Dios ha muerto, dicen que Friedrich Nietzsche lo ha matado. Que su tufillo divino apesta más que mi propio cuerpo. Es un tufo que va más allá de una región y alcanza ciudades, provincias enteras.
Dios ha muerto y no ha tenido un entierro común. Dios ha muerto y nadie improvisó una fosa. Dios ha muerto y, si ha muerto, ¿no existe? Que Dios haya muerto no es una cosa sencilla. Ha muerto, con él, el mundo de su creación. Se ha desvanecido el cosmos de sus valores.
Amos y siervos. De eso tratan las relaciones, Friedrich Nietzsche. Y me pregunto, ¿si el cristianismo es la prueba tácita del triunfo de la moral de los segundos, el comunismo debe ser una transmutación de esas ideas? Un hijo deforme.
La democracia, Friedrich Nietzsche, es el lugar donde confluyen ambas morales, la aristocrática y judeocristiana. O sea, lo complejo de las relaciones económicas en la antigua Roma condujo a su desmoronamiento. Y, como consecuencia, triunfó el cristianismo. ¿Quién sabe?
Debo estar hablando de estas cosas porque estábamos en Navidad. Debo estar hablando de estas cosas porque tengo una nueva cualidad que me hace conversar con Friedrich Nietzsche, quien, a diferencia de Dios, no ha muerto.
¡Miren cómo pasan la Navidad los famosos! Y se ve a Nicole Kidman a los pies de un árbol lleno de bombillos en colores. Mariah Carey también adora al árbol que, según la economía, así será el tamaño. A ambos lados, están su esposo y sus retoños. Shakira se va al desierto y, junto a sus dos hijos, aparece en un retrato con un halcón domesticado. Y yo hablo con Gilles Deleuze.
—Hay algo perverso en el hecho de domesticar a los animales. El hombre experimenta su poderío sobre el reino animal. Las mascotas son el juguete donde pone a prueba su humanidad.
Deleuze no me responde.
Las fechas de fin de año para los japoneses son como San Valentín. El comienzo del nuevo año se dedica a la familia. Y Dios no es Dios para los japoneses. Pero los cristianos creen que Dios vive. Que ni Friedrich Nietzsche, ni legiones completas, lo han matado.
Lo importante es la fe. Como el amor, uno se puede enamorar más de la idea. Lo peor, en este caso, es enamorarse de la idea de otro y creer que es propia. Los japoneses adoran a sus propios dioses orientales. Los griegos tenían a los suyos. Y los romanos, a otros.
Pero ahora los japoneses se apropiaron de la decoración del alumbramiento occidental. Todo comenzó por un pollo gringo. El Kentucky Fried Chicken incrementó las colas para celebrar el nacimiento del niño Jesús, que no tiene apellido ni ascendencia asiáticos.
Las mujeres occidentales se colocan el velo, mientras las iraníes mueren a causa de él. Y los negros cubanos crearon el sincretismo como forma de resistencia a la colonización española.
Yukio Mishima despreciaba la influencia del turismo sobre su cultura. El KFC entró en la vida de los japoneses a principio de los 80. Yukio Mishima escribió Patriotismo y se atravesó el abdomen en 1970.
—Yo sueño con el Pabellón de oro —le digo.
Un claro de luna enfría el suelo y me congela la sangre.
—Es el de Ludwig van Beethoven —me dice Yukio Mishima con una sonrisa que apenas deja ver sus dientes.
Veo su cabeza dentro del círculo enorme de la luna llena. Como en la carátula de un disco de pasta.
Mi tía María Luisa es el único recuerdo que tengo de la Navidad de mi infancia. Como vive aislada, pudo conservar sus tradiciones cristianas. Tenía escondido el árbol que encendía todos los inviernos.
Debo tener fiebre. Puede que esté delirando. Me pareció escuchar una historia escalofriante cuando me subieron a la camilla.
¿Cómo fue que terminé allí, en el hospital Faustino Pérez? En ese lugar tan lúgubre. Con cuasi cucarachas en las habitaciones. Decían que eran acompañantes, pero trabajaban como enfermeras, y las enfermeras hacían visitas de médicos y los médicos parecían turistas.
Había cucarachas de todos los tamaños y con todo tipo de síntomas. La gente corría de un lado a otro. Cuchicheaban al oído de los enfermos, que eran por momentos los enfermeros también.
Alojado en las losas del techo de la Dirección, había un panal de abejas, que descendían desde la luz fría del techo. Una de ellas me picó y sentí que todo mi cuerpo se estremecía. Que me estaba convirtiendo en la salida final de las abejas que morían después de clavarme su aguijón.
Pedí auxilio y el personal sanitario argumentó “que no estaba autorizado a exterminar a la reina”. Una respuesta completamente absurda.
