Timshel

Va a morir. Sé que no podrá resistirlo por mucho más tiempo, nadie podría resistirlo. 

Y es solo por mi culpa, única y exclusivamente por mi culpa. Si lo hubiera creído desde el primer momento, si no lo hubiese mirado como un monstruo, tal vez ahora todo fuese como antes. ¿Pero, quién no tal vez ahora iba a pensar?

Leya, nuestra ciencia es como ese niño que al ver el juguete lo rompe para descubrir su magia y luego se encuentra con que no la descubrió, ni tampoco le queda el juguete.

¿Cuándo fue que dijiste eso? Siempre estabas hablando así, como tus admirados pensadores chinos, en acertijos, al menos con este, tuviste razón.

Van a matarte, van a romperte a ti, a tu magia. ¿Esa es la Ciencia en la que siempre confié? Revoloteas espasmódico, chocando desordenadamente contra las paredes de tu celda electrificada. 

Ahora sí pareces una mariposa, una infeliz polilla asustada. Nunca podrás salir y tus torturadores de batas blancas nunca te liberarán. Pero se lamentarán después cuando ya sea demasiado tarde.

¿Por qué me miras así, por qué haces como si no puedes verme?

Yo te veo, pero tú no, y sin embargo, tal parece que tus pupilas buscan sin descanso las mías y las encuentran, por más que trate de desviar la vista.

No puedes hacerme sentir más culpable de lo que ya me siento.

Timshel: tú puedes.

―Su tiempo terminó ―es el guardia, soberbio y orgulloso dentro de la cáscara parda de su uniforme, seguro tras el cañón de su fusil, con su sonrisa pétrea de máquina de matar que tanto desprecio―. Tiene que irse, profesora. Son órdenes ―termina como excusándose.

Tal vez él también sienta que se está cometiendo una traición en ese laboratorio, pero un soldado siempre cumple órdenes.

―Un momento más, por favor ―yo no he dicho esas palabras, ha sido algo repentino, inesperado pero el custodio asiente―. Solo un momento más ―repito.

Pego mi rostro al cristal irrompible que te separa del mundo como el vidrio de las peceras que tanto odiabas. Mi rostro en silencio y tú volando al otro. ¿Y? ¿Acaso se han movido tus labios para formar las sílabas que no puedo escuchar? ¿Qué has dicho? ¿¡Traidora!? No… Tim-Shel. Tu palabra secreta.

―Acompañe a la profesora hasta la salida ―es la voz del doctor Cansen, tu verdugo principal, que ahora llega corriendo, ondeando los faldones de su bata como las alas de un ángel mortífero, acompañado como siempre por una legión de colaboradores y ayudantes; de nuevo empieza todo.

―Es mejor que venga conmigo ―murmura de forma casi inaudible el guardia―. No le gusta que haya extraños cuando experimenta con él.

Y me alejo, me alejo irremisiblemente, dejándote a mis espaldas entre las exclamaciones de: “¿Qué dijo ahora?” “¿Pudieron grabarlo?” “¿Qué hay del pulso?”

Y otras por el estilo, que tantas veces al día deben repetirse a tu alrededor.

La soledad de mi habitación, que tantas veces fue soledad de dos. Timshel. Tu palabra secreta, la que te gustaba pronunciar ante cada momento difícil.

Timshel: tú puedes.

¿Cuándo empezó todo? Quizás la primera vez que te vi.

¿Por qué la dijiste cuando yo estaba? ¿Te dabas ánimos, o me los dabas a mí? ¿Acaso todavía confías?

Tengo la noche entera para pensar; mañana te llevarán lejos, tal vez a los Laboratorios Centrales. Y no puedo hacer nada, salvo arrepentirme y hasta para eso es demasiado tarde. Puede que mañana estés muerto por mi culpa. Tus alas invisibles recogidas para siempre dentro de tu cuerpo yerto. Y no puedo hacer nada.

¿Cuándo empezó todo? Quizás la primera vez que te vi. Tú eras uno de los tantos alumnos nuevos, uno de los tantos inexpertos, pero algo había en tus ojos. Recuerdo que fuiste el único que me miraste y tampoco he olvidado tu sonrisa, tu curiosa sonrisa que vi aquel día por primera vez. Una sonrisa donde estaba toda la alegría y la tristeza del mundo.

