El 25 de mayo de 2011 yo estaba en La Habana, parada frente a la estatua de Juan Clemente Zenea. Alguien, detrás de la cámara, me hacía una foto.
Ese día, no solo era el cumpleaños de mi hermana, sino que estaba muriendo en México, de una neumonía, a los noventa y cuatro años, Leonora Carrington.
No pude hacer nada por ella, obvio, ni siquiera la conocía. Lo que guardo de ese día son las páginas de un diario y fotos subiendo por el Paseo del Prado.
Mientras Leonora Carrington agonizaba, nosotras, alegremente, montábamos leones.
Antes de acercarme a la obra de Leonora Carrington, ya soñaba con los perros blancos. Ya había coleccionado conejos imaginarios, carnívoros. Ya había cabalgado sobre los ocho leones de bronce del Paseo del Prado.
Lo juro. Fue después de su muerte que leí sus cuentos y me enamoré. Por ese entonces “La debutante”fue el cuento que me impactó. Quizás, el primero que leí.
Una mañana de mayo de 1934, la debutante, la niña del cuento, fue al zoológico de la ciudad a visitar a una hiena. Ya se conocían de antes. Ella le había enseñado a hablar en francés y la hiena le había enseñado su lenguaje.
En ese encuentro, juntas, hacen un plan para esa misma noche. La hiena se disfrazaría y suplantaría a la niña en una fiesta a la que esta no quería asistir. El cuento es corto.
Al final de la noche, fiesta terminada, la madre de la niña abre la puerta del cuarto de un sopetón. Irrumpe, gritando, que ese ser que la había suplantado, luego de arrancarse la cara y comérsela, había saltado por la ventana y desaparecido.
La imagen me dio tanta gracia como alegría y repelús. Me sentí cómoda allí. No fue precisamente lo que protagonizó la hiena lo que me impactó. Me pareció brutalmente natural. Acorde. Lo que me impactó, al parecer, fue el hecho contado. Visto desde fuera. La otredad. Los mundos paralelos. La niña vive en ese mundo.
Me impacta el sonido brusco. El límite forzado entre realidad y ficción. La incomodidad de las puertas y los límites. Los mundos contrapuestos de los sueños y la vigilia. Esa gran confusión reinante.
Luego, como todo, me olvidé de los cuentos y de lo demás. Hasta el día que volví a soñar. Tendrían que pasar años para que una noche, en medio de la fiebre y de una gran tormenta en la Isla de Normandy, por culpa de unas pastillas, bajara yo corriendo, dormida, las escaleras de un museo, y me estrellara otra vez. Para que volviera a acordarme, a través de un sueño, de Leonora Carrington.
La fiebre había empezado de regreso del jardín botánico. Mi amiga y su hijo enfermaron. En el trayecto hablamos de cosas atroces y cotidianas. No pasó nada más. Unos días después, me levanté enferma. Un fuerte estado gripal, un virus, una infección. Entonces empecé a tomar pastillas y los sueños comenzaron.
Leonora Carrington escribió el cuento “Conejos blancos”. Me lo leí porque Cortázar dijo que era uno de los mejores cuentos de la historia. Eso le dije a la muchacha frente a la pizzería, cuando me salió al paso y me mostró una foto de mi hermana muerta.
Nunca la había visto antes y allí estaba, abordándome, como salida de un sueño.
—¿Viste qué linda era? —dijo, poniéndome la foto sobre la cara—. Mira sus manos.
Las manos de mi hermana se agarraban de alguien. Inmediatamente se me inflamó el pecho, quedé muda, y caí.
Convulsioné. Quedé tendida sobre unas baldosas pequeñas y oscurecidas. Rotas. Miré hacia arriba y luces se entreveraron con la noche. Lloré. Lloré por mi hermana.
Duró apenas un minuto. Un minuto intenso.
Un siglo. Fulminante.
Me levanté. Una baldosa me cortó la mano al apoyarme y sangré. Quise seguir mi camino, pero arrastraba unas piernas enormes y pesadas.
Necesitaba cargar mi teléfono móvil. Comunicarme con la Sra. Laura y su esposo. Ellos me habían traído al museo y luego desaparecieron. Me habían dejado sola. Sospechaba que ya no iba a encontrarlos. Quizás se habían ido porque mis piernas eran enormes, pero inútiles.
Sé que demoré. Me quedé limpiando los baños del museo. Lo siento. Tenía que sacar basura. Detecto fácilmente la basura en todas partes, por eso me llaman.
Si subí al tercer piso, fue porque era mi horario. Siempre lo hago.
Abajo, entre los visitantes, pude ver a un hombre que no paraba de hablar, aunque no se le oía la voz, y dos jóvenes escritoras se burlaban de él frente a una ventana. Hablaron de un vestido Chanel, y casi bailaban.
Miré al hombre que hablaba, antes de subir. A su alrededor había cuatro o cinco personas, más bien antiguas. El hombre estaba viejo y demacrado. Tenía un bastón. Me recordó a mi abuelo, pero no lo era. Quizás me recordó una foto de mi abuelo. Es cierto que demoré.
El salón del museo era enorme. Los pisos, relucientes. Parecía una pista de aterrizaje. Creo que parecía un túnel y un tubo de ensayo. La luz se reflejaba de manera inusual, cegadora. Las personas y las ventanas se repetían hacia abajo, hasta fundirse en sus propias sombras. Hasta el infinito.
