Insufribles paradojas de la cubanía

Estar fuera de Cuba posibilita otros catalejos para reflexionar sobre lo que somos en cuanto seres culturales. Diría que nos ayuda a redescubrir y valorizar nuestra singularidad en medio de otras singularidades; es decir, nuestra cubanía, entendiéndola en el exacto sentido descrito por Fernando Ortiz en “Los factores humanos de la cubanidad” (Perfiles de la Cultura Cubana, mayo-diciembre 2002). Para este notable cubano, la cubanía trasciende (no excluye) la referencia a un lugar de pertenencia, para involucrar peculiares formas de calidad de la cultura y condiciones plenas, sentidas, conscientes y deseadas del alma, impregnadas de complejas ideas, emociones y actitudes.

Una vez alejado de las influencias del “mito de caverna” cubana, la impecabilidad del tiempo no tarda en mostrarnos los conflictos de una comprensión no tan acrítica de ese orgullo de sentirse cubano. Como el despertar en una mañana de conjuntivitis —en el que abrir los ojos te produce dolor—, en medio de ese orgullo también se asomaba el dolor que ha implicado ser y sentirse cubano. Y es que tal cubanía también lleva realidades que transgreden un principio inalienable de cualquier cultura o ser humano: el respeto a la dignidad.

Es difícil sentir esa cubanía y enorgullecerse por ello, sin reconocer la dignidad de sus componentes. Amas ser cubano/a, entre otras cosas, porque consideras digno las actitudes, las emociones, ideas, significados, símbolos, costumbres, etc., que constituyen tus relaciones sociales en ese espacio de pertenencia que te vio nacer. Y, hablando justamente de ese espacio, es que podemos entender mejor la esencia de algunos de esos conflictos.

La cubanía es un concepto relacional. Está entrelazado a otros conceptos como la nacionalidad, entendida comúnmente como vínculo de pertenencia a un territorio. Las manifestaciones culturales y de la condición plena, sentida, consciente y deseada del alma, que constituyen la cubanía, también relatan un lugar de pertenencia físico y espiritual, que no solo sustenta esa cubanía, sino que también acaba siendo definido por esta. De ahí, que sea espinoso sentir orgullo por esa cubanía que, al definirte, se supone que asumas la dignidad de sus componentes. Entre estos, ese lugar de pertenencia. ¿Cómo lidiar con una cubanía de la cual te enorgulleces, porque la asumes como digna, mientras su lugar de referencia te hace vivir y ver experiencias indignas, denigrantes?

Muchas vivencias pudiéramos narrar los cubanos y las cubanas de Cuba y del mundo para ejemplificar ese sentir. Desde vivencias más simples y naturalizadas, hasta más complejas, difíciles y visibles.

Hablando de esas experiencias simples y naturalizadas, recuerdo varias que me estremecieron el entendimiento, pero, desgraciadamente, un poco tarde: una vez fuera de la caverna. Mientras estudiaba en Cuba, no se me ocurrió que era normal reivindicar la lectura de ciertos textos en las asignaturas que iba a cursar. O cuestionar la aberración de los actos de repudio contra aquel que disentía del régimen cubano. Como muchos otros cubanos, en cierto momento creí que ciertos disidentes realmente eran enemigos, y necesitaban tales tratos. Otros eran totalmente inadvertidos para mí.

Posteriormente, tampoco me pasó por la mente que debía cuestionar la guardia supuestamente voluntaria a la que nos sometían en la Universidad de Matanzas, una vez contratado como profesor. Tampoco se me ocurrió objetar, por ejemplo, el humillante servicio del comedor de dicha Universidad, el que algunos colegas estaban obligados a utilizar día y noche, en el intento por ahorrar la comida que tenían en sus casas para el resto de sus familiares. Siempre me dije: “Por lo menos tenemos algo por un bajo precio, mientras millones de personas en el mundo ni siquiera tienen esto”. Y en esos millones yo incluía otras universidades, imaginándome que los estudiantes y profesores debían pagar caro un almuerzo. ¡Qué ingenuidad!