¿Por qué te fijaste en mí? No había que ser una gran psicóloga para darse cuenta de que todas las muchachas te admiraban, seguro por aquel aire travieso y misterioso a la vez que tenías siempre. Pero te fijaste en mí, en la profesora de las grandes gafas y el pelo recogido en ese feo moño que ahora me horroriza recordar. Pasabas las clases mirándome, sentía el peso de tus ojos oscuros por todo mi cuerpo y cada vez con ganas de volverme y decirte:

“¡No me mires más!” y tratar a veces, pero solo para chocar con tu sonrisa, que tenía la extraña propiedad de desconcertarme y hacerme perder el hilo de lo que estaba diciendo.

Y nadie más que tú y yo nos dábamos cuenta. Volví a vivir los días de miedo y turbación juveniles, cuando los muchachos me miraban y yo bajaba los ojos, como avergonzada, pero queriendo que volvieran a mirarme. 

Apenas llegaba al aula, te buscaba y algo me vibraba dentro cuando te veía reír y bromear con todas tus compañeras y lanzar esas carcajadas que no recuerdo quién dijo que le recordaban a Apolo.

Un joven dios, seguro de ti mismo, tan seguro que tu confianza rayaba en la inseguridad. Siempre discutías con tesón, casi con furia, pero de repente, si advertías que no tenías la razón, aceptabas alegremente tu derrota. Eso molestaba a casi todos los profesores, incluyéndome a mí.

Porque la gloria era tuya siempre.

Casi teníamos una guerra personal. Siempre te preguntaba, tratando de sorprenderte en algún fallo, en una mínima imprecisión, pero tú recitabas alegremente, como burlándote de mis esfuerzos, las enrevesadas teorías de Bohr y Arrhenius, que tanto trabajo me costaba memorizar a mí misma. Y cuando te equivocabas, raras veces, sentía que a pesar de todo habías ganado. Como dijo Poe en William Wilson: Tú tienes el poder, pero no tienes la gloria…

Porque la gloria era tuya siempre.

Aquella pugna me obligaba a estudiar cada clase, maldiciéndote interiormente y fue por eso que resulté la mejor profesora de la facultad, como quien dice de rebote. Cuando lo anuncié en el aula, aplaudiste tan fervorosamente que llegué a creer que te burlabas. Pero no pude odiarte por eso.

Y cuando los Juegos Universitarios, recuerdo que acepté por primera vez en mi vida la invitación de asistir a algunos partidos de béisbol, porque jugabas tú. ¡Qué travieso te veías dentro de aquel uniforme azul, con tu gorra ladeada y el eterno mechón castaño escapándosete bajo la visera! 

Nunca pude comprender cómo entre tanta gente que acudía al estadio siempre adivinabas dónde estaba yo y me mirabas, me mirabas antes de cada lanzamiento, como diciéndome: Este va por ti. Y luego te impulsabas y el strikeexacto, o el foul o el fly del bateador contrario que te hacía reír. Tú sí que disfrutabas cada juego y yo disfrutaba viéndote jugar. Pero no me atrevía a más.

Siempre me marchaba antes de tu inevitable victoria; nunca te vi perder un juego, ni explotar. Eras el mejor, como querías serlo en todo. Pero algo muy dentro me susurraba que no hiciera locuras, que tú podías ser muy bien mi hijo, si te hubiera tenido a los trece años. 

¿Quién dice que las casualidades ocurren solo en los cuentos y en el cine?

Pero cada vez que miraba tu inseparable cortejo de admiradoras veía sus cuerpos jóvenes y orondos, como recién descubierto el hermoso juguete del placer físico y me miraba yo, seria y casi marchita a los treinta y dos años. Me decía que era imposible y me alejaba en silencio del júbilo de la facultad en pleno en el estadio, a la que habías dado otra victoria más, como siempre.

Y tú siempre conociéndolo todo, contestándolo todo en las conferencias, sin dejar de mirarme, mirándome siempre en los pasillos cuando pasabas corriendo. Me imagino la sorpresa que te llevaste aquel lunes, cuando me viste como nacida de nuevo, sin los horribles espejuelos, con el pelo suelto, en aquel jean que tanto vacilé en comprar, con aquella blusa descotada que tanto esfuerzo me costó ponerme, violando todos los años de chaquetas cerradas y mangas hasta la muñeca.

