Strong Enough

Sobre ser usada, yo podría escribir un libro.
Cher.

He empezado a descargar música desde una plataforma llamada BitLord. Lo más importante de todo es tener la paciencia necesaria para no sobrecargar al sistema y evitar un bloqueo indeseado. Una canción puede descargarse con eficiencia si pones amor en ello. Una recopilación entera puede descargarse con eficiencia si pones amor e inteligencia en ello. De acuerdo a la hora del día será mayor el porcentaje de amor o de inteligencia que uno deberá poner al descargar canciones o recopilaciones. Llevo más de tres horas decidiendo cuál canción descargaré primero. Como cualquier persona con un gusto ecléctico a la cual le gustan canciones diferentes. Yo ni siquiera ambiciono canciones, lo mío son las recopilaciones y los discos originales completos. La gente suele hacer una lista de canciones para cada situación y no hay nada que yo soporte menos.

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Hay una gran relación entre una lista de canciones y la experiencia personal de quien la hace. Así como entre las preguntas y el modo en que las respondo. Me encanta responder preguntas embarazosas. Me encanta embarazarme con preguntas como ¿ya leíste a fulana de tal? Las preguntas por escrito son una delicia, soy capaz de aprendérmelas de memoria y recitarlas en una entrevista de trabajo como respuesta a esa entrevista. 

Básicamente nuestra forma de comunicación desde que estamos fuera de nuestros países es solo tecnológica y social. Me afecta, nos afecta. Hace tiempo que no le escribo a personas que tienen un vínculo conmigo extraliterario. La razón es que sospecho de esa realidad que nos unía porque ya no la capto igual. Ahora todo depende de una red, de una conexión. Es triste y monstruosamente interesante. 

Uno de los exponentes de la más intransigente poesía contemporánea se conecta, y yo puedo saber, entonces, que es real. Sus afinidades alcanzan una evaluación de diez porque él y yo estamos conectados. La anécdota literaria que hay en ello, más allá de narrativa, llega a ser poética. Breve historia para decirte que una vez mordido el anzuelo, no hay salvación posible. 

Escribo con satisfacción a través del filtro de una red social. No envío a concursos mis diarios personales mecanografiados a máquina de escribir, sino que, Georgia mediante, forman parte de documentos adjuntos que atraviesan geografías en menos de diez segundos, si la Wifi funciona bien. 

Mi próximo libro, que será escrito como una sinfonía y rindiendo homenaje a la literatura de un país escrita fuera de ese país, comenzará con una frase que dice: Lo que nos une es un link. El libro amenazará con estar disponible al mes siguiente de ser publicado y se venderá de manera online bajo el sello editorial Casa Vacía. Los lectores introducirán los datos de sus tarjetas de crédito y podrán acceder al texto si así lo quieren. Un compendio foráneo llamado Transtucé. A falta de una palabra que nombre eso desconocido que empieza a formar parte de mi propia historia
tendré que suponer un nombre más allá de un idioma. El idioma de la tecnología, más amplio, más abstracto, más concreto, logrará hidratar cada uno de mis mensajes. 

A veces pienso que ya no escribo poemas o textos narrativos, sino mensajes. Y eso es, sin duda, mucho más importante. Envío mensajes fuera de mí. Mi huella digital sobre un botón es la llave a mi cuenta bancaria, en cero. Una huella ineficaz para un botón ideal. Debería escribir una canción. Debería escribir una canción de amor. Debería escribir una canción de amor y desengaño. 

Todos los días, por ejemplo, me llaman por teléfono a las diez de la mañana y me preguntan si mi nombre es Rafael. Como mi nombre no es Rafael, me tomo la molestia de contestarles que no, que mi nombre no es Rafael. Me siguen hablando a mí, Rafael, para convencerme de acceder a una deliciosa cobertura médica. Yo vuelvo a decirles que no, que mi nombre no es Rafael, y que no quiero acceder a ninguna cobertura deliciosa. Continúan refiriéndose al Rafael que soy yo, aunque nunca haya sido Rafael. Utilizan unos términos de convencimiento que se acercan a términos de ventaja, para no decir de manipulación. 

A las diez de la mañana empieza la fiesta de Rafael. ¿Eres o no Rafael? Porque si no lo eres deberías serlo. Y yo que no, que mi nombre no es Rafael. Se disculpan aceptando que ha habido un error. Que me piden mil disculpas. Mil perdones. Un millón de disculpas. Lo sentimos tanto. Que acaban de darse cuenta de que, en efecto, mi nombre no es Rafael, sino otro, pero que, en última instancia, la cobertura médica sigue siendo una opción deliciosa para mí. Dado el caso de que no tuviera otras opciones debería aproximarme a una. 

Son las diez de la mañana. La gata se ha acostado sobre mi pecho, el pecho de alguien que no es Rafael, teniendo en cuenta que estoy echada en un sofá, y me mira como si de todos modos me llamara Rafael. Miro a la gata a sus ojos, dos círculos amarillos de día y dos circunferencias negras de noche. Le digo con la mirada que no, que yo no soy Rafael. Es mi gata desde que tiene más o menos tres semanas, es la única que puede estar segura de mí. La cargo suavemente y la devuelvo a su saco. No me gusta Rafael. No me llamo Rafael. Nunca seré Rafael. Como me siga mirando así, tendré que deshacerme de ella. 

