Un año de guerra

Un año ya de esta guerra, en la que se juegan cosas que no acabamos de entender. Somos el público aturdido de una guerra de exterminio en pleno corazón de Europa. Pasada la sorpresa, la sensación general es una abofada indiferencia. Muchas veces se prefiere no pensar en el sufrimiento, apartarlo para que no contamine. 


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¿Cómo pudimos imaginar que lo peor ya había pasado? La célebre historia de la Navidad en guerra, una noche de 1914 en el frente de Ypres, cuando los soldados alemanes comenzaron a cantar Stille Nacht y los británicos entonaron villancicos antes de que ambos bandos salieran de sus trincheras para jugar sobre el fango un partido de fútbol adquiere hoy cierto cariz de farsa inverosímil. Ni hablar de aquellos soldados del cuento de Bloy que deciden hacerse matar en una iglesia de provincias para que el cura pueda acabar su misa. Parecen historias de otro mundo o de hace muchos siglos, como aquellos relatos de los primeros cristianos o algún evangelio apócrifo. 


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Aunque muy cerca transcurra una masacre, parecemos más ocupados en encontrar pretextos para no verla que en elogiar el sacrificio de los justos. Es como si la guerra se hubiera convertido ya en algo abstracto, en una nueva fuerza de la naturaleza, acompañada por el coro ruin de politólogos de pacotilla y vividores a costa del “nuevo orden mundial”. Es época de saldos (también los de la inteligencia) y mala prosa. Pero esta guerra no es cualquier guerra. Y quisiera tratar de explicar por qué.


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Desde el 24 de febrero del 2022, algunas cosas han cambiado. La “operación militar especial” de Putin ha ganado magnitud de contienda ideológica: es una cruzada contra Occidente, visto como entidad corrupta, mundo sin hombría, paraíso transgénero donde se habría desvirtuado la grandeza esencial. Así lo proclama Rusia. Según esta visión, la guerra de Ucrania, la “operación especial” del Donbás sería sólo la evidencia de un conflicto más profundo. Es decir, a Ucrania ni siquiera se le reconoce una identidad o una realidad que es, a todas luces, lo más evidente de este conflicto, su verdadera razón de ser. No, Ucrania sería apenas el “pretexto” que el Occidente global usa para atacar la grandeza de Rusia. Esa negación es el primer síntoma del nuevo fascismo, del rusismo. Ir más allá de los despectivos tradicionales con los que han sido tratados los ucranianos dentro de la cultura rusa y borrar su entidad, su existencia, su realidad ontológica. Por eso lo que está pasando en la puerta trasera de Europa califica perfectamente de genocidio.


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Los combatientes serían dos entidades teóricas: al Occidente corrupto, decadente y “satanista” se opone la Rusia de los valores tradicionales (más o menos los mismos del mariscal Pétain: trabajo, familia, patria). La nostalgia del pasado imperial es ahora imperio en busca de sí mismo, una inexplicable sed de territorio que contrasta —como bien ha hecho notar Navalny— con su escasa natalidad.


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Esta guerra trae consigo un ridículo afán de pureza. En octubre del 2022, la Duma o Parlamento ruso presentó una curiosa propuesta de ley para vetar a los funcionarios públicos el uso de palabras extranjeras y preservar la pureza de la lengua materna. Ese mismo mes, los diputados aprobaron por unanimidad un paquete de leyes destinadas a endurecer las penas (no sólo económicas) por “propaganda de la homosexualidad”, ahora equiparada a la de la pedofilia. El presidente de la Duma, Viacheslav Volodin, declaró: “Debemos hacer todo lo posible para proteger a nuestros hijos y a aquellos que quieren vivir una vida normal. Todo lo demás es pecado, sodomía, tinieblas, y nuestro país lucha contra todo eso”.