No dejaste de mirarme en toda la clase y yo estaba contenta. Y cuando te oí decir que parecía haberme quitado diez años de encima, aquello bien valió toda la inexplicable vergüenza que sentí al salir a la calle con aquel atuendo tan… tan atrevido.

Fue cuando empezaste a rondar mi casa. Yo me hacía la que no me daba cuenta, pero me sentía halagada, renacida mi vanidad femenina y seguí arreglándome para ti. Porque era solo para ti. Ya entonces los dos sabíamos, pero tú aún no te atrevías, o pensabas que no debías atreverte. Y yo esperaba que te atrevieras, pero sin confesármelo.

Me contagiaste con tu alegría natural y empecé a reír como ya había olvidado que se reía, como ya creía que era imposible reír después de la muerte de Pablo. El mismo Pablo que dejó de alzarse como un fantasma entre la vida y yo, cuando tú llegaste. 

Aquella noche, no sé qué fue lo que me impulsó a ir a aquel cine. Muy posiblemente, el haberte oído decir en el aula que por nada del mundo te perderías esa película. Y fui con la secreta esperanza de encontrarte; te encontré. ¿Quién dice que las casualidades ocurren solo en los cuentos y en el cine?

¿Cuánto tiempo nos besamos?

Yo iba a entrar, cuando me llamaste. Llegabas corriendo, como siempre, sudoroso y agitado, con la melena desordenada y la camisa abierta. Me saludaste y entramos juntos, como si lo hubiéramos convenido de antemano. Ahora pienso que tal vez supieses que yo iría al cine si tú ibas y por eso lo dijiste.

Nos sentamos juntos y confieso que no atendí ni por un momento la historia de la película y podría jurar que tú tampoco. Sentía tu resuello nervioso y yo también estaba agitada, como cuando tenía tu edad. Entonces pusiste tu mano suavemente sobre la mía, respirando aún más fuertemente. 

¡Qué cálida me pareció tu palma cuando me acariciabas, qué suave, esa misma mano que podía lanzar la pelota con tanta fuerza, esa mano que había visto golpear a más de un fanfarrón en los pasillos de la facultad! ¡Y qué excitada me sentía cuando tus dedos se enroscaban como boas cariñosas en los míos!

Pero siempre en silencio, sin mirarme. Y yo muriéndome de ganas de que me miraras, pensando en tus ojos obscuros, pensando en tu cuerpo elástico.

Cuando terminó la película, salimos cogidos de la mano y en el vestíbulo del cine te detuviste de pronto y me miraste. Solo tus pupilas en las mías, sobraban las palabras y supe que era tuya. Tuya ya, de nadie más. 

Esa noche me llevaste hasta mi puerta y me despediste simplemente, aunque yo deseaba todo lo demás. Y así a la noche siguiente y la otra. 

Solo la cuarta vez, me detuve en el umbral; aquello fue como un aviso, un signo para que me besaras casi con ferocidad, pero con un cuidado infinito, como temiendo que me deshiciera en tus brazos fuertes como cables de acero. 

¿Cuánto tiempo nos besamos? Toda la eternidad me parecía poca, mis manos te buscaban desesperadas, anhelosas, y tus dedos hambrientos sobre mis caderas, sobre mis nalgas, bajo mi falda. Recuerdo que te aparté con delicadeza y subimos la escalera en un beso.

Fuimos a la playa, a tu playa, tan alejada que nunca antes sospeché su existencia, tan pequeña que apenas era playa.

Nada me importaba, no había vergüenza aquella noche. En cuanto cerré la puerta, ya estabas de rodillas, tu rostro perdido mordiendo mis muslos, tus manos ardientes desnudándome por dentro, besándome sin prisa en el centro de mi mundo de placer que gemía despacio como en sueños. 

Y yo apenas sosteniéndome de pie mientras la voluntad de Eros en mis brazos me sacaba el vestido, quedando desnuda como un pensamiento gritado al mar, abriéndome desnuda sobre tu vientre, mis piernas sobre las tuyas, apuntando a los dos puntos cardinales del goce tanto tiempo enterrado que ahora descubría y tú viviendo erecto dentro de mí, como un terremoto vertical y oscilante que se hundió en un abismo, en un espasmo.