Me sentí perdida. Siempre me siento perdida.
Había un solo cuadro, pequeño, colgado en la pared, que me pareció triste y sin gracia. Estaba firmado por alguien llamado Artista. Me pregunté si sería hombre o mujer. Si Artista estaría junto a los otros en el salón o estaría ya muerto. Si sería su nombre de nacimiento o un apodo que se había o le habían colocado.
Las pocas personas presentes desfilaban alabando el cuadro. Emitían esa especie de rezo corto y similar antes de fotografiarse junto a una Obra. Hacía tanto que veía lo mismo, que yo misma había aprendido a rezar.
Bajé corriendo por las escaleras cuando vi que la Sra. Laura se alejaba por el pasillo. Iba discutiendo fuertemente con su marido. No pude escuchar, solo vi el movimiento de las manos.
Me invadió el terror de que me dejaran. Empecé a correr escaleras abajo. Tuve la sensación de que las escaleras no terminaban nunca.
Bajaba, bajaba, bajaba. Casi llegando al hall, me pregunté por qué no soltaba las bolsas que traía en las manos, por qué los tres pisos se multiplicaban.
Me caí. choqué contra mi propia imagen. Irreconocible.
Me levanté cuando alguien dijo: “Te escogieron para que seas la encargada de llevarte a los conejos”.
Parecía un supervisor. Una raza que detesto.
Las bolsas estaban llenas de conejos. Los conejos no son basura. Lázaro, el del cuento de Carrington, que también se parecía a mi abuelo, permanecía de perfil con una bata roja cerca de la ventana. En la misma posición de siempre. Se mantuvo en silencio.
La voz del supervisor brotaba en eco por las paredes. Entendí lo que debíamos hacer.
Antes de hacerlo, recogí todos los conejos que pude y salí corriendo a la calle. Caminé unas cuadras y apareció esta chica con la foto de mi hermana. Me fulminó, me caí, me levanté, seguí corriendo.
Cuando llegué a un parqueo desolado, vi el auto con las luces prendidas. La Sra. Laura y su esposo seguían discutiendo. Me quedé parada y supe que no me iban a dejar subir con tanta bolsa y tanto conejo. Que el auto era nuevo. Que lo estaban pagando. Que no se permitían animales. Y, mucho menos, carnívoros. Un cartel lo dejaba claro: “Ni animales, ni sueños, ni extranjeros. STOP”.
Exhausta, opté por desplomarme.
Decenas de conejos empezaron a correr en estampida. No supe controlar los límites. La foto de mi hermana me la puse entre los dientes, y corrí. Éramos demasiados. Éramos confundidos.
Me despertaron los mensajes, la luz y mi perro. El teléfono funcionaba. Abrí los ojos y me acordé de la fiebre, la tormenta, las pastillas.
Hice lo de siempre. Torpe, me senté en la cama y empecé a escribirlo todo. Antes, vi un anuncio que decía: “Solo pagamos crónica y opinión, la ficción no se paga. Recuerde”.
Preferí seguir mi camino torpe. Empezaba a amanecer.
Por su parte, Eduardo Constantini, un empresario argentino, fundador del museo de Arte Latino Americano de Buenos Aires, se compró en mayo de 2024 la obra de Leonora Carrington: “Les distractions de Dagobert”.
Estaba muy despierto cuando lo hizo. Dicen que pagó por ella, en la subasta, 28.5 millones de dólares. Dicen que la oferta la hizo por teléfono. Dicen que esto colocó a Carrington por encima de otros surrealistas como Max Ernst, con el que tuvo una relación, y Salvador Dalí. Pero esa parte ya no me interesa tanto.

Estoy mirando la obra. “Las distracciones de Dagoberto”, ¿right? Me parece preciosa. Siento euforia frente a ella. Hay algo que no me cierra.
Qué número tan millonario para esa hermosa distracción. Parecen cosas irreconciliables. Estoy pensando una opinión. Por ejemplo, que nunca he conocido ni quisiera conocer a alguien que tenga 28.5 millones de dólares para comprar un cuadro. Para comprar los sueños. Eso me parece surrealista. Pero esto es solo una opinión muy personal. Insustentable, tal vez. ¿Estoy despierta o estás soñando?
Tengo que agregar que el párrafo en el que afirmo que “Las distracciones de Dagoberto” fueron subastadas, y el precio que se pagó por ellas, no lo pude inventar yo, lo copié y pegué directamente de Internet. Es un dato irrelevante. Cotizado. Que como no asistí a la subasta, ni conozco a Constantini, yo no sabía.
Es difícil para mí escribir como escriben los varones. “Los barones del verbo”, así suelo llamarlos. Esto es tan solo un título nobiliario, lo demás sí es mío. La foto sobre el león, el sueño, las pastillas, los conejos, el golpe de la puerta, las bolsas de basura, la euforia producida por una imagen, el estertor. La admiración enorme por Leonora Carrington.
Opino que no tengo que “sociologizar” el impulso. Ni estar atada al filo de la noticia.
Tengo hambre, se me nota, ya lo sé.

Cómo resistir a un dictador
La líder opositora Svetlana Tijanóvskaya analiza la oposición democrática de Bielorrusia y lo que necesita para ganar.