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Lo que se entiende por Rusia, la patria en nombre de la cual se lleva a cabo la agresión, es siempre un poco tautológico. Rusia es Rusia, sus fuerzas espirituales, su necesidad de espacio, su purezas, sus “esencias”. Putin citando al filósofo Iván Ilich Ilin: “Si creo que Rusia es mi patria, significa que amo, miro las cosas y pienso como un ruso, que canto y hablo como un ruso; que creo en la fuerza espiritual del pueblo ruso. Su espíritu es mi espíritu, su destino es mi destino; sus sufrimientos son mi dolor, su prosperidad es mi alegría…”.


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Es una relación curiosa la de Putin con Ilin. Pero la recomendación para esta alianza ideológica entre el nuevo zar y uno de los tripulantes del célebre “barco de los filósofos” que en 1922 fueron expulsados por Lenin de la Unión Soviética, vino de un intelectual: nada menos que el cineasta Nikita Mijalkov. Cuando en agosto de 2005, las cenizas de Ilin volvieron a Moscú para ser enterradas en el Monasterio de Donskoi con una solemne ceremonia, ahí, en primera fila, estaba Mijalkov. Fue él quien aconsejó a Putin que leyera la obra del pensador emigrado.


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Ilin, el pensador patriota, desembarcó en Alemania, donde fundó el Instituto de Investigación Rusa, adjunto al Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania. En la primavera de 1934, el grupo pasó a estar bajo el mando de Goebbels. En 1938, Ilin se trasladó a Suiza, donde murió casi dos décadas después. Su “saber” germanófilo puede condensarse en esta frase: “¿Qué hizo Hitler? Detuvo el proceso de bolchevización en Alemania haciendo un gran servicio a toda Europa (…) Mientras Mussolini esté al frente de Italia y Hitler de Alemania, la cultura europea puede disfrutar de un respiro (…) La opinión pública ha afirmado reiteradamente que en Alemania han llegado al poder ávidos racistas y antisemitas que no respetan los derechos de los seres humanos, que no respetan la libertad… Estos son juicios superficiales, o miopes y partidistas”.


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En esta transformación de Rusia en Estado fascista, en este rusismo beligerante, la Iglesia ortodoxa ha jugado un papel fundamental. Es una Iglesia singular, por decir lo menos. Tomemos, por ejemplo, a su máximo representante, Cirilo (Kiril) I, Patriarca de Moscú y de todas las Rusias. Nació en 1946 como Vladimir Mijaílovich Gundiaev y tiene dos grandes obsesiones: las artes marciales y los relojes de lujo. Actúa como el monaguillo de Putin, insistiéndole a los rusos en el deber de ir a matar ucranianos, pero posee un castillo en la costa del Mar Negro, una villa en Suiza, otras mansiones, avión privado, yate y, por supuesto, su preciada colección de relojes. En enero de 2018, con motivo de la apertura de los encuentros Valores morales y el futuro de la humanidad, Cirilo llegó al Consejo de la Federación Rusa con un Ulysse Nardin Dual Time que cuesta casi 20 mil euros. 


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Mientras por la muñeca de Cirilo desfilan los Nardin, los Audemars Piguet y los Rolex con diamantes, en las prédicas de la Iglesia ortodoxa no faltan las exhortaciones a las mujeres rusas para que tengan muchos hijos: así soportarán mejor la separación de aquellos que sean llamados al combate. “El Señor ha permitido que cada mujer dé a luz muchos hijos”, explicó el prior de la Iglesia moscovita de Santa Bárbara durante una retransmisión televisiva. “Si una madre tiene muchos hijos, no le resultará demasiado doloroso separarse de uno de ellos”.


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No es sólo el patriarca Cirilo o un prior fanático. En un canal privado que se supone que es el medio oficial de la Iglesia Ortodoxa Rusa pudo verse hace unos meses a un arcipreste, Igor Fomin, discutiendo con el  periodista Boris Kortchevnikov (ambos uniformados) desde las ruinas de una Mariúpol arrasada. Conversaban sobre la incapacidad de la gente para entender las Sagradas Escrituras. El sacerdote explicaba, cual moderno starets dostoievskiano, que cuando estás con Dios debes seguir sus mandamientos, por terribles que sean. Debes seguirlos porque Dios escribió la Biblia y la Biblia dice (no una, sino muchas veces) que hay que matar a quienes se interpongan en el camino de los que están con Dios. Por supuesto, es tarea difícil masacrar pueblos enteros, pero los israelitas lo hicieron con los cananitas, por ejemplo. Ojo, no hay espacio para la compasión: tenemos que “quemar, erradicar” todo lo que obstaculice la voluntad divina.

