Soy rockero de corazón desde que tengo 11 años. Conozco algo de la historia de la música que me apasiona.
Por eso no perderé tiempo señalando que nació como una expresión de rebeldía contra lo adocenado y estándar del modo de vida capitalista. O que el establishment siempre desconfió de los rockeros, esos irredentos espíritus libres, acusándonos de comunistas y enemigos de la sociedad, hasta que aprendió cómo asimilar los nuevos críticos en su maquinaria de hacer dinero.
Pero, probablemente, los que nunca hayan vivido en un país socialista no tendrán una clara idea de cómo se veía y aún se ve al rock y sus cultores, en esta clase de naciones.
No viajé fuera de mi patria hasta 1997, cuando ya del CAME y el Pacto de Varsovia sólo quedaba el recuerdo. Tampoco he visitado China ni Corea del Norte, y no sé mucho de esos extraños “mundos felices” asiáticos. Pero no me sorprendería descubrir que, en el imperio de los Kim, el rock también es un ritmo súper prohibido. A veces, el socialismo parece ser sólo una larga lista de todo lo que no puede hacerse.
He tenido la suerte de asistir a algún que otro concierto de Metallica, Aerosmith y Megadeth, durante mis visitas a otros países. Pero mi experiencia se limita sobre todo a Cuba. Donde, pese a que en 1959 Fidel tomó el poder al frente de un puñado de rebeldes barbudos y melenudos, el enfrentamiento con los EUA pronto llevó a la joven Revolución a arrimarse a la estricta sombra ideológica de Moscú y su largo historial de paranoias e intolerancias culturales.
El rock se cantaba en inglés: ¡el idioma del enemigo imperialista! Así que quienes lo escuchaban tenían que ser víctimas y/o agentes inconscientes del diversionismo ideológico: esa astuta campaña del enemigo, orquestada para distraer a nuestra juventud de su única tarea importante, la construcción de la nueva sociedad más justa, que soñaran Marx y Lenin.
Y los fanáticos al rock, simplemente, no encajábamos en el aséptico modelo guevariano del Hombre Nuevo que se propugnaba. Éramos indisciplinados, contestatarios, osábamos cuestionar las sagradas instrucciones de la directiva del Proceso. Además, ¡usábamos drogas! ¡Y practicábamos el libertinaje sexual! ¡Muchos eran hasta bisexuales, qué degradación moral! Intolerable.
Y la Revolución cubana echó a los rockeros en el mismo saco de apestados sociales que a los homosexuales y los religiosos. Acusándonos a todos de no estar lo bastante comprometidos con el Proceso. Muchos fueron a dar a las UMAP, Unidades Militares de Ayuda a la Producción, las que, pese a su breve existencia, quedaron como infames émulos tropicales de los gulags rusos: lechos de Procustes sociales. O te adaptas, o te adaptamos.
Porque la música que debía escuchar y crear el pueblo cubano era la autóctona: la salsa. O la híperpolitizada canción protesta de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y la Nueva Trova. Cuando más, el jazz. O la canción italiana. Pero nunca el rock.
Por años, los jóvenes de pelo largo y jean estrechos éramos constantemente detenidos por la PNR, la Policía Nacional Revolucionaria. Cuyos efectivos, generalmente afrodescendientes y de las provincias orientales, nos pedían el carnet de identidad casi en cada esquina, y nos llamaban “ciudadanos con características”, a menudo tachándonos de gays, ansiosos de que reaccionáramos a su acoso machista, para poder acusarnos de desacato.
Cuando por radio les informaban que este rockero no tenía antecedentes penales ni estaba circulado, sino que estudiaba y/o trabajaba, nos devolvían el documento con evidente frustración. Ya nos cogerían otra vez, por cualquier otra cosa: usar pantalones de camuflaje, o algo así. Porque en Cuba, por encima de la ley, ha estado siempre la orientación, y estaba orientado hostigarnos. Para mantenernos controlados.
Dejando aparte algunos eventos, como unos pocos conciertos y festivales de rock en Alamar, el Patio de María, ubicado en la Casa Comunal de Cultura “Roberto Branly” del municipio habanero Plaza de la Revolución, desde 1987 se convirtió casi en la única resistencia de los rockeros. Aceptada a regañadientes por la oficialidad, hasta que, en 2003, alguien en las altas esferas descubrió que estaba demasiado cerca de la Plaza de la Revolución. Y lo cerró.
