Texto leído en la presentación del autor en la pasada FIL de La Habana.
(Traducción del francés: Gastón Sironi)
Estoy sentado frente al público. Pronuncio estas palabras al micrófono. Mi voz suena en la sala.
¿Se oye bien atrás?
Algunas personas han decidido llegarse hasta aquí para escucharme. Soy un autor canadiense, invitado a la 26.ª edición de la Feria Internacional del Libro de La Habana. Leo una traducción al castellano de un capítulo de Antes del después: viaje a Cuba con George Orwell, el libro que estoy escribiendo.
Reconozco algunas caras. Veo a Daniel Díaz Mantilla y a Fabricio González Neira, por supuesto. Son dos de los personajes principales de mi libro. Si han leído las páginas anteriores, ya lo saben. En otros viajes, he pasado horas discutiendo con ellos sobre Cuba, sobre 1984, sobre George Orwell, sobre literatura y sobre muchos otros temas. Antes de dejar la isla en setiembre, como no pensaba volver hasta la publicación del libro, les pregunté si aceptarían que incluyera nuestras discusiones. Hasta ese momento, su anuencia era solo tácita. Daniel respondió que le daba lo mismo, que podía citarlo tanto y como quisiera. Fabricio ídem. Es lo que hice.
En cambio, otra persona, hoy ausente, me dijo que si algún día tuviera que abandonar la isla para siempre, no querría que fuera por mi causa, sino por su propia voluntad. Podía contar su vida, pero me pedía que no revelara su nombre. Es lo que hice. En mi opinión, sobrestimaba mi importancia y la de mis textos. Pero ella y ustedes lo saben mejor que yo: en Cuba, aún hoy, nunca se sabe.
Una vez más dirijo la mirada a las personas reunidas frente a mí. Reconozco muchas caras. Pero no todas.
¿Comprenderán lo que está por suceder?
El futuro es un tiempo intrínsecamente imprevisible. Las variables que deben entrar en colisión para transformarlo en presente son tan numerosas y variadas que toda tentativa de predicción está condenada a ser, al menos, parcialmente inexacta. Podemos prepararnos para afrontarlo por todos los medios, pero nuestra influencia sobre él seguirá siendo siempre ínfima.
Por ejemplo, bastaría que una sola persona del público se levantara y me interrumpiera para que el frágil control que mantengo sobre el futuro inmediato entre estas cuatro paredes se desintegrara.
Me miro las manos. Tiemblan levemente. Estoy nervioso. Es que sé lo que viene, si todo marcha como lo he previsto. Sin embargo, no creo que provoque gran escándalo, y menos que me arresten o me expulsen del país.
Simplemente, detesto los momentos de malestar. Sobre todo si estoy en su origen. Y creo que provocaré uno.
Hoy, mañana u otro día, tal vez se rumoree de boca en boca o a través de los medios independientes en la red, que un autor canadiense ha pronunciado palabras que en Cuba habitualmente se prefiere no decir en público. Si alguna vez se habla del asunto en Granma o en Juventud Rebelde, se lo hará de una de las dos formas siguientes: o bien se dirá que Frédérick Lavoie, un escritor canadiense, ha leído un fragmento de su próximo libro en torno a Cuba, sin explicitar el contenido del fragmento; o bien se denunciará el contenido mismo de dicho fragmento, sin citarlo y sin especificar quién es el autor y en qué contexto se ha compartido.
Al ingresar al país hace unos días, leí claramente la advertencia en el formulario de declaración en la aduana: “No se autoriza la importación o exportación de explosivos; drogas; estupefacientes; sustancias psicotrópicas; literatura, artículos y objetos obscenos o pornográficos o que atenten contra los intereses de la nación”.
¿Pero cómo saber si estas hojas que tengo entre las manos y que llevaba en mi equipaje al pasar la aduana están “contra los intereses de la nación”? ¿Quién tiene el poder y la competencia para juzgarlo?
En el año 2000, durante una estancia en La Habana, un periodista indio que conozco se encontró con un estudiante de medicina de Ghana al que le habían confiscado un ejemplar de 1984 al llegar a Cuba. Habrá que pensar que le tocó un funcionario de aduanas apasionado por la literatura.
Más tarde, imprevistamente, en febrero del año pasado y en esta misma feria del libro, sin que ninguna ley o regulación oficial se haya modificado, la editorial Arte y Literatura presentaba esa misma novela de Orwell a los lectores cubanos.
Todo esto para decirles que aunque esté nervioso, aunque tiemble, en realidad no tengo miedo de expresarme. Cada año más de un millón de mis compatriotas canadienses vienen a Cuba, donde los cubanos y las autoridades del país los reciben con manos de seda. Aunque se comporten como basura. ¿Por qué sería distinto conmigo?
