1.
Por pura coincidencia (esas coincidencias en las que los origenistas nunca creyeron), he estado leyendo a Fina García Marruz durante este mes en que se cumplen dos años de su muerte. Leyendo unas cartas suyas (lamentablemente inéditas) a Julián Orbón, que prueban una amistad larga e intensa, llena de emociones y remordimientos, llena también de esos ramalazos de inteligencia con que Fina parece siempre asomarse a los bordes, desde el sublime rigor de una sensibilidad que parece agrandarse con el tiempo.
Vean, por ejemplo, este sueño neorrealista que le cuenta a su amigo en enero de 1962:
Soñé con un lugar abierto en que daba un sol muy fuerte que se veía el polvo. Por un camino largo veía venir a una mujer delgada vestida de negro que en el sueño era Ana Magnani. Era un rostro apasionado y sufriente que sin embargo no había perdido (era lo impresionante) la fe en la vida, que le era fiel, que uno sabía que iba a aceptar de nuevo la alegría, aunque ʻconociendoʼ. Todo esto lo pensé en un momento y le dije a Cintio: ʻMira, así siempre me imaginé a la Magnani, una mujer enlutada a la que da un rayo de solʼ (perdonen la literatura neorrealista, pero es que los sueños tienen la novelería de aceptar los últimos estilos, ya no les gusta ser surrealistas).
Entonces se acercó más y no era en realidad la Magnani, sino Tangui. Cuando la vimos nos dio una alegría insensata, le dimos un gran abrazo y le preguntamos: ʻPero entonces ¿esto es México?ʼ Ella nos miró muy rara y no nos dijo nada. ʻ¿Y Julián?ʼ ʻ—Está allíʼ. Y nos señaló una casa blanca de dos pisos, igual que la de Samuel en Cienfuegos, aunque con balcón de hierro corrido. Tú estabas en los altos. Entonces yo salí corriendo porque oía el pianito tuyo, estudiando, eran lecciones, una cosa con ese ʻdesgranadito Mozartʼ, como nos contaste una vez tú que tocabas en tu casa cuando vinieron a verla los milicianos y tú no te movías. Pero cuando iba por la escalera le dije a Cintio: si subimos es que estamos soñando, porque estamos en la Habana: vamos a coger el tranvía (era un tren): no podemos subir porque entonces sería de mentira, estaría mal. (En el sueño era como transgredir una ley natural, ir contra lo que se mandaba, estar ya muertos) ʻmejor vámonosʼ. Pero yo tenía ganas de verte y salí, corriendo por las escaleras. Tú seguías tocando y tenías la misma cara que cuando te conocí, creo que todavía más niño. Cintio te dijo: ¡Julián! Pero tú no volvías la cabeza, seguías tocando pero con una sonrisa muy rara, con mucha dulzura, pero a la vez de un modo muy distante. Yo te abracé, viniendo por detrás, y pensaba ʻHermano, hermano mío!ʼ Pero tú no volvías la cabeza, nada más que te sonreía y seguías tocando. Y yo sentía que todo era así, tan raro, porque habíamos hecho mal, porque habíamos hecho como una trampa, porque habíamos ʻdobladoʼ a México cuando estábamos en La Habana, y me dio mucho miedo. Entonces me desperté.
Bueno, creo que no hay que ir como el faraón egipcio, a José, para descifrar ese sueño de tan sencilla explicación: que quiero mucho verlos y como es imposible, pasó todo eso. (Tangui: no dejes a Julián sacar simbologías del traje negro tuyo. Sonríanse que es solo un ʻgolpe de efectoʼ del mal artista nocturno. Aparte que, al menos en el sueño, ʻmorir es salúʼ como decía una negra cocinera).
2.
Llegué a estas cartas por Lezama, claro. En ese sentido, no me fueron muy útiles.
Hay varias referencias, sí, y una de esas frases citables para cualquier biógrafo (“Con Lezama estuvimos la otra noche. Hablamos de ustedes, como siempre. Él está bien, cuando alguien le pregunta cómo está, dice ʻBien porque estoy sufriendo muchoʼ. Lezama será de los últimos hombres que queden que dirá una frase en su lecho de muerte. Ahora la gente sufre en seco, es lo moderno, sin un lujo retórico, sin esa pobre fiesta de la frase”), pero lo realmente impactante fue la descripción melancólica de un ambiente espiritual, el de aquellas tertulias en lo que Lezama bautizara como el “Palacio Orbón”, donde se fraguó una parte importante de la estética origenista, vanguardia sin vanguardismo.
A veces se olvida la importancia que tuvo la música para aquel grupo de amigos, las cosas que se alcanzaron en la música, intuiciones que son equiparables, o a veces superiores, a las de la poesía.
