Ampliaciones del campo de batalla

Mi generación jamás ha formado parte (voluntariamente) de ninguna gesta. Mi generación creció degenerada, torcida por fuerza y miseria del Periodo Especial, esa marca de nacimiento. Ni siquiera nos parecemos a la estampa torcida de “hombre nuevo” que fracasó con nuestros padres: somos, acaso, hijos de un país tachado que nos fagocita mientras se consume en su propia entropía, con esa desgracia que, ya lo sabemos, arrastran todos los procesos irreversibles…

Para mí es común llegar tarde a todo, y nada extraño que la noche del 27 de noviembre, mientras cientos de personas reclamaban sus derechos frente al Ministerio de Cultura, yo estuviera transparentado por una ebriedad pueril, demasiado vergonzosa para contarlo ahora. El hecho es que estaba como beodo y a cien leguas del mundo; nada pude hacer para levantar el peso de esa torre. No puede ser parte del suceso, y me conformé con caer otra vez en el estercolero de las redes sociales. Seguí la manifestación entre incrédulo y alucinado.

Días antes, estuve pendiente del desenlace de la huelga de hambre de algunos miembros del Movimiento San Isidro. Aunque siempre me he considerado un tipo demasiado cínico como para conectar profundamente con algo que exceda mi mundo interior, por alguna razón, digamos, telúrica, se produjo un enlace maravilloso entre la resistencia espiritual de esos jóvenes y mi apatía somática. Estuve horas preocupado por la posibilidad de una resolución fatal, ya fuera por el agotamiento de los huelguistas o por la fuerza bárbara de la piara verde olivo.

Finalmente ocurrió lo segundo, y es susurro nacional toda la secuencia de azar concurrente y opereta bufa que dinamitó una resistencia a punto de convertirse en símbolo y encender, luego de años de esterilidad civil masiva, el cirio que marca las bifurcaciones. Aunque, de cierta forma, lo hizo.

Los miembros del Movimiento San Isidro; los artistas, periodistas y activistas del 27N unidos bajo las mismas demandas frente al Ministerio de Cultura, son la exteriorización de un proceso endógeno —quizá tardío, pero legítimo— originado por el malestar subterráneo de varias generaciones y que, desde ese instante, es claramente sintomático. La manifestación pública, abierta y frontal, es la vía posible que encuentran quienes disienten, para alcanzar de una vez esa manipulada libertad plena del hombre. En ocasiones, ser disidente es un ejercicio solitario que requiere una convicción hondísima para no quebrarse en el aislamiento. Todo eso contra un enemigo que jamás ofrece la posibilidad de elegir, ni otorga el privilegio de equivocarse.

Debemos entender que el derecho a la libre expresión y las demandas asociadas constituyen un problema para el gobierno cubano simplemente porque este no acepta un diálogo donde la contraparte lleva ventaja. Para mantener su posición, el Estado, en nombre del bienestar de una mayoría no constatable más allá del juego de apariencias, despliega el asedio y la caza contra quienes se le oponen. La represión sistemática intenta marginar a los disidentes y difamarlos frente a la opinión pública. Los trata como delincuentes y los acusa de mercenarios pagados por los Estados Unidos. ese discurso que apela siempre a la fraseología viciada de los primeros años de la Revolución y que, incomprensiblemente, todavía fertiliza el imaginario del pueblo cubano.

Esta narrativa que presenta al gobierno estadounidense como patrocinador persigue un fin específico: deslegitimar cualquier movimiento popular y sus reclamos. El calificativo “mercenario” se hunde por su propia connotación, y arrastra a su significante. Desde la victoria en Girón y la humillación bélica, el pueblo rechaza la naturaleza cambiable y corrompida del mercenario. Esa idea está ahí, basta con tocar los botones correctos para encender la alarma con una sola palabra.

Cuba, como nación, no se entiende sin la parábola del enemigo. Estados Unidos es, para bien y para mal, maleficio y alivio. Como toda alegoría, una parte no puede explicarse sin la relación apasionada con la otra, ese dulce placer entre el amor y el espanto. Sin un agente provocador, el mito de la Revolución caería aún más en el vacío de su retórica. La leyenda donde se anuncia que es “invencible”, solo adquiere sentido sobre el cuerpo del vencido. A fin de cuentas, sin Goliat, ¿a quién lanzaría David la honda?