Esta dulce llamada al exterminio se hace en un tono pausado, de beatitud dominical. El periodista exhibe una sonrisa tristona y resignada: sí, eso es lo correcto, qué pena. “Hay que quemarlos a todos y Dios hará lo suyo. Esta es la misión que Dios les ha encomendado”. El destino ruso ahora es plantar en Ucrania la pancarta divina de la gloria a sangre y fuego. Así se arma el nuevo fundamentalismo imperial: desde esa triada entre Dios, sus ovejas rusas y el padrecito Putin. Dios lo ha puesto ahí para liderar a su pueblo y hacer lo que hace falta para recuperar la grandeza perdida. Si hay otros pueblos que se interponen en el camino, estos pueblos deben ser destruidos. No es el deseo de Putin, sino la voluntad de Dios, expresada por él y reconocida por la Iglesia.


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Nada de esto es nuevo para quien esté familiarizado con los discursos del nazismo. La confesión de Himmler, cuando expresaba su compasión por tener que cumplir la difícil misión de gasear a millones de personas… etc. O el omnipresente peligro de los enemigos internos, cosas vistas y más que vistas, hace cinco décadas. 

Pero el tono cada vez más fundamentalista de los discursos rusos de este año de guerra tampoco está demasiado lejos de Daesh y del terrorismo islámico en general. Tomemos, por ejemplo, a Ramzan Kadírov, líder checheno y uno de los bastiones del régimen de Putin: un mafioso torturador convertido en propagandista de los “valores tradicionales” (que para él se confunden con los llamados islámicos). 

Putin le dio Chechenia a los Kadírov (padre e hijo) como si fueran sus nuevos vasallos. Pero en vez de que el vasallo pague al zar, este Ramzan recibe miles de millones del presupuesto oficial de la federación de Rusia. ¿A cambio de qué? Básicamente, de asesinos. Antes, esta mafia de los valores tradicionales asesinó a Anna Politkovskaia o a Boris Nemtsov. Ahora, además de eliminar a los opositores y activistas (el caso más reciente es el del pro-independentista Toumso Abdourakhmanov, desaparecido hace poco en Suecia, donde tenía asilo y ya había sido objeto de un intento de asesinato), se ocupa de matar ucranianos como si fuera un ritual de cacería medieval. Vimos no hace mucho un video en el que los kadirovitas le llevaban de trofeo al hijo de su líder varios soldados ucranianos recién capturados para que este se entretuviera en masacrarlos, como un rito de pasaje.

Esas barbaries barbadas no están muy lejos de las del llamado “Estado Islámico”. Los kadirovitas incluso usan el término yihad o “guerra santa” para referirse a la “operación militar especial” en Ucrania. La última declaración de Kadírov, el domingo pasado, fue para anunciar que seguirá los pasos de su “querido hermano”, el oligarca Evgueni Prigozhin y creará su propio grupo de mercenarios. Es decir, una empresa militar privada cuyo negocio es la muerte.


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La idea de crear un ejército independiente de mercenarios fue cosa de Prigozhin, el típico mafioso ruso, es decir, un desequilibrado con cierta iniciativa empresarial. El “cocinero de Putin”, como es conocido, empezó con un puesto de perritos calientes, saltó a una empresa de cátering y ahora es uno de los hombres más poderosos del régimen putinista. Dirige Wagner, empresa misteriosa puesto que las compañías de mercenarios no están legalmente permitidas en Rusia. Pero al menos desde 2014, Wagner ha estado defendiendo los intereses del Kremlin en Libia, Siria, África, y ahora en Ucrania.