Fui arqueóloga aquella noche. Cavé en las catacumbas de la vida y encontré el olvidado féretro del disfrute. Tú eras joven e incansable cicerone, redescubriéndome el mundo que tantos años me negué, guiándome por el arcoíris de besos y contactos que estaba ansiosa de conocer. 

En toda mi casa quedaron las huellas, la noche de tu fantasía y mi desinhibido y repentino atrevimiento. Nada quedó sin explorar: el suelo frío y duro, la mesa alta y espaciosa, la pared tan segura contra la que me estrellaste en un asalto despiadado. Ni un milímetro de tu geografía me quedó ignorado, ni un gemido de mi cuerpo te oculté. Y quedamos agotados, unidos en una cópula eterna sobre mi viejo sofá, hasta el otro día.

Claridad, pero no importaba en lo más mínimo. Teníamos todavía tanto por besar, por lamer, por morder y oscilar. No fui a la facultad hasta el lunes y tú solo llamaste a tu casa un instante para mentir descaradamente sobre la invitación de un amigo para pasar el fin de semana en su casa y de paso estudiar un poco para…

Fuimos a la playa, a tu playa, tan alejada que nunca antes sospeché su existencia, tan pequeña que apenas era playa. Y tu explicación de que te gustaba porque en ella eras libre de hacer lo que quisieras, y la demostración cuando anduvimos desnudos todo el día, entre el sol y la arena y el salitre y el amor.

Nadie lo sabía, pero creo que todos lo sospechaban. Siempre me acompañabas a la salida, casi te mudaste para mi cuarto.

Yací a tu lado, como Adán y Eva en el nuevo Paraíso. Olvidé mi ancestral rechazo al nudismo para broncearme junto a ti, sobre ti, bajo ti. Volví a mi infancia, la que tú nunca abandonaste, construyendo castillos de arena y frases misteriosas con el dedo. Entonces vi por primera vez tu palabra: Tim-shel, como una campanada, una invención lingüística que solo tú y ahora yo conocíamos: tú puedes, para darse ánimos.

Cuando moría el domingo en un crepúsculo sin nubes, empecé a mirarlo todo con otros ojos. Con los eternos ojos del “¿Qué dirá la gente?” y el “¿Y si se enteran en la facultad?” 

Creo que lo adivinaste, porque de repente te echaste a correr hacia el puesto de bisutería que ya cerraba y regresaste con un par de gafas de color de rosa. “Para mirar el mundo y no asustarse”, dijiste.

Tú nunca las necesitaste, tu mundo siempre era de color de rosa, hasta en los peores momentos. Nunca temiste nada, ni te importó un bledo la opinión de los demás. “Es mi vida, no la de ellos”, decías siempre. Y me contagiaste tu confianza, como un hermoso virus.

Pero cuando llegué de nuevo a la facultad todo pareció tan incomprensivo, tan amenazador. Nadie lo sabía, pero a cada paso me creía señalada con el dedo, que en cada coro en los pasillos se contaban mi vida y milagros, que cada mirada me condenaba. 

Fue terrible. Solo cuando te veía, aunque callaras, tu sonrisa me daba fuerzas. Tuve fuerzas, que nunca creí tener, para ocultarlo todo el tiempo de todos y no gritarlo por los pasillos, desesperada.

Nadie lo sabía, pero creo que todos lo sospechaban. Siempre me acompañabas a la salida, casi te mudaste para mi cuarto.

Entonces miré la fotografía en mis manos y te vi.

Tus padres, viejos y consintiéndotelo todo, nunca hicieron preguntas, ni cuando me llevabas a tu casa, cuando me sentía asfixiada por las paredes de mis habitaciones.

Cada día me parecía conocerte y al otro advertía que no sabía nada de ti. Solo que eras rebelde, contradictorio, temerario y reflexivo a un tiempo. Y que todo para ti era maravilla. Mirabas al mundo como un regalo formidable y que a cada instante te mostraba algo nuevo. Me enseñaste a ser así, aunque nunca pude alcanzar tu perversa inocencia complaciente.

Entonces fue la bomba. Aquella noche toda la ciudad despertó, con la sensación de que una puerta se había abierto, o un dique se había roto. Al otro día, leer en el diario la insignificante noticia de la prueba nuclear del artefacto “Torbellino” que había hecho explosión en el cosmos. No se reportaban aumentos perniciosos en los niveles de radiación, aunque los cinturones de Van Allen se habían desplazado ligeramente por espacio de unos minutos.