Muchas personas en La Habana ya me habían advertido que la Feria del Libro es uno de los únicos eventos, junto con la Bienal de Arte Contemporáneo, en que los cubanos y los invitados extranjeros pueden permitirse ampliar las fronteras de la palabra en el país. Tania Bruguera lo experimentó con El susurro de Tatlin #6 en 2009. Cuando instaló un micrófono en una sala cerrada durante la Bienal para que los ciudadanos pudieran expresarse libremente, no fue sancionada por las autoridades, que solamente denunciaron su acción. Por lo contrario, cuando cinco años después anunció su intención de repetir la performance en la Plaza de la Revolución, entonces sí se ganó grandes molestias: arresto por resistencia y desórdenes públicos y confiscación de su pasaporte.
En 1984, George Orwell imaginó una sociedad en la que un partido único en el poder llegaba no solo a controlar el presente, sino también el pasado e incluso el futuro. Desconozco si el escritor inglés creía realmente en el posible advenimiento de un régimen de esa naturaleza, infalible e indestructible. Personalmente, yo no lo creo.
Como ha demostrado Daniel en su excelente ensayo sobre 1984, al reducir la realidad totalitaria a la exclusiva dimensión política, Orwell ha omitido otras fuentes potenciales de corrupción del sistema, que con el tiempo pueden amenazar su supervivencia. Quienquiera que haya vivido la experiencia de un período especial, subraya Daniel, sabe que las penurias llevan a las personas a actuar al margen de las normas éticas e ideológicas que habían respetado hasta el momento. Y es justamente eso lo que marca el comienzo del fin del sistema.
Las dictaduras viven siempre del tiempo cobrado a la libertad. Es porque no aprecian el futuro. Ante todo, les asusta. Al buscar el control absoluto de la vida de los ciudadanos, se imponen la tarea hercúlea de impedir todo disenso, toda falla del sistema. Pues bien, la vigilancia constante y la represión agotan. Agotan al pueblo, pero también al régimen. Tanto más porque, contrariamente a los regímenes democráticos, las dictaduras no tienen ningún horizonte en el que afirmarse para poder regenerarse: sin elecciones que perder, sin períodos en la oposición despojadas del peso del poder. Las dictaduras están condenadas a proclamarse eternas y a procurar serlo. Es por ello que envejecen tan mal.
En su distopía, George Orwell ha querido resolver este problema de perpetuidad instalando en el poder a un Gran Hermano inmortal. Inmortal, en tanto imaginario. Pero en el mundo real, como puede comprobarse particularmente en estos tiempos, ni los grandes ni los pequeños hermanos son eternos.
En 1955, seis años después de la publicación de 1984, un joven ambicioso que todavía no tenía treinta años, pero llegaría a marcar la historia de su pequeño país y la del mundo entero, declaraba: “Los déspotas desaparecen, los pueblos permanecen”. ¿Será ese pequeño fondo de humildad, bien oculto bajo un ego desmesurado, lo que lo llevó a exigir que no se erigiera ninguna estatua con su efigie tras su muerte? ¿O será más bien que, todopoderoso en vida, temía el día en que tendría que ver desde ultratumba su rostro de bronce estrellarse contra el piso, sin poder hacer nada?
Me detengo un momento para beber un trago de agua. Recorro la sala con la mirada.
Compruebo haber conservado hasta el momento el control del futuro.
Prosigo con mi lectura.
Odio a Fidel Castro.
Odio a Raúl Castro.
Soy yo quien ha escrito estas palabras, y yo quien ahora las pronuncia públicamente en la Feria Internacional del Libro de La Habana. Fidel ha muerto hace dos meses y medio. Raúl sigue en el poder.
Yo he escrito estas palabras, salen de mi boca y, sin embargo, no reflejan mi pensamiento. No siento odio por ninguno de los hermanos Castro. Sería más justo decir que no los quiero, que desapruebo la forma en que han dirigido Cuba y que considero que sus políticas han causado más perjuicios que beneficios para la isla.
Pero no es más que mi opinión, basada en observaciones, encuentros y lecturas. Yo no tengo que vivir cada día en el sistema que ellos han establecido. No tengo ni la intención, ni el deseo, ni menos aún los medios de derrocar el orden constitucional actual de Cuba. De hecho, creo que una caída repentina del régimen instaurado por los hermanos Castro sería una catástrofe para este país. Más bien deseo para los cubanos una transición armónica hacia un sistema en el cual puedan tener un mayor control sobre su destino individual y colectivo. Pero también esto es solo mi opinión.
Odio a Fidel Castro.
Odio a Raúl Castro.
Ese odio no es el mío. Pero es sin duda el de al menos algunas personas que están hoy en esta sala. Lo adopto simplemente por su forma. No debería darle temor a nadie.
Cito el artículo 144 del Código Penal cubano, titulado Desacato, inciso 1:
El que amenace, calumnie, difame, insulte, injurie o de cualquier modo ultraje u ofenda, de palabra o por escrito, en su dignidad o decoro a una autoridad, funcionario público, o a sus agentes o auxiliares, en ejercicio de sus funciones o en ocasión o con motivo de ellas, incurre en sanción de privación de libertad de tres meses a un año o multa de cien a trescientas cuotas o ambas.