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Como se le morían sus soldados en Ucrania, a Prigozhin se le ocurrió recurrir a los presos comunes, a los que ahora se les propone ir al frente a cambio de condonar su sentencia. Aquí Prigozhin, como todos los empresarios testarudos, prefirió concentrarse en algo que conocía bien: él mismo estuvo encarcelado nueve años por robo y fraude. De lo que allí pudo ver, vino su iluminación. Asesinos, violadores, gente hundida en la espiral criminal, de pronto reciben un importante estímulo: pueden ir a la guerra, la fiesta de la muerte. De los 450 mil presos comunes que hay en Rusia, Prigozhin ha acogido unos 50 mil dispuestos a jugarse la vida, lo cual habla del estado de las prisiones rusas. Y sobre su poder judicial, que cancela sentencias por delitos graves para que un hombre, alguien que representa a la verdadera ley, pueda usar a los presos como su carne de cañón.


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Los ucranianos han descrito como “ataques de zombis” los asaltos lanzados por los Wagner en Bajmut y Soledar. Era imposible contar los muertos que, además, no entran en el recuento oficial de bajas porque técnicamente no son soldados. Los Wagner atacan en pequeños grupos, uno tras otro, diez, veinte personas cada vez, y así van avanzando, por cansancio. Nadie sabe exactamente el número de bajas de esta guerra, pero el mínimo aceptado son entre 10 mil y 30 mil, contando muertos y heridos. ¿Cuántos ataques de pequeños comandos se necesitan para llegar a 30 mil muertos o heridos? Eso nos puede dar una idea del infierno que son los puntos más problemáticos del frente. Están, también los desaparecidos: unos 10 mil. Diversas ONGs rusas hablan de una cantidad increíble de deserciones (los muchachos, que son todos asesinos con licencia, desertan con sus armas). Por supuesto, a esto le sigue toda una ola de asesinatos, porque los desertores saquean todo lo que encuentran a su paso, ya sea en Ucrania o en Rusia. (Sí, algunos regresan a Rusia para volver a vivir como antes en bandas clandestinas, y redescubrir su vida criminal de antaño).


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Se podría pensar que el súbito descenso de la población penal rusa ha servido para mejorar sus infaustas condiciones de vida. Pero no es así: el espacio desocupado en las prisiones lo han ocupado presos ucranianos. No prisioneros de guerra porque, aunque los hay en las penitenciarías de toda Rusia, la mayoría de estos presos son civiles, detenidos en Ucrania, o gente que, por una u otra razón, no pasaron las “filtraciones”, los controles por los que deben pasar todas las personas, refugiadas o no, que, este último año han entrado en Rusia. Estas personas, sin duda más de un millón, están expuestos a todas las arbitrariedades imaginables. No sólo fueron detenidos, sin ningún juicio ni base legal, sino que además ahora son rehenes y sufren acoso en las cárceles. Si las cosas empeoran para Rusia, podrían ser asesinados.


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Muerte y más muerte. Una violencia absoluta acompañada del más absoluto despotismo. La guerra ha acabado por revelar la verdadera naturaleza del régimen de Putin. Que es una violencia absoluta y constante, un esencial desprecio por la vida humana. Contra la sociedad, pero también en espacios cerrados como las cárceles. Una prisión rusa es, desde hace siglos, el lugar de la arbitrariedad total, un sitio donde la tortura y la humillación son sistemáticas y de donde nadie sale intacto. Infierno en la tierra, espacio de iniquidad.