Dejo aquí un breve resumen de aquel programa, de aquello que todos los amigos de Orbón perdieron cuando él salió de Cuba sin regreso:
Le dices a Cintio, Julián, que les hable de Uds a los niños. ¿Es que acaso ellos ignoran algo de Uds, que no le hemos hecho mil veces los cuentos de las noches del Retablo, de la noche en que nacieron los jimaguas, del día de mi santo que Julián me trajo (de un modo tan gracioso, pues parecía que cargaba una bandeja de dulces) el álbum de Orfeo, de las mil veces que te oímos la Guantanamera con los versos de Martí, de Beto y Juan Puntilla, y “Triste estaba el Rey David”, de nuestro fabuloso Son de la loma, y del modo como cantaba Tangui “¿Cómo quieres que una luz…?” Todos esos cuentos y mil más, los de las noches en que nos reunimos con Rey [de la Torre] en tu casa y en Arroyo, la tarde en que tocó a Rodrigo y a Bach y no le dijimos nada y tocó “Qué bonitos ojos tienes…” y rompimos en aplausos y en felicitaciones, todo eso y mil cuentos más, como el de la noche del homenaje de Bauta, se los hemos contado mil veces. Tantas, que Sergio mi hijo me dijo una vez: “Mamá, si yo nunca voy a poder conocerlos, preferiría que no me contaras nada de eso”. Tanto, Julián, que hubiera podido aprender contigo, nada más que de verte tocar cualquier cosa! Mil veces le he explicado la forma en que lo hacías, sin lograr comunicárselo. En cuanto a Rey, ya imaginarás que es su dios. Discute como un endemoniado si alguien le saca a otro guitarrista. Me ha puesto no sé cuántas veces una parte del disco de Uds que dice que Rey la hace mejor que Segovia. Imagínate por ahí lo que disfrutaría de oírlo, como pudimos nosotros, en tu casa, de estar con ustedes. Ni él ni nosotros podremos comprender jamás que los extraños oigan tu música, que es mil veces nuestra y sólo nuestra, y nosotros no la vayamos a oír nunca. Tienes que encontrar alguna forma de hacérnosla llegar.
Con aquel exilio, se perdió también la música de Orígenes. Se quedaron sin sus partituras, sin poder oír en su país —hasta la década de los 90—, eso que tanto había significado para ellos. Sin mucho acceso, tampoco, a las grabaciones que Orbón empezó a hacer fuera.
Hay otra carta, del mismo 59, en que Fina le reprocha a Orbón su (justo) orgullo por las buenas críticas que ha recibido su Cuarteto de Cuerdas en Chicago. Son como unos celos, porque para “la familia de Orígenes” la música de Orbón era como un festín privado, de la que ellos eran los destinatarios ideales. Cuando digo “la música” me refiero no sólo a las composiciones del propio Orbón, sino a las cosas que él les tocaba y a la manera en que lo hacía.
Existen, quién sabe dónde estarán, algunos casetes que él les envió a Cintio y Fina para complacer aquella nostalgia irredenta de otro tiempo. En abril de 1981, por ejemplo, al recibir uno de esos casetes, Fina le escribe lo siguiente:
¡Ay, Juliancho, qué decirte de lo que fue para nosotros volver a oír tu voz y tu piano! ¡Cuánto lo amamos, Dios mío, las lágrimas no nos dejaban oírlo bien, lo oía y lo recordaba a la vez, y te abrazábamos oyéndolo, y abrazábamos nuestra vida, el nacimiento de nuestros hijos, que celebrábamos en el Palacio Orbón, abrazábamos a Lezama y todo lo que hemos sufrido y perdido todos, y todo lo que teníamos ahí cerca de nuevo! ¿Sabes que ni siquiera tu voz misma allí era más fuerte que el recuerdo de la primera vez que cantaste la Guantanamera con versos de Martí? Tan fuertemente se quedó impresa la voz tuya cantándola en el oído, que lo que estaba oyendo lo oía dos veces, y me recordabas a ti mismo, aunque recuerdo que siempre empezabas por “Si quieren que de un joyero”, aunque ahora comprendo que los primeros versos, que repites, se llenen para ti de una emoción mayor.