Al ver el mundo exterior, sentí vergüenza por algunas experiencias vividas en Cuba. En una sala de diez metros cuadrados de la Universidad de Brasilia, Brasil, descubrí la existencia de diversos espectros políticos dialogando con argumentos y sin repudio. Entre muchas otras cosas, descubrí que tienes derecho a cuestionar/sugerir la bibliografía de las asignaturas, y que los profesores no tienen que hacer guardia, porque no les pagan para eso. ¡Ahhh!, se me olvidaba: descubrí que una universidad pública puede ofrecer mejor servicio en sus comedores, de forma gratis y/o con bajos precios.

Todavía recuerdo el shock cognitivo que me causó ese último descubrimiento en el Restaurante Universitario de la Universidad de Brasilia. Una amiga alemana, Alena, cogió su plato para servirse el almuerzo y le dijo a una funcionaria: “Señora, el plato está sucio. ¿Podría retirarlo?”. La señora le pidió disculpas, le alcanzó otro plato y le retiró el que ella tenía; ambas sonrieron. ¡No entendí nada! Primero, asumí la actitud de Alena como una exageración. Segundo, no entendí por qué la funcionaria tendría que pedirle disculpas, alcanzarle otro plato y, además, producir una mutua sonrisa.

Cuando nos sentamos, le pregunto a Alena el porqué de su reclamo. Sorprendida por mi pregunta, responde: “Es normal en Alemania, y en todos los países donde he estado”   —había estado en más de diez países, con solo 22 años—, “que los platos estén limpios”. Ahí recordé los años que llevaba comiendo en aquellas bandejas de plástico o aluminio llenas de grasa, y a veces hasta con restos de comida. Aquello era normal. Y si reclamabas, no demoraba en llegar una sanción que de inmediato te convertía en hereje.

Y así, con el paso del tiempo, vas descubriendo que ser cubano tiene sus lados oscuros, porque, quieras o no, ese lugar de referencia también acaba influyendo en tu cubanía; es decir, en las ideas, emociones y actitudes que la configuran. Incluso descubres que los chistes de Pánfilo sobre los cubanos en los hoteles de Varadero son, además, una cortina de humor para encubrir la crueldad y la deshonra de la realidad. Pero lo más cruel es ver que no todo se queda ahí: que esa realidad se expande hacia otros escenarios, con la amenaza de perseguirnos por más tiempo… Algunos hipócritas infelices dicen que por 62 000 milenios. ¡Solavaya!

Y hablando de esos otros escenarios, al despertar en uno de estos días recientes, veo en las noticias una de esas vivencias difíciles: Karla Pérez, una ciudadana cubana, negada de ejercer su pleno derecho a entrar al país donde nació. Imposible no revivir más intensamente ese sentimiento antagónico de orgullo y desencanto de ser cubano, viendo como unos pocos sujetos se apropian de Cuba y le sacrifican a Karla —y a otrxs cubanxs— sus vínculos de proximidad física con la Isla. Ser cubana la ha traicionado. Sus conexiones culturales y espirituales con el terruño sufren una herida. Tal parece que no tiene límites el insoportable costo de la nacionalidad cubana en nuestras vidas.

No basta con que los nacionales cubanos tengan que pagar más caro que nadie la legalización de sus documentos escolares en el Ministerio de Relaciones Exteriores (aproximadamente 1500 dólares por plan de estudio, notas y título). O que tengan que pagar obligatoriamente, y bajo el cínico argumento del alto costo del papel (tampoco son capaces de dispensar la entrada de nacionales a Cuba con otro pasaporte que no sea el cubano), uno de los pasaportes más caros y con mayores limitaciones del mundo. (Para un residente en la Isla, el precio es de 2500 pesos —el salario mínimo es de 2100 pesos—; y para un cubano resiente en el exterior, son 5625 pesos —234 USD—. Todo esto sin contar los otros pagos relacionados con las prórrogas inventadas, cada 2 años, según la Resolución 48/2021 del Ministerio de Justicia).

O que, después de pagar ese pasaporte tan caro y de sacrificar tu tiempo y estabilidad emocional para poder renovarlo cada 2 años (casi siempre haciendo largas colas, esperando meses y/o recibiendo malos tratos), seas también víctima de discriminación y/o desprecio en aerolíneas como Copa Airlines, o en los aeropuertos de Panamá, Chile o la propia Cuba, por el hecho de ser cubano.