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Prigozhin tiene, además de los mercenarios reales, el control de los virtuales. Su otro gran negocio es un grupo de medios de comunicación pro-Kremlin llamado Patriot, que se formó con el objetivo de “contrarrestar” a los medios “anti-Rusia” que “no se dan cuenta de las cosas buenas que están sucediendo en el país”. Patriot reúne cuatro sitios web de noticias con sede en San Petersburgo: la agencia de noticias RIA FAN, Narodnye Novosti, Ekonomika Segodnya y Politika Segodnya, cuya audiencia combinada es mayor que la de la agencia estatal de noticias Tass o la televisora RT. Como apenas quedan medios críticos en Rusia, estos sitios web refuerzan las tareas de la “fábrica de troles” tras la cual también está, según propia confesión, la mano de Prigozhin. Su función ahora es lanzar campañas para manipular la opinión pública en lugares clave de Occidente.


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Prigozhin apareció hace unos meses ante sus hombres, supuestamente en el frente, para regalarles un mazo de hierro con el sello de los Wagner: una calavera. Les sugirió a sus soldados que pensaran qué uso dar a esta “nueva arma”. Días antes se había divulgado un video donde un supuesto “traidor” era masacrado a golpes con un mazo parecido. Dentro de Wagner, este tipo de ejecuciones es frecuente. Se aplastan los cráneos, se tortura hasta la muerte, se emascula o, en el mejor de los casos, se fusila —y siempre en público, frente a la tropa.

Las familias de los muertos reciben los ataúdes (a menudo después de soportar extorsiones) sellados, con una solicitud sincera de no abrirlos. Los ritos funerarios ortodoxos implican que el difunto esté visible, así que el pretexto habitual es que el daño sufrido hace que el cuerpo no se pueda ver. Otras  veces los ataúdes están vacíos. Es decir, el hombre es declarado muerto para su familia, pero no está realmente muerto sino prisionero, y días después del funeral llama al teléfono de su esposa o su madre. Un chiste macabro.


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No entenderá el verdadero carácter de esta guerra quien no haya visto los programas de  propaganda (valga la redundancia) de la televisión rusa durante este último año. Vladimir Soloviov, Olga Skabeyeva, Yevgeny Popov, Margarita Simonián, Artyom Sheinin… toda esa purria. (En ese sentido, la eslavista Julia David ha hecho un trabajo notable, porque suele reseñar y traducir en Twitter las mejores tiradas de esos fanáticos, que marcan el tono del sentimiento popular. “I watch Russian state TV, so you don’t have to”, dice su motto en Twitter).

Soloviov empezó el año asegurando que “de todos modos, la vida está muy sobrevalorada”. Volvía, supuestamente, del frente y se puso filosófico. “¿Por qué tener miedo de lo inevitable? Igual nos encontraremos en el cielo. La muerte es el comienzo de un camino, y el comienzo de otro”. Y entonces, procedió a citar al padrecito Putin: “La vida solo vale la pena vivirla si vives por lo que vale la pena morir”. Antes el nuevo zar (cuyo ADN ha revelado, según popular revista Ogoniok, lazos con Pedro I) había asegurado: “[si Occidente nos ataca], moriremos todos en una explosión nuclear. Ellos simplemente morirán, y nosotros, los mártires, iremos directamente al cielo”.


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Putin parece habitar un mundo regido por el lema franquista “¡Viva la muerte!”. Dentro de su esquema de “valores tradicionales”, la vida no representa nada realmente interesante, salvo un anuncio de una vida en el más allá. Para los rusos, el mensaje es: “da igual si mueres ahora o más tarde, de cualquier manera te mueres”. Cuando recibió a las madres de soldados caídos en el frente ucraniano durante la “operación especial”, el presidente les dijo sin pestañear que, de todos modos, los hombres en Rusia a menudo mueren jóvenes, en accidentes de tráfico o por alcoholismo, y que morir por la patria al menos era una muerte hermosa. 


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La semana pasada vi que a las viudas de los soldados caídos en el frente les están regalando abrigos de piel. Se lo comenté, escandalizado, a un amigo que estudió muchos años en Rusia. Me respondió: “Algunas, sin duda, saldrán ganando con el trueque de un marido abusador y borracho por un buen abrigo de visón”.