Mil veces les he contado a mis hijos cómo cantabas tú eso, no con ese modo como se machaca el estribillo por ahí, como si se siguiera el ritmo de una palmada monótona, sino con acentos que cambiaban de la primera a la penúltima sílaba, y la dejaban estremecientes, como la flecha cuando da en el blanco y no entonándola, como con una melodía hace un tenor, que la coge y la desliza, sino lejanizándola, como cantabas el “Ay, Melisenda” del Retablo, o la parte que me explicaste —cuando yo te pregunté por qué daba esa sensación de cosa lejana… que la partitura decía: “Hondas lejanías”. Yo reencontré ese tono cuando empezaste con la “Guacanayara” (porque sé que la petición del “casette” te cogió de improviso), y luego ¡qué emoción inmensa! con “Sabaneando”, como cuando volviste de Venezuela con la guitarrita aquella pequeña y cantabas, rajando la voz, con el modo de emisión popular venezolano, las “Celestiales” —¿por qué Tangui no cantó el Gavilán pau pau, o el Polo margariteño? ¡Mil veces les he dicho a mis hijos que no lo han oído en la vida —y eso que aquí lo cantó la hija de Violeta Parra— si no se lo oyeron a ustedes! ¡Cómo que le quitó de la letra lo de la inefable poesía porque eso de “la inmensa aristocracia” les parecía clasista! ¡Una cosa que inventó el pueblo, los pescadores de la isla, los que saben que eso no tiene nada que ver con la clase social o el dinero sino que es como “la inmensa minoría” de Juan Ramón, la de los mejores, casi siempre humildes, la del regante granadino o el mecánico de Moguer! ¿Sabes que me dio una alegría tan grande oírte las sevillanas que por la noche tenía ya sueño, y no me quería dormir, para recordar un rato más cómo las cantaste? Y luego “Que de noche lo mataron al Caballero…” y “¡Viene de Panamá!”, que es “la alegría de la juventud” de que habla la misa, toda la alegría y todos los reencuentros! ¿Y qué pasó que no nos grabaste “Cuando Mahoma venía”, “Cómo quieres que una luz”, ni el Son de la loma, ni la nana asturiana con que dormí a mis hijos, ni “Ya se murió el burro”, ni “Cercada estaba Baeza”, ni “¡Vengan, vengan a ver vuesas mercedes!”, aunque sea un pedacito, del Retablo? ¡Ah, que ya la oiremos, para saltar de alegría! Mi hijo José, que es muy sensible pero nada sentimental, oyó la casette en casa de Yita y ella me dijo que nunca lo había visto antes conmovido en una forma igual. Todavía por la noche, cuando hablé con él por teléfono, le temblaba la voz, y me decía que había sido para él muy importante oírlo, y eso que él sabía que “era sólo una franja del tesoro”, y que había sido como un encuentro que necesitaba y que le hizo un bien extraordinario entre su vida y lo que fue la nuestra. A veces, Julián, tu piano me recordaba el suyo. La Partita, él se la sabe de memoria, igual que Sergio —o más— y las Cantigas, porque Sergio es un músico muy distinto a José —oye como de una vez y para siempre— y José paladea, como nosotros, aunque lo coja todo en su raíz, desde la primera vez. ¿Sabes que la grabación de la “casette” no es mejor —creo— que la nuestra? O así me pareció al oírla esta vez; me recordaba dos cosas: la parte esa que tanto te gustaba del cuarteto de Beethoven que tú me decías que eran unos pocos instantes únicos de música absolutamente pura, yo tuve oyendo la tuya esa misma sensación extasiada —y, en otros momentos, el movimiento de las Variaciones sinfónicas tuyas que tiene como de los melismas árabes, que tanto nos gusta. ¿Y sabes de lo que me di cuenta, de pronto? Que había relación entre ese modo tuyo de cantar lo popular acentuando una nota y dejándola vibrar con sonidos como intermedios, como cuando se pulsa hondo una cuerda en la guitarra, y los esdrújulos del Ismaelillo de Martí —que adoró el mundo árabe y que le dijo “árabe” a su hijo —y al que más quiso de los hijos de Mercado—, el “pequeñuelo de ojos árabes”. No me había dado cuenta de eso hasta oírte de nuevo.
3.
En abril de 1960, la CIA detectaba las primeras pugnas entre las filas de los funcionarios del recién estrenado Ministerio de Relaciones Exteriores. Uno de ellos, Francisco (Paco) Chavarry Anduriz, antiguo miembro del M-26-7 y hombre probado en lides heroicas, era por entonces subsecretario técnico del MINREX.
