismo intelectual ha impuesto determinadas formas y contenidos con los que recomponer la violencia, sublimándola sin importar su carácter emancipador o su índole represiva. Un absolutismo que ha instaurado además lo debidamente lícito y obligatoriamente practicable, incluyendo el valor del mimetismo victimario para con ello.
Dicha razón omnímoda también alude a la cosificación del líder guerrillero, fijando su mundo sobre esquemas narcisistas. Asunto que esclarece la perdurabilidad del sentido mítico del imaginario cubano revolucionario, desde la gestión de situaciones y representaciones de tardoperegrinaje como los documentales Comandante (2003) y Looking for Fidel (2004), realizados por Oliver Stone.
Oliver Stone y la pistola
En una escena de Comandante, Stone conversa con Castro mientras se desplazan en su automóvil blindado. Castro explica a Stone que, gracias a que ha sacado el fusil que siempre lleva en el suelo entre los asientos traseros del auto, es que él se ha podido sentar a su lado. Seguidamente, con sonrisa cómplice, Stone muestra a Castro su pistola enfundada y le pregunta si aún sabe usarla; Castro responde: “Tal vez me acuerde todavía”.
La pistola de Castro es el tipo de objeto a través del cual el peregrino evoca la gallardía: esa que sobrevive amplificándose como símbolo de concientización política y moral. Objeto sacro, la pistola supone la escalada “más real” que cualquier peregrino pueda desear; la pistola reproduce esa nostalgia inherente al cultivo de la verticalidad que tanto engolosina a la izquierda.
Entre el desinterés por su arma y el sarcasmo respecto a su uso, la también sonriente respuesta de Castro: “Tal vez me acuerde”, ilustra la problemática del resto y su revival a la sombra de dicha razón omnímoda. Me refiero a lo que queda de algo instituido como imprescindible. La presencia inerte del resto, nos dice Slavoj Žižek, lejos de obstaculizar la plena sumisión del sujeto al mandato ideológico, pasa a ser la condición misma de ello.
En esto radica el efecto placebo del símbolo: la presencia inerte del arma, es decir su abandono enfundado en el asiento trasero del automóvil de su dueño, denota una propiedad de relación entre credo y prosélito que parte de su condición de objeto museable; lo que entraña reconocer la fe que habita en ella.
Aunque consignada al desuso, el arma es el atributo que, junto a la barba y el uniforme verde olivo, representa la valía del líder que produce en Stone el efecto que como peregrino busca sentir. Cualquier objetivo planteado conlleva un deseo, tanto como este implica a su vez un sentimiento. Se trata de una variante de padecer emocional e impulsivo a partir de la cual Stone procura su contacto con el arma para mitigar su deseo, aunque ello lo comprometa a participar de la inercia conservada en ella.
Por tanto, si mitigar el deseo entraña positivizar la inercia, entonces tal carácter positivo resulta ser aquí una víctima del narcisismo heroico intelectual: de ese apego exclusivista hacia sí mismo, que se muestra a la vez intolerante con lo que no es como él o no se identifica con lo estipulado por él como identitario.
Pero lo fundamental ahora es la confidencia entre las risas narcisas de Alberto y Oliver Stone.
La risa de Alberto, o si se quiere la risita que se le va de las manos al director peregrino Mikhail Kalatozov, establece otro acto violento: Alberto, el hombre urbano e ilustrado, sonríe humillando a Mariano, el campesino bruto, restregándole en las narices su superioridad al poseer conciencia política y sentido histórico, dando por sentado que tiene que confiar en él. La risa de Stone, por su parte, se torna congraciante y presta asistencia a la íntima compenetración con el líder guerrillero.
De lo que se trata es de percibir cómo la interacción simbólica entre las risas de Alberto y Stone, es decir entre la risa del autóctono, intelectual, guerrillero, representado, y la del peregrino, intelectual, ansioso por ser guerrillero y representador, proporcionan una determinada omnitemporalidad cuya consecuencia esencial es la cohechura imaginaria de la razón omnímoda.
La fusión de estas risas en una, única y omnitemporal, resulta un atributo ascensional de carácter decisivo, puesto que encierra la escenificación de un tipo de moral y de justicia originarias pactadas entre el otro y el yo políticos. Una escenificación que, por sacar a la luz la vocación y avocación de ambos, los compromete con la creación de un plan único de la realidad de la sociedad: de su imaginario totalitario.
La risa del reo, la risa del terror
En la escena conversacional con un grupo de presos que intentaron secuestrar un avión para emigrar a Estados Unidos, representada en Looking for Fidel (2004), Fidel Castro pregunta a uno de ellos qué hacer para detener los secuestros de barcos y aviones con la intención de emigrar a Estados Unidos. El reo responde: “Para detener dichos intentos habría que eliminar de raíz to lo podrío”.
Apelando a la amigabilidad y coqueteando con la jerga, Castro nivela su modo expresivo al del reo y pregunta con risa sardónica: “¿Completo pá dónde, pá un basurero o pá qué lugar?” El reo le devuelve la risa, pero su tono más visceral, sin premeditación, convoca a los demás encausados a reír del mismo modo: todos se balancean sonriendo.
Encarna, tal acumulación de risas, la debilidad. La complicidad entre risas de los reos encubre la auténtica preocupación respecto a la condena por venir.
No obstante, algo de miedo reduce la risa; les facilita a los reos el tráfico de la no libertad a un tipo de libertad fugaz. La risa inscribe un paréntesis temporal, en el que los reos procuran un equilibrio de tensiones a través de esa “ventaja” idiosincrática que consiste en sacar el espíritu burlesco para defenderse de los desajustes sociales o enfrentar las inclemencias de la vida. Sin embargo, incluso profesando la fe que los unifica, las carcajadas de los reos figuran contenidas.
