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No soy de aquí, de este paisaje, de este pueblo que solo es tranquilo en apariencias. De esta plaza dormida que muy bien recuerda aquel domingo agitado, aquel 11 de juliograbado a fuego en la memoria colectiva; aquel día que supo despertar y ser la puerta de entrada a un quizás que terminó, como muchas cosas en este país, en el sitio terrible de las conjeturas, las frustraciones y la espera.
San Antonio de los Baños es un pueblo como muchos otros. Tal vez con un poco más de vida, pero con ese ritmo lánguido que cuelga sobre el reloj colectivo de la mayoría de los pueblos cubanos; de la mayoría de los pueblos del planeta, sin vanguardias ni panfletos, sin estridencias ni parteaguas, sin grandes placeres y con pequeños misterios que no son difíciles de desenredar.
Es este, dicen, uno de los lugares más filmados del mundo, por contener en sus predios a la Escuela Internacional de Cine y Televisión. Es también, dicen, la Villa del Humor; aunque no distingo demasiadas risas y el Museo del Humor Gráfico, con caricaturas ciertamente interesantes, no está, ni se le espera, entre los lugares más visitados de un entorno que se transforma en soporífero.
Hay siempre una modorra acumulada en los pueblos sin mar, una aspiración blasfema, unas ganas de sí pero no. Ubicado en la cuenca del río Ariguanabo, en este pueblo de poco más de 30 000 habitantes nació ese trovador inmenso que es Silvio Rodríguez, el que ha compuesto versos que deberían empapelar muros, calles y vidrieras.
Fue en su canción Cuentan, que no es de las más conocidas ni de las más coreadas, en la que escribió lo que puede y debe ser considerado como una premonición de la carestía económica, social y política en la que se hunde con ahínco nuestra isla: “Mientras las capitales irradiaban, la choza condenada a sucumbir”.
Pero sucede ahora que no irradian las capitales, al menos esta capital de enrabietada belleza que es La Habana, y la choza sigue condenada a sucumbir, está sucumbiendo, ya ha sucumbido.
Mientras, en esa misma canción, Silvio Rodríguez lleva la premonición a un nivel superior y repite, como un batacazo demoníaco, el leitmotiv que se extiende con fuerza por San Antonio, Bauta, Playa Baracoa, el Pueblo Textil, las demás villas de la zona y el resto de Cuba: “No creo na´”.
Es San Antonio de los Baños, por si los anteriores fuesen vacuos elementos para distinguirlo, el pueblo donde arrancaron las protestas del domingo 11 de julio de 2021; las más grandes registradas en Cuba desde 1959, las que cambiaron la fisonomía de esta plaza y de la isla toda.
Hay aquí rostros cansados, rostros de zozobra, de sospecha, de ambigüedades. Rostros que derrumban con fuerza el aparente maquillaje que flota en el pueblo; un maquillaje que no es tal, es solo una pinturita cariada que se deshace al más leve soplido.
2
Camino por las calles de San Antonio y escucho, de pasada, a cuatro mujeres que critican al gobierno. Intuyo que ven algo en el teléfono de alguna de ellas, un video del que salen gritos y, por encima de las voces electrónicas, estas cuatro mujeres repiten las preguntas que mucha gente se ha hecho aquí durante mucho tiempo: ¿A dónde vamos a llegar? ¿Hasta cuándo es esto?
Ríen mientras conversan, ríen mientras critican, mientras se cuestionan el futuro y al escucharlas, sin verlas, me acuerdo de esa frase, casi una sentencia de la cubanidad moderna, que escuché hace bastante tiempo ya, no recuerdo dónde ni en boca de quién: “Si nos pusiéramos a llorar por cada una de nuestras desgracias, hace muchísimo tiempo que hubiésemos hundido la isla en el mar”.