El inciso 2 precisa que por una ofensa de esa naturaleza, cometida contra el presidente del Consejo de Estado o de otras figuras importantes del poder, la sanción será de uno a tres años de prisión.
Como ustedes saben —puesto que los medios del Estado no son su única fuente de información—, el grafitero Danilo Maldonado, alias El Sexto, ha pasado nueve meses en prisión por haber intentado liberar en las calles de La Habana a dos cerdos sobre los que había inscripto los nombres Fidel y Raúl. La performance se llamaba Rebelión en la granja, como el título de todas las ediciones en castellano de Animal Farm, de George Orwell. El ciudadano Maldonado fue condenado en virtud de dicho artículo 144 del Código Penal.
¿He ofendido yo, personal o legalmente, al presidente del Consejo de Estado, Raúl Castro, al afirmar que lo odio? Si esto es así, ¿él u otra autoridad competente ordenarán mi arresto en virtud de ese artículo ambiguo de la ley?
Lo dudo. En estos tiempos de capitalismo de Estado, en que el régimen busca atraer a los inversores extranjeros, imagino que no querrán alejar a un aliado tan fiel como Canadá encarcelando a uno de sus ciudadanos por una falta de cortesía. Aunque quizás me equivoque. Se verá. Yo no controlo esa dimensión del futuro.
En todo caso, sería triste. Para mí, obviamente, en una celda sombría. Pero también para Raúl. ¿Por qué necesitaría él de mi amor o incluso de mi respeto? ¿Por qué alguien tan poderoso debería preocuparse por mi opinión o por la de cualquier ciudadano cubano que quisiera tomar la pluma o el micrófono en público?
¿A qué podría temerle?
La pregunta es tan inocente que merecería una respuesta. Lástima que el cable de este micrófono no sea lo suficientemente largo como para llegar al principal interesado.
Bebo otro trago de agua. Las manos me siguen temblando. Al menos ya pasó lo peor. Examino la sala con la mirada para evaluar el ambiente. Mi miopía, y sobre todo el hecho de no ser cubano, me impiden percibir en los ojos del público los sentimientos exactos que pude provocar. ¿Incomodidad? ¿Enojo? ¿Indiferencia? ¿Satisfacción? ¿Irritación?
A fines de enero del año pasado, al saber que Arte y Literatura estaba por publicar 1984, me decidí a investigar con la idea de develar las circunstancias de dicho lanzamiento. ¿Por qué una editorial controlada por un régimen comunista de partido único publicaba de pronto una de las novelas antitotalitarias más famosas?
Pronto comprendí que, para el mundo literario cubano, habría sido mucho más significativo que se anunciara la publicación de las obras completas de Heberto Padilla, de Reinaldo Arenas, de Guillermo Cabrera Infante o de algún otro autor cubano “problemático”. Sin embargo, seguí creyendo que esta decisión no podía haberse tomada a la ligera. Quienes la habían autorizado sabían con certeza que plantearía algunas cuestiones, tanto en Cuba como en el extranjero.
Un año más tarde, tal como relato en mi libro, no he llegado a saber mucho más. En esencia solo he acumulado rumores, especulaciones, deducciones, verdades a medias y mentiras. No hechos concretos.
Y sin embargo mis preguntas son muy simples: ¿Quién, a comienzos del año 2014, tuvo la idea de publicar 1984 en Cuba? ¿Quién aprobó la idea? ¿Y por qué?
Muchos factores entran en juego en la decisión de una editorial de publicar un libro y no otro. En Cuba, algunos títulos se rechazan bajo pretexto de ser incompatibles con la Revolución. En otros lugares, se rechazan libros excelentes porque son contrarios a los intereses comerciales del sello.
En el caso de las traducciones, el costo a veces elevado de los derechos de autor también forma parte de la ecuación. En Cuba, en general se espera cincuenta años tras la muerte de un escritor para publicarlo, salvo que éste ceda sus derechos en forma gratuita y en vida.
Tal como mi compatriota Margaret Atwood, suprimo hoy el obstáculo principal para una eventual publicación de mis escritos en Cuba, si es que alguna vez se los considerara dignos de interés:
Por medio del presente, el que suscribe, Frédérick Lavoie, autor de Antes del después: viaje a Cuba con George Orwell, se compromete a ceder la totalidad de sus derechos de autor a cualquier editorial cubana que desee publicar dicho libro en forma completa y en castellano en el territorio de la República de Cuba.
Desde mi punto de vista, la mejor manera de garantizar el interés de mi libro para los lectores cubanos sería concluirlo revelando los secretos de la publicación de 1984, por parte de Arte y Literatura en 2016. No se trata más que de una simple anécdota, por cierto, pero me parece que dice mucho del funcionamiento de la sociedad cubana actual y de su régimen político. Si ustedes llegaran a tener información sobre este asunto, apreciaría me la comunicaran cuanto antes para incluirla en el libro. Les estaré eternamente agradecido.
Dicho esto, me llamo a silencio y dejo el futuro de este acontecimiento en sus manos.
Gracias por su atención.