Pasaron unos meses y a finales de 1960 Paco Chavarry cayó en desgracia, y lo mandaron de director de la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional, donde se hizo muy amigo de varios miembros del grupo Orígenes: Cintio Vitier, Eliseo Diego, Fina García Marruz. El 1 de noviembre de 1961, esta última le escribe a su amigo Julián Orbón:
No sé si te he hablado de un amigo nuestro que se nos ha convertido en menos de un año de amistad en una de esas compañías ya irrenunciables para toda la vida. Es jefe del departamento en que trabajamos, fue coordinador del 26 y un muchacho espléndido, de una valentía, de una inteligencia, de una gracia de persona increíbles. A él le hemos hablado cientos de veces de ti y ya te conoce casi como nosotros; de ti y de Tangui, y de sus hermanos, del caso de Juanito, —¿qué es de él?—, del proceso de ustedes, de lo que los llevó a irse, de todo. Él es muy amigo de Roa, con quien por cierto, últimamente, por diversos motivos familiares, hemos estado muy en contacto, y nos ha dicho que sería perfectamente hacedero que vinieras por un mes, por ejemplo, para vernos, para que tu música se conociera aquí, y todo eso nos tiene, como comprenderás ya arrebatados. El problema sería allá. Pero he sabido de personas que van y vienen, catedráticos, como el hijo de Manuel Pedro [González] y él mismo, periodistas, e incluso particulares como Chela [Graciela Trujillo, esposa de Sergio García Marruz, vivía en EE. UU.], que viene a fin de año a ver a su hijo, y con quien, por cierto, me gustaría que me enviases tu pieza para guitarra para que Sergito [Vitier] la tocase. ¿No podrías averiguar si eso es posible? No sé si Uds mismos, a pesar del deseo de vernos, querrán venir. Pero ¿por qué no? No tienen que renegar de nada, ni convertirse al marxismo para venir, del mismo modo que estando al margen de la política de allá e incluso rechazándola, viven allá. Stravinsky, ¿no fue a la Unión Soviética? ¿Quién no entiende que la amistad, que el país en que se nació o vivió lo mejor de la vida, son causas suficientes para dar y permitir dar un viaje? El asunto sería averiguar qué implicaciones podría tener allá todo eso: aquí no habría problema. Los músicos jóvenes hablan de ti con un respeto enorme: Leo Brouwer, Angulo, ni hablar, a pesar de que creo que salió disparado de tu casa, habla de ti y se conmueve todavía profundamente. En cuanto a Ardévol, que sí no es precisamente un adepto tuyo, no tiene ahora la fuerza ni el poder de antes. De Blanco, no sé, pero sería lo de menos. Si nada más hicieras un gesto, nos pondríamos en movimiento enseguida. No quiero ni soñarlo, no me atrevo a pensar lo que sería oírte y verte de nuevo.
Orbón debe haber leído aquello con asombro y horror. Sabemos que nunca más volvió a pisar Cuba, y sus opiniones sobre el régimen castrista están claras en algún ensayo de los setenta: profesó un anticomunismo radical, que le venía de sus experiencias de niño durante la revuelta de los mineros de Asturias y en la Guerra Civil, donde unos milicianos se llevaron a su tío y lo mataron (al parecer delante suyo; o, en otras versiones, vejaron su cuerpo en la calle delante del niño Orbón).
Pero la ironía de esta historia es que aquel hombre mencionado por Fina, Paco Chavarry, que tanto hizo por los archivos cubanos, tan amigo de los origenistas, a los que siempre trató de “jalar” para el bando de la Revolución, al que Eliseo incluso le entregó el manuscrito de su Libro de las maravillas de Boloña y Reinaldo Arenas le dedicó El palacio de las blanquísimas mofetas, terminó preso por una supuesta conspiración prochina. (Padilla dice, en cambio, que “Fidel lo mandó a la cárcel por la furia que le producían sus comentarios críticos”).
No conozco bien los detalles (ojalá alguien sepa más de su caso y pueda ilustrarme), pero se dice que cumplió su pena en condiciones bastante duras.
Imaginemos, por un momento, que Orbón le hubiera hecho caso a Fina, y hubiera regresado a la isla bajo esa “sombrilla” institucional, y que su posible valedor luego lo hubiese arrastrado en su caída, como les pasó a Cintio y a Fina, cuya posición en la Biblioteca Nacional se vio cuestionada por el nuevo director de la institución, Luis Suardíaz, a principios de los 70. Habría sido el fin, un puntillazo definitivo para el músico.
Chavarry, por cierto, terminó en el exilio. El 13 de abril del 81, en otra de esas cartas a Orbón, lamentablemente inéditas, Fina le escribe a su amigo músico: “¿Ya conocieron a Paco Chavarry? Tienen que conocerlo. Nosotros lo amamos mucho, y ustedes lo amarán también. ¡Cuánto tenemos que decirnos!”
Supongo que habrá alguna moraleja que sacar de toda esta historia.
Historia de la transexualidad: las raíces de la revolución actual
Por Susan Stryker
“Romper la unidad forzada de sexo y género, aumentando al mismo tiempo el alcance de las vidas habitables, tiene que ser un objetivo central del feminismo y de otras formas de activismo por la justicia social”.