Ya estaban los resultados de la primera autopsia de un fallecido a causa de la peste. En efecto, describe esa misma extraña protuberancia que hizo parecer loco a Camilo y la ubica en el hemisferio derecho del cerebro. No daban detalles científicos, pero sí narraron lo que pasó: “una mujer joven en un acto de extrema violencia comenzó a arañar los rostros de los médicos”.
Aseguraba “que los estaba liberando de sus máscaras”.
Camilo, bajo presión, admitió haber ahorcado a su madre, Dalia Sosa, por ser incapaz de controlar su lengua. Puede que Dalia Sosa, con sus chantajes, haya llegado más lejos aún aquel día o simplemente fue la peste. Camilo repetía que en el cerebro de su madre había una protuberancia.
Uno de los médicos del Faustino Pérez, el jefe de la Sala-R, terminó con la vida de la mujer joven cuando esta se abalanzó hacia su cara con la finalidad de desenmascararlo. Dicen que la ahorcó con saña, con la manguera del suero de dextrosa.
Fue un espectáculo monstruoso, delante de todos los enfermos. Y peor aún, no pudieron controlarlo hasta que comenzó a halar la lengua de la mujer. No sé con qué intenciones, pero puedo imaginarlas. ¿Qué habrá sido de él?
Yo no tengo ninguno de esos síntomas. Por esa razón también descarto la peste. Desde que estoy aquí solo puedo hacer una cosa: recordar. Como no tengo información nueva, paso muchas horas meditando.
Debo evitar el tedio. El tedio me hará caer en la zombificación o la hiperactividad. No necesito ninguno de los tres. La meditación me deja la mente en blanco. Me resetea. Es curioso cómo no siento otra hambre que la de saber. Otra sed que la del conocimiento. Entender qué me sucedió realmente. Cómo fue que llegué hasta aquí.
Si al menos yo pudiera creer en Dios, en la idea que otros tienen de él, o en los otros dioses que se han mezclado, me tranquilizaría saber que este continuo fluir de mis propias ideas, si es que estas existen, no son más que la forma en que me comunico con Dios.
Y, como Dios es todo amor, que se cumpla su voluntad, porque no soy más que un mero juguete del destino. Pero como soy atea, no creo en el destino, sino en el camino. Como un viaje en tren, en uno de esos trenes rápidos.
Debo creer que destino es algo más que enfermedad. La palabra enfermedad es la negación de la cualidad fuerte. Si admito que estoy enferma y que mi enfermedad es terminal, entonces será la muerte. La cuestión radica en creerse inmortal para morir tranquilo. Creerse inmortal, cansa. Parece una paradoja, pero la vida en sí misma encierra esta gran contradicción.
Escuché a mis padres discutir con los médicos. Especialmente papá, alzaba la voz y su tono era frenético. Decía que mi estado era crítico. Que debía estar en una sala de terapia. Yo no podía abrir los ojos. Mi padre me gritaba al oído:
—¡Mailina, abre los ojos!
Mamá, al amanecer, me limpió las secreciones. Finalmente pude abrir los ojos. Pero mi visión estaba nublada. Solo veía formas, bultos sin definición.
Yunier, al inyectarme antisicóticos, introdujo mi glucosa en una olla de presión que reventó dentro de mis ojos. Para mi desgracia, esto provocó hipersensibilidad en mis sentidos auditivos. Lo escuchaba todo, hasta en los tonos bajos.
¿Cómo alguien puede confiar en estos médicos? ¿En sus blancos disfraces? Ellos no inspiran pureza ni perfección. No son limpios ni inocentes.
Sigo sin entender. Por cada nuevo cuestionamiento sale una nueva ampolla. Cada recuerdo nuevo es una herida más grande que la del vientre de Yukio Mishima.
Mi cuerpo lo expresa con transparencia. Esto me hace feliz. Que el dolor tenga forma. Las ampollas son como una especie de desahogo. El pus, las lágrimas de mis heridas que empiezan a tener voluntad propia.
Nadie podrá dudar que sufro. Nadie podrá esperar de mí otra cosa que tristeza. No volveré a ser malinterpretada. Uno no lucra con su dolor, porque el dolor no tiene valor alguno.
No compraré un árbol de plástico para celebrar el alumbramiento de Jesús. No esperen de mí el púlpito. Me cansé de los aplausos de un público que se prostituye. De aquellos que en nombre de la justicia ensalzan la compasión, el auxilio, la paciencia, la humildad. Los sumisos no heredarán la Tierra.
Orgullo, competencia, ni autonomía serán pecados. Pobre no será sinónimo de santo ni amigo. Permaneceré siendo un espíritu libre.
© Imagen de portada: Lynn Cruz en Carwitz, Alemania, por Miguel Coyula.
Un circo macabro
Hay muchas maneras de contar la misma historia: desafiarme a mí misma, porque todos los caminos me conducirán a la peste.