¿Los tiempos cambian? En apariencia, al menos: con la caída del llamado socialismo real en Europa, y con Marx, Lenin y sus doctrinas desprestigiados sin remedio, se volvió necesario aunar fuerzas contra el acoso del capitalismo. Se decretó el final de la homofobia, surgió el CENESEX de Mariela Castro, la sobrina de Fidel, y los religiosos, ya fueran cristianos o practicantes de los cultos sincréticos de origen africano, al fin pudieron ser miembros del Partido Comunista y ocupar cargos públicos.
Parecía una Edad de Oro. Surgieron el Maxim Rock y la Agencia Cubana de Rock, se creó el Submarino Amarillo, un pub para los nostálgicos. También programas televisivos como los Lucas y Cuerda Viva. Incluso, aunque esporádicamente, aparecían bandas rockeras en el sacrosanto 23 y M en la TV nacional, feudo cultural de Edith Massola y la más populista oficialidad.
Pero llegaron la pandemia, y la cuarentena, que luego se fueron, pero sin que regrese aún el turismo del que depende todo el país. Y así comenzó esta crisis que nadie se ha preocupado en nombrar. Sobre todo porque, al menos en teoría, el Período Especial, decretado a principios de los 90, nunca terminó, oficialmente. Entonces, ¿sería Período Súper Especial, tal vez?
Las catástrofes económicas vinieron en cascada: reordenamiento monetario, inflación, devaluación del circulante. Maneras distintas de decir lo mismo: hambre. Apagones. Desesperación. Y Cuba, que se había resignado a no exportar ni siquiera azúcar, sólo ron y tabaco, volvió a exportar: ahora personas, desesperadas por abandonar una sociedad donde la vida se vuelve día a día más difícil, y nadie ve una luz al final del túnel. Tal vez porque ya estamos en el fondo del pozo.
“Son tiempos difíciles”, no se cansan de decir los locutores, muy serios, en el Noticiero Nacional de Televisión. “Tenemos que apretarnos el cinturón, todos”, insisten. Y, para la mayoría de los rockeros, los 150 pesos cubanos que cuesta el acceso al Maxim Rock o el Submarino Amarillo son un precio prohibitivo, por no hablar de lo que cuesta una cerveza, cualquier coctel o hasta un refresco, para los que somos abstemios.
Mientras que la ¿alternativa?, los locales privados, como el Doble A, el Fellini y similares, son todos más caros aún.
¿Entonces?
En Dune, la gran epopeya de ciencia ficción de Frank Herbert, las brujas de la hermandad Bene Gesserit enseñan a sus educandos una letanía contra el miedo, que reza más o menos así: El medio no me define. No soy yo. No existe. Cuando pase, no dejará rastro, y al final sólo estaré yo.
Herbert nunca visitó esta Isla, donde vivir se está volviendo, día a día, más terror que ciencia ficción. Pero de todas maneras, confío en que estos malos tiempos también pasarán, como le escribió aquel sabio a su sultán, en la vieja leyenda árabe.
Los rockeros cubanos somos una raza dura de matar, como la mala yerba. No importa a cuantos les llegue el ansiado parole, ni que tengamos que reunirnos en la casa de alguno para escuchar la música que nos gusta. No importa que Bad Bunny se autoproclame único sucesor directo del talento del inigualable Michael Jackson y arrase en los Grammy latinos. O que el gobierno cubano pretenda que el reguetón, trap o música urbana, tres nombres para la misma estafa, sin auténticos cantantes ni virtuosos de instrumento alguno, sean la expresión más actual del sentir del pueblo cubano.
Ellos, sus sampleos, sus backgrounds, sus expresiones machistas, ¿será posible que a ninguna feminista le molesten, cuando crucifican a tantas personalidades por no querer comulgar con su cruzada, por no decir “elles” o “los niños y las niñas”? Todo eso pasará. Como el miedo.
Y después, sólo quedaremos nosotros.
No, no importa que nos bombardeen con la voz gangosa del “genio musical” boricua en cafeterías, terminales de ómnibus y medios de transporte. Que nos digan que todo el mundo lo escucha y que, si no hacemos lo mismo, estamos a contracorriente.
Los rockeros cubanos somos unos tercos recalcitrantes que disfrutamos llevar la contraria a la masa, a lo establecido, a la mayoría. Le pese a quien le pese, sí somos resistencia.
Por eso, a mí, que me den Dream Theater… o el silencio. Porque no me harán escuchar a Bad Bunny.