Asisto entonces a una mutilación y, cuando en un viejo Moskvitch rojo, que ni siquiera intenta disimular sus arrugas, recorro el trayecto entre San Antonio de los Baños y Playa Baracoa, buscando siempre el mar, comprendo que la mutilación es mucho mayor de lo que yo pensaba y la burbuja citadina recibe numerosos pinchazos a lo largo del viaje.
Será un camino de palabras y un millón de baches, con el Pueblo Textil y Bauta, con la pregunta que ya he escuchado antes y que ahora, entre bambalinas, espera su turno para entrar en escena y avivar el melodrama.
“En este carro filmó Abbas Kiarostami”, me dice el chofer. “Pero en aquella época (2016) la carretera estaba un poco mejor”, me dice mientras esquiva los baches y vemos los humos, algunos lejanos y otros un poco más cerca, de la yerba seca que se enciende con facilidad.
Esto es una metáfora, pienso, una metáfora que mucha gente ha usado ya: Cuba es como un gran terreno de yerba seca, se encendería con una pequeñísima llama, pero el problema sigue siendo que, a pesar de las llamas que van surgiendo, los bomberos no han dejado de ganar la partida.
Pasamos por la entrada del Pueblo Textil y, un poco más adelante, con decenas de baches a cuestas, cruzamos frente a la antigua textilera que da nombre al pueblo anexo. “La textilera no funciona hace años”, me dice el chofer, “y la gente se está yendo del pueblo”.
Sus comentarios y los doce edificios soviéticos del lugar me llevan, inevitablemente, a un nombre del que se habló mucho en 1986 y que ha vuelto a surgir luego de la maravillosa serie de HBO: Prípiat, el pueblo fantasma anexo a lo que una vez fue la Central Electronuclear de Chernóbil.
Al pasar por aquí recuerdo también ese potente documental cubano que es El tren de la línea norte, donde se nos abre en canal la realidad, tan distópica como real y habitada, de un pueblo en el oriente de Cuba. Un pueblo que es, ya lo sabemos, uno y muchos pueblos.
¿Cuántos de esos pueblos que tenían como eje a una fábrica o un central azucarero, casi todos demolidos o inhabilitados hace ya veinte años, caen en lo fantasmagórico y son parte de lo que puede nombrarse, con tino y justicia, la Cuba vaciada?
3
El Moskvitch rojo sigue avanzando por una carretera que mejora por tramos y se hace casi intransitable en otros. Le espeto al chofer, a quemarropa, la misma pregunta que hice antes a varios habitantes de San Antonio: “¿Ha cambiado algo después del 11 de julio?”.
Su respuesta es, como en los casos anteriores, ese adverbio terrible, que más que adverbio es soberbio: “Nada, aquí no ha cambiado nada”.
Habla de los días en los que el pueblo estuvo militarizado, de los hijos de esta villa que están presos por protestar y, como en un ping-pong de preguntas difíciles, me devuelve el tiro a quemarropa, con fuerza y sin previo aviso: “¿Tú crees que algún día esto va a cambiar?”.
Después de esa pregunta no hay nada, solo suspiros y silencios, que ya es bastante para la pregunta que todos nos hemos hecho durante muchísimo tiempo. Así, con silencio y el aura de la más difícil de las preguntas, atravesamos Bauta, con un poco y solo un poco más de vida que San Antonio de los Baños.
La carretera sigue, los baches también, y llegamos por fin a Playa Baracoa: un pueblo costero con una playita misérrima, pero lo suficientemente buena para meter la cabeza bajo el agua, flotar, creerse en el líquido amniótico, volver a las esencias y repetir: “No soy de aquí, de este paisaje, de este pueblo que solo es tranquilo en apariencias”. Es entonces, con todo el cuerpo bajo el agua, la gente y los amigos divirtiéndose, que vuelvo a los latigazos de esa pregunta agorera que me pega y nos pega con rítmica fuerza: “¿Tú crees que algún día esto va a cambiar?”.
© Imagen de portada: San Antonio de los Baños.
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