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Los espectáculos de Soloviov y compañía, en los que se lanzan bravuconadas y se pide el asesinato de todos los enemigos de Rusia, han empezado a aburrir a los propios rusos, que prefieren ver otros programas de variedades o cursos sobre jardinería. Su omnipresente bravata se ha convertido en un búmeran. Algunos han empezado a reclamarle, por ejemplo, que mande a su hijo al frente, como repite cada día en pantalla. El hijo, Daniil, es un hermoso mozalbete rubio, que estudió y al parecer trabajó como modelo en Londres. Por una ironía deliciosa, y a juzgar por las fotos divulgadas online, el joven adora disfrazarse de mujer.


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El magma del rusismo está formado por esta combinación de culto a la muerte, doble, (triple, cuádruple) moral y la corrupción rampante. De la que no está exento, por supuesto, el Ejército. Las imágenes de las raciones de alimentos servidas a los soldados rusos al inicio de la guerra, con fecha de caducidad del 2015, y el hecho de que la mayoría de las veces los movilizados tenían que comprar ellos mismos sus equipos básicos para pelear son signos de una corrupción que se manifiesta en todas las esferas de la vida pública rusa. Esa corrupción y desvío de fondos ha terminado enfrentando a Prigozhin con el Ministro de Defensa ruso, el todopoderoso Serguéi Shoigú.


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Tanto Kadírov como Prigozhin se han mostrado muy críticos con el alto mando del ejército, acusándolo de querer escamotearles sus (escasas) victorias. Así pasó con la conquista de Soledar, por ejemplo. A Prigozhin no le gustó un primer comunicado del Ministerio de Defensa y lanzó a sus bots a protestar por este robo de “su” victoria. El comunicado fue corregido especificando que se trataba de una opción conjunta con los Wagner. Prigozhin calló, pero no sin mencionar el peligro de “la corrupción, la burocracia y los funcionarios que quieren conservar su puesto”. La lucha interna de poder entre el Ministerio de Defensa y los señores de la guerra a cargo de fuerzas que manejan como pequeños ejércitos privados es un hecho. Se trata de una lucha de facciones entre dos clanes mafiosos, que Putin se ha ocupado de regular y alentar a conveniencia para que no aparezca nadie capaz de hacerle sombra.


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Rusismo sería entonces el régimen de la alianza nacionalista de Putin, la iglesia y los señores de la guerra, que con un llamado a los valores tradicionales encubre un fondo de adoctrinamiento, decadencia y corrupción generalizada. Se trata, por definición, de una sociedad sin disidentes, puesto que todos están muertos, presos o en el exilio. Y sin embargo, parece que hay alguna chispa en el ser humano, un non serviam que ni siquiera este oprobioso mecanismo político puede apagar. Eso pensé cuando hace unos días se divulgó la carta de un joven soldado ruso que prefirió suicidarse en vez de ser enviado a Ucrania. Dejó esta nota: “No quiero servir a gente que no inspira otra cosa que miedo y asco. Ustedes no han conseguido romperme, y ya no lo conseguirán. Es por eso que he decidido morir aquí, en mi tierra natal, sin embarrar mis manos con la sangre de otros”.


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A veces empiezo a leer noticias de la guerra y tengo que parar porque realmente me hace daño. Daño físico: náuseas, punzadas, migrañas. Pero desde hace un año empleo al menos una hora diaria en ese triste oficio. Saber un poco de ruso no es precisamente una ventaja porque me acerca a una realidad terrible, que llega atenuada y filtrada a los periódicos occidentales. No hace mucho, por ejemplo, leí un reportaje sobre los niños ucranianos secuestrados en las zonas ocupadas o en combate. Niños de entre 4 meses y 17 años, que han sido llevados a distintos campos, “relocalizados” en Siberia, Crimea, Kazan o Ekaterimburgo. Hay más de 6 mil de estos niños ucranianos bajo custodia rusa, y se calculan en más de 200 mil los que han sido trasladados a la fuerza a territorio ruso. En la mayoría de los casos, sus padres han muerto o están desaparecidos. Algunos estaban ya en orfanatos, pero otros tienen tíos, abuelos, familia a la que se le niega información. Hay toda una red de centros que se ocupa de reeducarlos y darles a algunos una nueva familia de acogida. Putin firmó recientemente un decreto de urgencia para acelerar el proceso de entrega de la ciudadanía rusa a estos niños y para que sean entregados cuanto antes a familias rusas. Vivirás con el enemigo que mató a tus padres, y muchas veces ni siquiera lo sabrás. 