Los medios de comunicación saben eso. Y esta vez fueron rápidos para entender, primero, que en esta guerra, como en cualquiera, vale todo; y luego, que se trata de una guerra de desgaste. Por eso respondieron con fuerza súbita, provocadora, a lo que ellos mismos habían definido como “provocación”; hicieron un espectáculo para emular aquello que habían llamado “reality show”. El montaje mediático, demoledor, logró el objetivo: apagar la llama velada de San Isidro y el 27N con el viento frío que sopla del norte y que tanto beneficia al poder en Cuba, porque sustenta su narrativa del derecho a la resistencia.

Todos sabemos lo que vino después: escarnio público, difamaciones; videos de gente bailando, fotos, fotos de comprobantes y fotos de pomos de agua; “golpe blando”, “mafia”, “terroristas”; Humberto López y Lázaro Manuel Alonso apuñalando con fervor templario el pecho de sus hermanos, en nombre de toda Cuba.

En un tuit del 29 de noviembre, el presidente Miguel Díaz-Canel escribió: “No admitimos injerencias, provocaciones ni manipulaciones. Nuestro pueblo tiene todo el valor y la moral para sostener una pelea por el corazón de Cuba”. Tres líneas que abren un cisma entre cubanos afines al gobierno y cubanos que lo enfrentan, y anima con esa “pelea” el cainismo tan propicio y tan propio de esta isla. En ese mismo tuit puede leerse: “[…] se equivocaron de país, se equivocaron de historia y se equivocaron de cuerpos armados”.

Y uno se queda pensando en la naturaleza ambigua de este sintagma: “cuerpos armados”.

Lo sucedido a finales de aquel noviembre dejó algunas certezas: ahora estamos seguros de que la Revolución abraza solo a sus acólitos, jamás a quienes se preguntan —aunque sea sin malicia, aunque sea a veces— si esto es, todavía, una Revolución.

Aquel 27 de noviembre, frente al Ministerio de Cultura, al final de la tarde y a medio camino de esa noche, más de trescientos jóvenes quedaron huérfanos. Y Cuba, y “el pueblo”, y toda esa maquinaria de discursos chovinistas, se permitieron el falso lujo de perderlos.

Y como el ardor de los condenados apunta siempre hacia los límites, luego de dos meses de persecuciones, arrestos domiciliarios y detenciones arbitrarias a artistas y activistas, los mismos que pidieron un diálogo a manos juntas con los funcionarios del Ministerio de Cultura repitieron —lamentablemente, en un número mucho más reducido y muy fácil de neutralizar— la osadía de presentarse en el mismo escenario de sus lamentaciones.

La nueva protesta de este 27 de enero fue la reacción adversa a un diálogo imposible, simplemente porque el poder institucional, socorrido por el Estado, no pretende ni le conviene ceder a las demandas de quienes son, según el discurso oficial, simples “provocadores”. Las exigencias fueron las mismas: el cese del hostigamiento a los artistas, la supresión de la censura y el reconocimiento del arte independiente.

Después de un par de horas de cerco policial e intentos frustrados de comunicación entre los de adentro y los de afuera, finalmente el ministro Alpidio Alonso salió a enfrentarse con los manifestantes en plena calle, acompañado por una cohorte ministerial fogosa y dispuesta a echar una pelea contra los “demonios”. Quedará en el anecdotario de la picaresca insular el publicitado manotazo del ministro, su visión corta y su escaso tacto para maniobrar en escenarios adversos.

Más allá de la crítica, hay que entender a todos los Alpidios y Fernandos de este país. Cada cual vuela como puede. Los sesentones no hacen revoluciones, las mantienen para conservar sus privilegios: el carro con combustible todo el mes, el celular llenito de saldo y datos móviles, la felicidad de las mañanas en la oficina, mientras toman café y piropean a empleadas veinteañeras…

De hecho, el espectáculo del 27 de enero, visto desde el sofá, da cierta grima. Pensemos que los funcionarios se encontraron con esa resistencia así, de repente, y fue como caer en un partido de béisbol sin un guante en la mano. Hicieron lo que podían para detener la bola: lanzar manotazos.

