El barco que nos llevó a la guerra de Angola


© Cándida Rodríguez.


En la década de los ochenta, lo que en apariencia era un apacible crucero familiar de lujo, con periódicas escalas en el tranquilo puerto de La Habana, servía como camuflaje perfecto para transportar tropas cubanas a Angola. Un barco convertido, durante una de sus travesías, en testigo del encuentro casual de dos mujeres que deciden unirse para combatir a un agresor común. Alicia y Tania son, a la vez, víctimas y prisioneras de acoso sexual de dos altos oficiales cubanos. Un relato de ficción, altamente simbólico, que recupera y recrea fragmentos de la verdadera y trágica historia oculta tras la presencia de cientos de mujeres en la guerra de Angola.                                                                    



La noche antes de regresar al puerto de Santa Cruz de Tenerife llovió mucho y no pude salir a cubierta. Durante la ida a Luanda, todos los espectáculos se habían presentado una vez y no teníamos que ensayar tanto para las presentaciones diarias que hacíamos en el barco a la vuelta. Lo peor de un viaje largo es cuando el tiempo te empieza a sobrar y te desesperas. A Yamilé y al Mago no les gustaba conversar mucho con Tania; para ellos era una mujer aburridísima y triste que no tenía nada interesante que decir. Tenían razón, no sabía nada de arte, ni le interesaba mucho la música, más allá de los trovadores cubanos que todos conocíamos. Ellos me empezaron a llamar “la madre Teresa” porque yo me sensibilizaba con su extrema vulnerabilidad y le escuchaba sus letanías sobre las armas, la infidelidad del marido, la belleza de los atardeceres africanos… la pobre, no tenía a nadie más con quien compartir porque la gente huye de las caras sufridas. No sé por qué, pero el dolor que veía detrás de sus ojos me desarmaba, me daba deseos de abrazarla y consolarla.

También me encantaba ver la mirada de perseguidora del capitán de inteligencia Aracelio Carmona que no nos quitaba la vista de encima cuando nos veía juntas por el barco. Me gustaba desafiarlo, aunque no entendía el porqué de su preocupación cada vez que nos veía conversando. Bueno, tampoco es que siempre estuviera con ella, yo seguía compartiendo con Yamilé y el Mago, pero todos los días le daba una vuelta a Tania. Tocaba en la puerta de su camarote y ella salía para sentarnos en algún rincón de cubierta, aunque el aire frío nos quemara las mejillas. Hablábamos un rato y después me iba a jugar a las cartas con mis amigos. Nunca me invitó a entrar a su cuarto y siempre al salir al pasillo se le veía nerviosa, mirando de un lado a otro, como con miedo. 

Un día, después de muchas vueltas, me confiesa que el batallón de mujeres nunca había disparado una sola bala en África. Mira, algo se me removió por dentro porque siempre pensé que su paranoia era consecuencia de los meses que pasó en la guerra. Yo me la imaginaba intrincada en la selva, metida en una trinchera o detrás de algún camión, esperando disparos de cualquier parte. En ese momento se me subió una ira a la cabeza que no me pude contener y sin preámbulos le lancé la pregunta. 

–¿Entonces por qué se te ve tan paranoica, Tania? Si tú no has disparado un tiro, no has 

estado en peligro. 

La expresión de mi cara debió intimidarla porque contestó en un tono de disculpa. 

–Estoy embarazada por eso me siento tan miedosa. 

No me dio tiempo a reaccionar porque en el instante en que dijo esto, se le vio como arrepentida y se despidió casi huyendo de mí. La noticia me dejó pasmada, pero me molestó que me dejara con la boca abierta, tirada en aquel rincón del barco. Yo había tenido la paciencia de ser su confidente y aquello era el colmo. Por muy mal que una persona se sienta no tiene el derecho de maltratar a los que se interesan por ella.

Juré que más nunca la buscaría, a mí tampoco me gustan las personas complicadas y abusadoras, pero a la mañana siguiente, bien temprano, tocó a la puerta de mi camarote. Abrí y al verla, salí para que Yamilé no se despertara. 

–Perdona –me dijo. –Ayer te dejé con la palabra en la boca y eso no está bien. 

Yo le sonreí para salir del paso y le contesté. 

–No tienes que disculparte, ¿hablamos luego? –Apenas tenía tiempo para vestirme y salir para el comedor. Yamilé nunca iba a desayunar, así que no se enteró de nada. En camino hacia el restaurante, pensé en ella y de nuevo me sentí atrapada. Me conmovía que estuviese esperando un hijo en medio de una guerra. “¿De quién será, si el marido está en Cuba?”, me dije. “¿Y eso qué me importa a mí?”, concluí. Entonces, tomándome el café, justifiqué sus profundas ojeras y pensé que ella debería de vomitar varias veces al día y que estaría cansadísima y por qué no, asustada. Tenía todo el derecho del mundo a sentirse y actuar como le diera su realísima gana, quién era yo para andar juzgando a alguien. Esa misma tarde fui a buscarla de nuevo.

Por primera vez me invitó a entrar a su camarote. La habitación era idéntica a la que yo compartía con Yamilé. Muy pequeña, sin escotillas, amueblada con dos camas personales divididas por una mesa de noche, dos sillas colocadas contra la pared, un armario, un lavabo frente a las camas y un baño diminuto con una puerta para dar privacidad al que estuviese dentro. En esa época yo no sabía nada de cruceros, pero después, con los años, comprendí que ocupábamos los camarotes destinados al personal de servicio. Ella se sentó en una de las camas y yo en la otra. 