¿Qué penetró en nuestra atmósfera en esos minutos?, ¿por qué te afectó precisamente a ti? Ese día no fuiste a la escuela y yo me preocupé, pero tenía que quedarme en el laboratorio de radioisótopos, irradiando unas muestras. Entonces te apareciste. Era viernes.

Cuando me preguntaron tus científicos atormentadores, solo entonces fue que me di cuenta: entraste al laboratorio y estuviste casi diez minutos sin máscara ni guantes protectores. Debió ser el factor que desencadenó la reacción. A ti no te importaba, decías que, de cualquier forma, no pensabas llegar a los cincuenta años y yo no me di cuenta.

Al otro día, como siempre, tu playa. Nos amamos desnudos y salados como todas las veces, entre la espuma. Y como tantas veces nos tendimos al sol, nuestras pieles casi negras. Incluso recuerdo que aquel día te sentías travieso y yo también.

Entonces miré la fotografía en mis manos y te vi. La cámara reflejó lo que mis ojos no pudieron ver. Tu cuerpo en el aire y, en tu espalda, de casi diez metros de envergadura, cuatro alas casi invisibles de libélulas.

La magia de tus alas quebró la de nuestro amor.

Te enseñé la placa y tú reíste, alzando el vuelo de nuevo.

“¡Timshel!” gritaste en el aire y descendiste junto a las olas. Corrí hacia ti, a tiempo para verte agachar y sacar del agua con esfuerzo algo… Algo cubierto de gotas que resplandecieron al sol como efímeras gemas. Y era algo inmenso, de casi diez metros de envergadura.

No he olvidado que cuando me recobré de la sorpresa, gasté el resto del rollo fotografiándote en cuanta posición adoptaste. Siempre las alas, grandes e invisibles, aparecían en las placas. Pero tampoco he olvidado que, hacia las seis de la tarde, regresó el dolor de tus espaldas y al rato ya no tenías alas.

Cuando regresábamos, empecé a dudar, tanto que te pedí que aquella noche no me vieras. La pasé sola, como antes, mirando y remirando las fotos, tratando de hacerme la idea de que eras un monstruo.

Y no pude, de ninguna manera. ¿Tú, un monstruo? Siempre pensamos en algo repulsivo, cruel, horrendo, babeante, no en un muchacho con alas de libélula, aunque no sea normal. No; debí ser como tú y aceptar la maravilla sin atormentarme una y otra vez.

Ya tú lo dijiste: yo confiaba demasiado en la ciencia y demasiado poco en mí. Timshel era solo tu palabra, no la mía. ¿Pero ahora?

La magia de tus alas quebró la de nuestro amor. Por más que intentaste que te aceptara como antes, empecé a vivir temiendo que las enormes láminas casi invisibles brotaran de tu espalda en el momento más inoportuno. Por más que aseguraste que ya sabías controlarlas, seguí temiendo. Todo terminó cuando te miré de pronto como un bicho raro. Como siempre te había un poco que mirado.

Yo lo escuchaba, a veces con envidia, burlándome sin piedad cuando me decías suavemente: Timshel.

Pude aceptarte joven y raro; pero joven, raro y alado, era ya mucho. Algo tenue se interpuso entre nosotros. Yo me sentía tan libre como antes, cuando estaba contigo y algo semejante a la vergüenza me llenaba por dentro cuando estábamos desnudos en la cama, en la playa, pero sobre todo cuando te veía libre en el viento, señor de los aires, seguido a veces por multitud de libélulas que tal vez veían en tu vuelo algo familiar.

Te diste cuenta, tuviste que darte cuenta. ¿Cómo si no explicar tus locos intentos de reconciliación? Llegabas en medio de la noche, volando desnudo sobre la ciudad, a tocar tintineando en mi ventana, que a pesar de todo permanecía cerrada, para obligarme a abrirte dudando cada noche, y trenzamos en un capullo cada vez más frío y desconfiado.

Tú, feliz contándome de tus furtivos vuelos nocturnos, de tu regreso al amanecer, de la hermosura del viento sobre la piel. Yo lo escuchaba, a veces con envidia, burlándome sin piedad cuando me decías suavemente: Timshel

Yo no creía, sin embargo, a pesar de las cada vez más frecuentes noticias del descubrimiento de mutantes extraños, seres capaces de resistir horas bajo el agua, o mover objetos con la vista. 