Antes de tener la gata trabajé en el circuito sur de la ciudad. Con una licra negra me cubría las piernas. Con un abrigo rojo me cubría los brazos. Debajo del abrigo usaba un pulóver rojo, muy masculino y ancho. Eso me hacía parecer un niño. Me cubría las piernas, me cubría los brazos, intencionalmente. 

Iba en bicicleta al trabajo. La bicicleta celeste más femenina del circuito sur. Al doblar por la 14 y tomar la 17 ya sabía que los conductores se quedarían mirando. El freno de pedal funcionaba bien. Con tal precisión que a veces permanecía en vilo, presionando el pie derecho, sintiendo la tensión de la cadena, exquisita. Durante aquellos meses llegué a usar tres pares de tenis distintos. 

Un día dejé de hacerlo. Dejé de cubrir mis piernas. Me puse un pantalón corto, negro, como la licra, pero corto y con bolsillos. 

La primera cocinera que me vio no pudo quitar la vista, maleducada. La segunda cocinera, lo mismo. El hombre que limpiaba los salones tampoco pudo quitar la vista. Se hizo un coro de cajeras, cocineras, limpiapisos y clientes frente a mí. Es un hecho que a la gente no le gusta ver heridas. Son solo dos quemaduras que se extienden por las piernas, los tobillos y los muslos. Quemaduras a relieve, como en las películas. Pero qué se le va a hacer. Los brazos también dejé de cubrírmelos. 

Desde las 6 de la tarde hasta las 5 de la mañana permanecía de pie, moviéndome en mi estación, o yendo de la estación a los refrigeradores, y de los refrigeradores al almacén, y del almacén otra vez a la estación. Tanto movimiento es más fácil sin abrigos, sin obstáculos. El trabajo físico agota al cuerpo. A la mente no la agota, solo la suprime. 

Por eso lo más fácil, lo mejor, es comer flores. Las flores siempre caen bien. A veces, si la flor huele muy fuerte, es mejor no comérsela. El olor da la medida de su intensidad. Al menos yo prefiero meterme en la boca cosas pequeñas y leves. Es por eso que no voy a restaurantes, ni a cafeterías, ni a pizzerías, ni a panaderías, ni a churrasquerías, ni a ferias de comida, ni al Festival de la Carne, ni al Festival de la Hamburguesa. Tampoco fui, siendo adolescente, al Festival de la Juventud. Se trataba de un Festival en el que participaba la juventud, los estudiantes. Pero la verdad es que participaba, además, otro tipo de personajes, un concepto más abstracto.

Prefiero las librerías y mi rincón en mi cuarto. Y caminar un rato por las mañanas, y arrancar cualquier flor y comérmela. Después de arrancar la primera, ya no puedo detenerme. La acera por donde voy es un sendero de polen. Wells Fargo, ese banco de Mayami en el que tengo una cuenta, se ve a lo lejos como un asilo. Parezco más vieja de lo que soy porque siempre estoy pensando. No me gusta ir al asilo. 

Hay dos mexicanos parados en las cajas automáticas. O tal vez son hondureños, o salvadoreños, no estoy segura. Venezolanos no son, porque los venezolanos no andan por ahí vestidos de constructores, con arena en los zapatos y cemento en el cabello. Tienen que ser mexicanos. Yo también quiero depositar dinero en mi tarjeta. Quiero depositar tres mil dólares, pero solo tengo cien y un sobregiro de treinta y cinco. Meto la tarjeta y recuerdo la sensación de la primera flor en mi boca. Deslizándose así: una tarjeta magnética por una ranura estrecha. 

Los mexicanos atraviesan el parqueo y me miran como a una loca. A veces me quedan restos de flor en las comisuras. Americanos no son, porque los americanos que andan en pareja o parados frente a cajas automáticas suelen encontrarse en el distrito siguiente, el distrito financiero. Tienen que ser mexicanos. 

Es por eso que casi nunca voy a las cajas de Wells Fargo. Porque al salir de Wells Fargo veo unas flores violetas, esmirriadas y débiles, que no tienen buen sabor. Nunca me las he comido pero sé bien a qué saben. El viento las bate y se las lleva. Flores así, que el viento bate y se lleva, saben a otra cosa. 

Mi lista de canciones, dado el caso de que la velocidad en la aplicación continúe como hasta ahora, lenta y torpe, es la siguiente: una de Cher, una de Elza Soares, y una de Glen Gould. Ojo, he decidido descargar tres canciones cada vez. Cada vez, si pienso en ellas como un campo magnético, es uno. Pero puede multiplicarse. La razón por la que quiero pasarme la noche oyendo a Glen Gould es porque he planificado comenzar la lectura de El malogrado, una novela de Thomas Bernhard, a las 6:17 a.m.

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Esta sería mi sexta novela leída en mi lista de novelas leídas de Thomas Bernhard. La canción de Elza Soares se llama “La mujer del fin del mundo”. En el video se ve a la cantante interpretando una obra maestra sobre una silla, rígida y maquillada. El escenario parece en realidad el fin del mundo. Me pregunto cuál será la sensación que experimentaré cuando empiece a descargar la pieza de Elza Soares en contraposición a la pieza de Glen Gould. La canción de Cher será la primera porque con esa canción, cuando yo era niña, recibí mi primer beso. 

poesía cubana Legna Rodríguez Iglesias

Poetry garage

Legna Rodríguez Iglesias

La poesía cubana es un producto que también participa en festivales, y los festivales son orgías económicas con caras de corderitos.