La primera vez que leí a Jean-Luc Nancy (1940-2021) fue en 2015, mas no fue hasta mediados de 2016 que quedé filosófica y emocionalmente conmovida.
Conmovida, conmovida. Nunca utilizo el adjetivo “conmovida” y ahora ha aparecido así no más.
Igual no puedo negar que desde 2015 sus textos estaban calando en mí. Recuerdo que, para un ensayo que yo escribía sobre exilio y ontología, me conmovió la sutileza con que este autor —casi nuevo para mí en aquel entonces— se retrotraía al prefijo ex para explicarnos el sentido de apertura que tiene el exilio en sí. En La existencia exiliada escribió:
“Se trata entonces de pensar el exilio, no como algo que sobreviene a lo propio, ni en relación con lo propio —como un alejamiento con vistas a un regreso o sobre el fondo de un regreso imposible—, sino como la dimensión misma de lo propio. De ahí que no se trate del ‘estar en exilio dentro de sí mismo’, sino ser sí mismo un exilio […]. El ex es contemporáneo de todo ‘yo’, en tanto que tal”.
Cuando lo leí me parecía que, de alguna manera, me lo estaba diciendo a mí. Que, entre tema y tema, me ayudaba a pensar el exilio tanto en su dimensión filosófica como en su dimensión personal. El exilio en tanto tema sobre el que investigo y el exilio en tanto cosa que padezco. Porque irse del país de origen o del país que se ama —y aún más—, irse de un país como Cuba, siempre es y será un exilio.
De esta forma, Nancy me ayudó a darle forma y estructura teórica a ciertas intuiciones que ya me rondaban: el exilio no se reduce a una cuestión política, sino que es una parte esencial de lo que implica ser un ente humano. Exilio y existencia comparten el mismo prefijo y se vuelven conceptos hermanos.
No hay forma de existir sin estar exiliado y no hay exilio sin existencia. En general, no hay nada en el mundo que parezca ajeno al prefijo ex porque ex, precisamente, es estar fuera o dejar de ser.
Esto me llevó a concebir mi propia existencia como exiliada, lo cual debo reconocer, ha sido mi posicionamiento vital, la forma de entenderme en relación con lo otro —y los otros—. La forma, también, de entender lo que escribo: múltiples Amandas entrando y saliendo de múltiples textos. También ayudó a quitarme esa idea sentimental preestablecida del exilio. Ya no me diluyo en extrañar melancólicamente lo que hice o lo que fui. Más bien lo miro desde la extrañeza donde, una vez más, vemos que prevalece el prefijo ex.
En 2016 leí Corpus y El intruso. A mi preocupación sobre una ontología del exilio se le unió el interés por el exilio de los propios órganos. En ambos textos Nancy reflexiona, filosóficamente, sobre lo que significó someterse a un trasplante de corazón: cómo el cuerpo mismo necesita asimilar el nuevo órgano, objeto o artefacto implantado. Por eso la idea de intruso: intruso en tanto no se asimile como parte originaria de uno y viceversa.
¿Pero, alguna vez llegamos a concebirlos de forma contraria?
¿Alguna vez dejan de ser intrusos?
¿Cuándo somos, nosotros, los intrusos?
Esas son preguntas fundamentales a las cuales no responderé en este Pinky Filosofía, pero que necesariamente llevan a pensar en cómo existe una aceptación psicológica —tanto de la pérdida como de la aceptación de un nuevo órgano— y una orgánica que pertenece, propiamente y valga la redundancia, a los órganos.
En ese momento me conmovió la relación entre existencia, exilio y extrañeza. Me conmovió porque todo en mí comenzó a transitar por un proceso de extrañeza en el cual lo otro se me volvía desconocido, observable, experimentable. Porque en la extrañeza está, precisamente, el deseo de conocer, de sentir, de comprender quizás. Incluso, en Física, utilizan este término para explicar los procesos de creación y degradación de ciertas partículas.
Esa sensación de extrañeza de todo en mí incluía la extrañeza de cada uno de mis órganos en relación conmigo. A mí también me han operado. Me han extirpado órganos. Asimismo, hay múltiples cosas que he incluido en mí de forma orgánica, corporal y, por tanto, sicológica. Cada una de estas cosas, a su vez, responden a procesos de extrañeza conmigo, luego se adecúan y luego se salen, se exilian de mí, o yo las exilio.
A ello se sumó mi preocupación por las existencias y la corporalidad virtuales. ¿Una ontología del exilio incluye también las formas en las que se puede este experimentar virtualmente? ¿Podemos pensar en nosotros mismos, también, como existencias virtuales? ¿Cómo se manifiesta el prefijo ex en la virtualidad?
Esos temas se volvieron mis temas.
Al principio no los compartía con nadie. Los experimentaba y me “extrañaba” solitariamente. Luego, fui incluyendo a ciertas personas para que recorrieran conmigo el camino del extrañamiento. Personas que también se volvían extrañas a mí y yo a ellas. Esto provocó algo hermoso: el reconocimiento.
Poco a poco me sentí menos insegura a la hora de escribir, ya formalmente, sobre tales cuestiones. Primero redacté algunos artículos cortos. Después, di algunas conferencias. A eso sumo los seminarios que he impartido en las universidades donde he trabajado en el pasado y en este momento. Actualmente, he podido escribir capítulos de libros o textos bastante largos. También he contactado a otros investigadores que me han enseñado mucho.
Ahora estos temas me acompañan diariamente. Ya no son “esos”. No son intrusos.
Por momentos siento que rozo la obsesión. Después me doy cuenta de que no es nada raro que piense tanto en algo, pues es sinónimo de mi desconocimiento y, a su vez, de mis ganas de saber más. De entender más.
Otra cosa bonita ocurrió. De repente, un día, me di cuenta de que hacía más de diez años había escrito cuentos sobre ese hacia afuera de la existencia y del exilio; igual sobre la virtualidad. Los había olvidado y, al releerlos, esa extrañeza ante mí misma reapareció. Pude responderle en voz alta a Amanda y decirle; tienes razón en esto, te equivocaste en esto, tal propuesta era una buena intuición, mira Amanda en lo que se convirtió la virtualidad ahora…
El martes murió Nancy. Conozco a personas que lo conocieron. He estado en Francia varias veces. Dos de ellas fui, incluso, a estudiar. Por lo que comenta una compañera, Nancy era una persona muy amable y accesible. No hubiese sido difícil contactarlo, escribirle, irlo a visitar. Nunca lo hice. A pesar de lo mucho que me gustan sus libros, nunca lo hice. A pesar de que he contactado a una veintena de profesores, nunca lo contacté a él. Quizás porque no soy una especialista en su obra, ni tampoco lo he leído de manera sistematizada o con fines estrictamente académicos.
¿Qué le iba a decir yo a Jean-Luc Nancy?
¿Qué le iba a decir, si justo hoy es que vuelvo a la extrañeza de mí misma y me doy cuenta de lo importante que ha sido su obra para mí?
E incluso, si continuara vivo, ¿qué podría decirle?
¿Qué podría decirle?
La muerte de una perra
Hace una semana vi a una perra morir. Más bien, la murieron.