Yo siempre argumentando que esas noticias habían existido siempre, incluso antes de que tú las advirtieras y las buscaras. Negaba la realidad de la ascendente marea de mutaciones y me burlaba de tu teoría.

Ahora la creo cierta. Entonces, tal vez parecía razonable, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver. Me decías, argumentando acalorado, que el lanzamiento de la bomba “Torbellino” había sido la llave que hizo girar la cerradura de las mutaciones del hombre. 

Un servicio entero dedicado a recolectar a los que son como tú. No podía ser casual.

Recuerdo cómo insistías en que había llegado el momento de que la raza humana se diversificara en varias ramas y que era tonto oponerse a la Naturaleza. Y desplegabas orgulloso tus alas, a las que nunca pude hallar mi ansiada justificación científica. Porque cuando las escondías no estaban, simplemente. 

Pero en cuanto decidías lanzarte al aire, te cubrías de sudor, apretabas los dientes y cerrabas los ojos, te estremecías y murmurabas casi en silencio: ¡Timshel! Y el ligero vientecito me anunciaba que ya brotaban tus alas. Entonces te envidiaba, pero no me atrevía a intentarlo.

“Quieres el gusto, pero no las consecuencias”, me decías burlón y entonces te odiaba sin dejar de quererte de una forma extraña, pero llegó el momento en que te pedí el inevitable tiempo para pensarlo. Digamos, tres semanas sin vernos, aprovechando que ya en el segundo semestre no te daba clases directamente. 

Te diste cuenta de que te evitaba, pero solo sonreíste despectivo. “Tienes miedo”, y me dolió. Porque era la verdad. 

Pero aceptaste, tenías la filosofía de tomarlo todo con lucha y sin lucha, al mismo tiempo. Por eso, al despedirnos aquella noche en mi cuarto, cada libra de tu cuerpo me transmitía la confianza de que volveríamos a estar juntos.

Esa semana se lo conté todo al decano y pasó lo inevitable: tuve que mostrar las fotos, aunque guardé por vergüenza las mías, las que me tomaste cuando había confianza, las que me mostraban desnuda y alegre, abierta de piernas y de alma.

Te llevaron, te sorprendieron cuando volvías a tu casa. Lograste volver a salir, pero solo para caer en la red que te arrojó el helicóptero. Entonces empecé a creer, cuando leí en el fuselaje del aparato “Servicio Especial de Captura de Modificados”.

Un servicio entero dedicado a recolectar a los que son como tú. No podía ser casual. No puedo olvidarte cuando te debatías en la red, cómo me clavaste tus pupilas, preguntando: “¿Por qué, Leya, por qué?” Y me sentí muy mal.

Ya se estaba planeando una inteligente campaña publicitaria para preparar a la población para la idea de que los mutantes no eran humanos.

Y solo me permitieron visitarte en el laboratorio donde te mantienen volando a la fuerza, al final de una inmensa nave. Vi a los demás, al que permanece todo el tiempo bajo el agua, al que escala por las paredes, adhiriéndose como una mosca, a la niña que puede moverlo todo con el pensamiento. El doctor explicándome, con orgullo profesional, cada mutación. Para él dejaron de ser seres humanos al convertirse en especímenes de laboratorio. Paranormos, como ellos les llaman. ¿Paranormo? Suena obsceno y repugnante.

Todo lleno de soldados, por todas partes. Me vendaron los ojos cuando me recogieron en los jeeps en la facultad, jeeps artillados. Este laboratorio es secreto de Estado, un lugar estratégico. ¿Quién te iba a decir que serías la cabeza de una fuerza de choque conceptualmente nueva? Por más que tú decías que el Ejército puede encontrarle el lado militar hasta a empinar barriletes.

Ese doctor Jansen, con sus gafas de fondo de botella y su cráneo liso, con su voz fría que me contaba cómo pensaba controlarlos mediante operaciones de neurocirugía, implantándote un receptor de radio en el cerebro, como a los modelos de aviones guiados a distancia que siempre quisiste tener. 

Por el momento, lo hacían mediante inyecciones de pentotal, el “suero de la verdad”. Con tanta hipocresía me contaba todo porque muy pronto sería del dominio público, ya se estaba planeando una inteligente campaña publicitaria para preparar a la población para la idea de que los mutantes no eran humanos, pero que podían ser muy bien aprovechados para defenderlos.