Una vez, viajando a Brasil, intenté comprar un perfume en una de las tiendas del Duty Free de Panamá. Vestía un pulóver de la Confederación Brasileña de Fútbol, y la señora que me atendió debió pensar que era brasileño. Me recibió con una sonrisa y me explicó muy cortésmente las ofertas que tenían. Saqué mi tarjetica de crédito para pagar, pero la cortesía duró hasta que le dije que era cubano. El cambio en su rostro fue tan notable que me dio pena seguir mirándola de frente, cuando en realidad debí haberla enfrentado. Al volver mi vista hacia ella, ya se había ido.

Algo similar le ocurrió a un amigo cubano residente en México en un viaje académico a Chile, solo que esta vez el desprecio vino de una autoridad de migración.

Si analizamos todas estas experiencias (y otras), podemos identificar un denominador común: la nulidad de tu dignidad como nacional cubano (y hasta como ser humano en general). El gesto sonriente de la funcionaria del Restaurante Universitario fue una muestra de humildad, de responsabilidad por el servicio y de reconocimiento de la dignidad de mi amiga Alena. ¡Cuánto deseé que esa misma actitud caracterizase el tratamiento que recibimos en el Aeropuerto José Martí!

El diálogo pacífico entre ideas diferentes, en todos los escenarios, sin destierros ni actos de repudio, es otro ejemplo de respeto a la dignidad humana. Como lo son también el pago justo por los servicios que prestas, y el acceso a eficientes servicios públicos y a una alimentación variada y suficiente. Es lo mínimo que nos debemos como nación. Sin embargo, Cuba no nos lo ofrece.

Desde hace tiempo, Cuba trata sin dignidad a la mayoría de sus hijxs. Lxs obliga a sufrir la ruptura de sus vínculos físicos con el lugar de pertenencia, tortura sus vínculos espirituales y, encima de eso, los castiga por quedarse y disentir.

Aquellos que se quedan, son castigados con mordazas. Aquellos que se van, son castigados con el impedimento de regresar o con los precios absurdos de los documentos migratorios —que tal parecen un antecedente penal— y/o de la legalización de los documentos escolares. Incluso, hasta con amenazas de cobrarles impuestos por ingresos en el extranjero a los que tengan residencia en el exterior (Decreto-Ley 21). Todo esto sin contar que también han sido estigmatizados como escorias, mientras sustentan la economía nacional con las remesas que envían a la isla.

Ser y sentirse cubano o cubana no es tarea fácil. La manera con que Cuba trata a sus nacionales es un ejemplo de cómo descuidar, atropellar y desamparar a los hijos, dentro y fuera de sus fronteras. La dignidad de un pueblo es pisoteada día tras día.

El vergonzoso caso de Karla es otra gota de agua en la copa del desprestigio político del gobierno cubano. La señal que emiten es clara: la nacionalidad cubana no se respeta ni siquiera dentro del propio territorio. ¿Con qué legitimidad se podrá exigir respeto fuera de él, si ni siquiera le interesamos al gobierno que nos debe representar? ¿Será esa la razón que explica los maltratos o la discriminación que sufren los cubanos en sus travesías internacionales?

No sabría responder esa última interrogante de manera fidedigna. Sin embargo, lo que sí parece claro es que esa cubanía, que honrosamente cargamos, que involucra valores, ideas, emociones, actitudes y condición plena, sentida, consciente y deseada del alma, aún arrastra la pesada carga de una nacionalidad que la opaca, la reduce y la deshonra.

Una carga que, independientemente de nuestra voluntad, revela las insufribles paradojas de la cubanía.




Maykel Osorbo

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Oscar Grandío Moráguez

Las protestas masivas que posibilitan una transición democrática, típicamente han involucrado interacciones estratégicas sostenidas, en las que las élites totalitarias primero intentan contener las protestas a través de una combinación de represión y concesiones parciales. Estas interacciones pueden durar meses, o incluso años.