(Y en el mismo revuelo solariego de zarpas y empujones —cuentan—, iban y venían aquellos cánticos viejos para la novedad de hoy… “¡Viva Fidel!”, vivas y vivas y vivas; ¡Pin-Pon-Fuera!; ¡Que se vayan!; vivas que vivan los vivas, vivas, vivas de los vividores que viven del gusano roedor… La turba de corifeos escondía sus mantos verde olivo, pero quedaban al descubierto por la magnífica sincronización de sus coros… ¡Eran ellos! Esos “cuerpos armados” que habitualmente responden con melodías y golpes azules al ímpetu de los manifestantes).

La protesta del pasado 27 de enero fue una notificación tras la ausencia de acuses de recibo. Esta vez no sucedería nada más (sobraba el karateylos bombochíes), porque la posición del 27N quedó debilitada debido a la ingenuidad con que manejaron su momento álgido de aquel noviembre. En lo adelante, les quedará dos opciones: negociar en desventaja ante un poder que otorgará, acaso, concesiones menores, o continuar con las protestas sistemáticas para enfrentar al poder con el cuerpo musculoso del arte, y continuar resistiendo los repuntes represivos de la Seguridad del Estado, esa maquinaria hábil para procesar y empaquetar “provocadores”.

Pero, cabal, cabal, hay algo que el gobierno no entiende: a los manifestantes del 27N, los miembros del Movimiento San Isidro y los activistas y periodistas independientes que están dando esta batalla, ya no les queda nada que perder: les han ido quitando todo. Después de varias detenciones, arrestos domiciliarios, asedio y actos de repudio, incluso la libertad se transfigura en mariposa relativa.

Quienes se unen e identifican con el 27N y el Movimiento San Isidro son jóvenes cuyo pensamiento libre, voluntad transformadora y ejercicio crítico provocó la ira de un gobierno que, como todo régimen autoritario, jamás perdona a los irreverentes. En este instante, lo que para unos es una lucha por perpetuar el poder, para otros se trata de subsistir en un ecosistema político adverso que los margina y les impide integrarse. Paradójicamente, la Revolución crea e instruye a sus propios “enemigos”.

Si el Movimiento San Isidro no es una organización estructurada, si la heterogeneidad de los miembros del grupo impide concretar una línea de pensamiento único, si no tienen un líder definido ni plan de acción ni programa político, no se entiende que el gobierno le tema. Ese temor a ser desnudado solo evidencia la vergüenza de un cuerpo terrible. El gobierno cubano es un celador obeso con el ojo maldito del califa Vathek: fulmina a quien lo enoja. Sin embargo, necesita esa confrontación para mantenerse vigoroso, necesita engrandecer su epopeya con pequeñas victorias para hacer perdurable su epos.

El verdadero peligro —lo sabe el gobierno— no está en las manifestaciones, las huelgas de hambre o los vandalismos vulgares. Si algo debe temer el Estado, es a la posibilidad futura de que las diferentes facciones de la sociedad civil se organicen bajo demandas comunes, con respaldo popular, y creen un programa político y social cuyo punto de partida sea la transición pacífica hacia la democracia mediante el diálogo.

La batalla marcada aquel 27 de noviembre del año más infame que hemos vivido, es la primera gesta auténtica de mi generación y, por deber, encontrará otra vez la fuerza allí donde la Revolución hace tiempo no fija su esencia: entre la mayoría fatigada y silenciosa que incuba un pensamiento impredecible. En un país que desaparece todos los días, la tierra invade a la tierra.




Phineas Gage

Phineas Gage y la actual condición mental de Estados Unidos

Enrique Del Risco

La sociedad norteamericana no debería actuar como si nada hubiera pasado, como si lo ocurrido no afectara todos los ámbitos de convivencia. Como si esa barra no hubiera atravesado el órgano que determina nuestra capacidad de entendernos a nosotros mismos y a los demás. Como si fuera normal convivir en perpetua guerra civil virtual.