La risa impide a lo serio asegurarse el camino, llenándolo de ambivalencias y de dudas. Por eso la gravedad totalitaria no baja su vigilancia ante ella; por eso la unidad de los reos recibe ipso facto la faz del poder: Castro muestra un “cambio emocional”, regresa a su adustez intimidando, prohibiendo la carcajada coral de los reos.
Difundiéndose en forma de pánico, la risa de Castro vincula afectivamente a todos los presentes en la sala: a Stone, a los abogados de oficio, a los cuadros políticos, a los militares y a casi todos los reos.
Asistimos así, con esta representación, a un efímero intercambio de risas cuya gestión no es otra que favorecer las acciones venideras del poder. Una vez que Castro desplaza su risa identificatoria a la adustez y de ésta regresa a la sonrisa gallarda, la relación de los reos para con él se torna reacción mecánica. La liturgia colectiva se ve precipitada, los reos sienten que se opaca cualquier asomo de fe.
Dejando espacio a Sergej Averintsev, seguidor de los saberes bajtinianos, la risa de Castro es la del hombre que se ríe de una infamia de la que se sabe perfectamente capaz pero que no se permite cometer; la risa orgullosa de pensar que su decoro no sufriría mengua alguna de materializa dicha infamia.
La risa del hombre que peregrinos políticos como Kalatozov, Debray, Laguía o Stone creen elegido por las todopoderosas influencias, no solo sotanea para que se reconozca la reafirmación de su figura como entidad consustancial a la desolación del enemigo, sino que engravece el abismo entre soberano y gente de a pie, entre Estado y el pueblo (como repite Castro constantemente en Looking for Fidel). Cuestión que se revela irrevocable como convención e insuperable como trauma. Razón en la que se arraiga la risa totalitaria.
¿Qué tienen que ver la escena bufónica del negrito, la del campesino aleccionado, la de Stone hablando sobre armas con Castro y la de ambos conversando con los reos, con el momento de La muñequita de cristal, o sea, con la carcajada de Marianela a causa de la frase “Viva Fidel” chispeando en el cielo y el emoticono de Matt riéndose del big pamphlet Soy Cuba?
Todo confluye en el pánico que define las risas representadas: en ese terror que provoca la presencia de la divinidad, Castro.
El pánico es producto de la ansiedad, la angustia y el temor, por eso produce tanta vulnerabilidad: la del negrito que tiene que reír para encubrir lo que no puede denunciar puesto que de hacerlo será enjuiciado por traición; la del campesino que tiene que aceptar que el intelectual portador de la razón omnímoda se ría de él para obtener su pase a la toma de conciencia política; la de Stone, quien en su relación pedagógica con el líder le concede gestos sublimadores para conseguir hacer suyo su legado; la de los reos, quienes temen más represalias que las que ya viven; y la del líder, que no soporta que se burlen de él.
De emplear el pánico eficazmente, entonces se transforma en terror. Por eso, similar a lo que sucede entre la máscara y el miedo, el pánico y el terror fluyen matrimoniados: su implementación en Cuba los ha hecho sistémicos. Desde la cotidianidad, la sociedad rinde culto a la existencialización distinguiendo entre buenos y malos; edificando la identidad del terror sobre y para la discordia política entre amigos y enemigos.
Como consecuencia, el terror se manifiesta soberano: la autoridad de líderes como los hermanos Castro y de la cadena de cuadros políticos es la del terror; lo que quiere decir, no aprobar diferencias entre derecho y violencia.
Por eso digo que la risa totalitaria es cosa seria: “lo cubano revolucionario” ha hecho de ella un signo transnacional. De esto nace el pánico de Marianela, quien aunque no se decide a llamar dictador a Castro, sí me dice sentirse “horrorizada al ver que todavía después de muerto Castro le sigue birlando el cielo a los cubanos”.
La ansiedad política que transpira el pánico de Marianela se multiplica con las intenciones intelectuales y cinematográficas en Matt. Pues lo que podría significar para ella “la pérdida” de una historia se trastoca en él con la conversión de esta en panfleto, y no meramente por lo que se cuenta, sino por la manera en que se cuenta.
El pánico de Matt conlleva una proyección más dramática, porque en su registro personal el afecto peregrino se cultiva viajando imaginariamente al peregrinaje, sea por las stories que le cuentan sus padres o porque se decepciona de representaciones idolatradas, abatidas y rehabilitadas, como Soy Cuba.
La peregrinación al peregrinaje está más ligada a la melancolia que a la nostalgia. Jodi Dean recupera la disertación de la politóloga Wendy Brown respecto a la izquierda melancólica, precisando que tal estado de ánimo procede de la negación a admitir la realidad como explicación del fracaso.
En torno a esta resistencia a aceptar el fracaso, a obviar sus causas y excusar sus consecuencias para no injuriar lo sagrado, es que la risa totalitaria radicaliza su imaginario: su violencia se vuelve sardónica. Así se convierte, la risa de Castro, en el síntoma del Estado cubano.
Me refiero al sentido paradójico del concepto psicoanalítico de síntoma que reelabora Slavoj Žižek, explicándolo como una especie de parásito adherido que de ser eliminado las cosas podrían ir peor, puesto que se puede perder todo lo que se tiene, incluido lo que estaba amenazado pero no destruido por dicho síntoma.
De tal modo, aunque una parte significativa de la sociedad tenga claro que Castro ha sido el causante fundamental de la precariedad en que vive, aunque exista el convencimiento de que incluso después de muerto seguirá siendo el síntoma del malestar, el temor a erradicar el castrismo persiste, puesto que se piensa que de hacerlo, las cosas pueden ir a peor.