No es justo, de ninguna manera y tú Timshel… ¿Yo puedo? ¿Pero qué puedo? ¿Liberarte? ¿Pasando por encima de cientos de guardias armados hasta los dientes y con orden de tirar primero y preguntar después? Pero Timshel… confías en mí todavía. Si acaso…

Me levanto y me visto de prisa. A esta hora solías venir a verme, aleteando en mi ventana como un vampiro ansioso de sorber mi cuerpo con ternura. Y volabas libre. 

Salgo a la calle. Ojalá no hayan cambiado la cerradura del laboratorio de radioisótopos. Puede que resulte.


*


Dolor, dolor, estremecimientos dolorosos, espasmos de fuerza. El doctor Jansen lo llama proyecciones ectoplasmáticas, plasma biológico, algo brotando de mi cuerpo, de todas partes. No son alas. Cuánto dolor, es en todo mi cuerpo, oh, la ropa cómo molesta, me arde… ¡arde! 

Me la quito, ardo, no estoy en llamas, solo es sensación. Algo poderoso envolviendo mi cuerpo entero, algo casi transparente, pero enorme, sólido invulnerable, algo ante lo cual cede la pared, es una coraza bioplasmática. Ahora sí, Timshel.

Como una pista me va guiando un llamado subconsciente, corro hacia las afueras, hacia la base militar. He ahí el hangar, con las naves. Aquella es, rompo la cerca electrificada, las chispas resbalando sobre mi armadura, reforzándola. La alarma, los gritos, los disparos en ráfagas desesperadas, inútiles. Los uniformes pardos revolviéndose en todas direcciones como hormigas asustadas, sin poder detenerme. La verja de cemento, que se quiebra como una frágil cartulina.

Dentro, más soldados. Ametralladoras pesadas que ni siquiera me hacen cosquillas. Un fusil que me hace señales. Es el guardia de mi visita, si no me habría perdido en este pandemonio de pasillos. Allí están las jaulas especiales. Al final, tú. 

Nada puede detenerme. Salta en pedazos. Vuelas libre. Te posas en un beso y señalas hacia las otras jaulas, cuando ya el guardia libera al mutante anfibio que respira de nuevo el aire. Todos libres de nuevo. Todos “vamos fuera”, yo cubriéndolos.

―No ―señala hacia un muchachito de largos cabellos―. Él lo hizo; es un telépata, un transmisor. Él te dio la señal, aquí todos nos ayudarnos.

Es el escape. Todo sobre las tropas. La niña lanzando trozos de cerca sobre el pulular de uniformes asustados. Ya estamos fuera… Me miras con tu rostro distinto e igual al mismo tiempo. Timshel.

―Tú puedes, siempre te lo dije. Solo está en querer. Gracias, nunca lo hubiéramos conseguido sin ti. ¡Linda coraza! No, no vale la pena que la guardes. Nuestros caminos se separan aquí y tú lo sabes.

―¡No puede ser! ¿Qué haré sin ti? ¿Cómo…?

―Ha sido demasiado tiempo. Ya no podré guardar nunca las alas ―sonríe con tristeza―. Mi camino es el del aire. El tuyo es el de la fuerza.

―Pero yo te sentí llamándome, por ti fue que llegué.

―No ―señala hacia un muchachito de largos cabellos―. Él lo hizo; es un telépata, un transmisor. Él te dio la señal, aquí todos nos ayudarnos.

―Comprendo ―pero en realidad no quiero comprender―. Yo buscaré otros.

―Te esperaré cuando estés lista ―tu sonrisa―. Ahora puedes bajar la coraza.

El último beso y la libélula humana vuelve a los aires. En tierra, una mujer llora con lágrimas extrañas y en sus oídos resuena una palabra: Timshel.




© Imagen de portada: Yoss.




Mi comisario del otro mañana

Yoss

Para los 3 o 4 esforzados agentes del «Aparato» que desde finales de los 80 han intentado tenazmente reclutarme como informador. Pero en especial para aquellos que analizaron la idea y la desecharon como improcedente. Muchas gracias, de todo corazón, por su realismo.

Texto escrito especialmente para la antología El compañero que me atiende.






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