Esto, que ya de por sí es moralmente vomitivo, se disfraza de humanismo, el nuevo humanismo rusista. María Lvova-Belova, comisionada rusa para la protección de derechos de la infancia, le contó a Putin en un programa de TV haber “adoptado” a un menor de Mariúpol. “¿Uno pequeñito?”, le pregunta Putin. “No, tiene 15 años”, responde ella con una sonrisa. “Es difícil, pero creo que podremos superar cualquier cosa”. A sus 37 años, Lvova-Belova está casada con un sacerdote y es madre de 17 chicos, 5 de sangre, 4 adoptados y 8 en custodia.


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Putin no ha conseguido lo que pretendía hace un año y sus metas bélicas se han ido ajustando a la progresiva catástrofe de su ejército. Pero no hay que engañarse: sí ha conseguido matar y arrasar en proporciones terribles. Tras la invasión y las sucesivas masacres, el odio en Ucrania a todo lo ruso es la primera consecuencia espiritual del conflicto. Ahora sabemos que, durante las próximas décadas, Ucrania no podrá convivir sin rencor con Rusia. 

A nadie le importa ya las primeras justificaciones de Putin para invadir Crimea o Donetsk. ¿Hubo opresión ucraniana de una población que no hablaba ucraniano? Es cierto que las escuelas públicas eran todas en ucraniano, y que el ucraniano es el único idioma oficial de Ucrania (desde 1991). Pero, ¿la gente se sentía oprimida? Algunos sí, y lo expresaron a través de su libre voto en las zonas llamadas prorrusas. Ahora esas distinciones no tiene sentido, la convivencia se ha vuelto imposible. Son los rushistas contra los ukrop, el reclamo de que los ucranianos sean enviados al nuevo gulag para ser lavados y refundidos con el mundo ruso, contra un nacionalismo de supervivencia, pero nacionalismo al fin y al cabo, que se dedica a decir que no hay nada que sea propiamente ruso, ni el samovar, ni las matriuskas, y que incluso el padre de Dostoievski (un sádico violador que nada debería querer para su bando) era ucraniano. Es un odio comprensible, pero igualmente estéril, como cualquier nacionalismo.


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El rusismo ha conseguido implantar la idea de que la pureza nacional es absolutamente necesaria. También entre ucranianos este orgullo por cierta pureza es, por desgracia, demasiado frecuente. Como se preguntaba hace unos meses el escritor y traductor francés André Markowicz: “¿Volverá con fuerza el nacionalismo ucraniano y será más fuerte que el impulso democrático? Sabiendo, una vez más, que Putin, bajo el pretexto de luchar contra el nacionalismo ucraniano —en nombre de un nacionalismo ruso dominante y asesino— está, de hecho, luchando contra la democracia como tal. Mi pregunta es, de cara al futuro: tras la derrota de Putin, ¿quién acabará ganando? ¿La invaluable impureza democrática o el Putin que todo nacionalista tiene en mente, incluso en Ucrania?”.


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Cuando antes les decía que esta guerra no es “otra guerra más” quería decir que con ella ha surgido un importante reto para la civilización a la que pertenecemos. Es una guerra sin fin a la vista, que nos obliga a replantear antiguos pactos y sistemas de valores, que nos devuelve a una escena primitiva y de repercusiones indudables en el futuro más próximo. Es una guerra que obliga a repensar la manera en que entendemos la política y el sentido mismo del ser europeo y hasta del ser humano. Es una guerra que hay que ganar, cueste lo que cueste. 


© Imagen de portada: AP News.




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