–Me imagino que te debes preguntar el por qué estoy embarazada –me dijo.

–¡¿Yo?! Para nada. –Mentí un poco nerviosa. Me avergonzaba que adivinara lo primero que pensé al saber su situación.

–Es normal –continuó muy tranquila–. Hasta mis compañeras más allegadas se deben de estar preguntando lo mismo, pero no puedo hablar de eso.

–¿Por qué? –pregunté.

Respondió con unas lágrimas gruesas y abundantes que trató de limpiar en vano con los dedos. Fui hasta su lado y la abracé como siempre había querido, intentando protegerla de todo el mal del mundo. Ella se abandonó en mi pecho y se dejó acariciar el pelo. 

–Tú no le debes explicaciones a nadie, esa es tu vida…

–Es verdad, pero cuando hay alguien que te fuerza a no contar lo que pasó, se te hace un nudo en la lengua porque… ¡lo que yo quiero en este momento es gritar a los cuatro vientos todo lo que sucedió!

Sentí un vuelco interno, algo me dijo que yo no debería de estar ahí escuchándola porque el que sabe algo, se convierte en cómplice. Tal vez se trataba de algún secreto militar que podía costarle la vida a todo el que supiera. Quise levantarme y salir huyendo, pero mi curiosidad pudo más. La frente de Tania empezó a perlarse con gotas de sudor. Estaba pálida. La abracé más fuerte aún, pero su miedo me empezó a calar. Sentí un escalofrío que me recorrió el cuerpo, estaba allí, sentada en aquella cama, lista a escuchar un secreto que me llevaría a la cárcel o a la tumba y no podía dejar de acariciarle la cabeza. Ella volvió su rostro hacia mí y se refugió en mi hombro. Las dos nos dejamos caer suavemente en la cama y nos apretamos para darnos fuerzas. Alcancé a escuchar su voz resquebrajada y baja que silbaba muy cerca de mis oídos. Me fue contando lo sucedido con un tono lejano a toda queja, como si se tratara de una denuncia, un ajuste de cuentas. De repente, el momento se cortó. Alguien tocó a la puerta. Nos sobresaltamos al oír los toques. Tania se levantó y con calma compuso su pelo, nunca había visto a alguien con tanto aplomo en un momento de estrés porque yo estaba hecha una calamidad. Me pasé la mano por el pelo con nerviosismo, el vapor que sentía en la cara me hizo imaginar que al cruzar la puerta todos sabrían lo que me dijo. Ella se acercó a mi oreja una última vez y en un susurro sentenció:

–No lo olvides, me violaron el coronel Ernesto Roldán y su mujer. 

Me miró a los ojos y percibí una fortaleza que jamás le vi antes. Incluso tuvo el ánimo hasta de sonreírme. Comprendí que se acababa de liberar de ese peso que produce el silencio al que nos fuerzan. Luego se dirigió a la puerta y abrió. Era la camarera que venía a limpiar el camarote. Salimos las dos para que la muchacha entrara. Era una rusa de aspecto delicado, pero tan áspera que no nos miró a los ojos. Caminamos hacia cubierta. No sabía qué contestarle. Por mi experiencia comprendí que no mentía, pero en ese momento no me pude imaginar las consecuencias que traía para una mujer del ejército atreverse a contar lo que pasó. Cuando llegamos afuera nos tropezamos con el capitán Carmona, era como si estuviese esperándonos. 

–Tania. –La llamó.

–Nos vemos luego. –Se despidió y yo giré a la izquierda rumbo al teatro donde me debía de esperar el Mago para precisar detalles del espectáculo de esa noche.

No volví a ver a Tania. No apareció en la función de la noche y más tarde cuando llamé a su camarote, nadie contestó. Me pasé la noche en vela pensando que tal vez Carmona la había encerrado, pero al instante, me decía que algo tan cruel no podía suceder. Ella no había hecho nada. Hoy en día me pregunto cómo pudieron saber lo que me confesó. Tal vez tenían cámaras en su camarote y disfrutaron la escena como buenos espectadores. Sí, tuvo que ser una cámara.

No, nunca he vuelto a saber de ella. Muchas veces me imagino que llegó a Cuba y después de aterrorizarla la dejaron ir a su casa. Su marido, cansado de las imposiciones del Partido Comunista, renunció a la militancia y se reconcilió con ella. Como no tenían hijos, criaron al bebé juntos. Pero eso son historias que me invento. Quién sabe qué suerte corrió. Tal vez salió a Estados Unidos en los años noventa, montada en una balsa, con el niño o la niña en brazos. Tal vez lea la novela que tú quieres escribir y se reconozca en la historia. No sé. Lo cierto es que, a la mañana siguiente, cuando ya estábamos anclados en Santa Cruz de Tenerife, subí a cubierta después de tocar a su puerta una vez más. Cuando miraba hacia todos lados buscándola, vi que el capitán Aracelio Carmona se dirigía hacia mí acompañado de dos hombres, oí mi nombre, tal vez quería decirme algo, tal vez un saludo, tal vez me iba a interrogar, tal vez a meterme en el calabozo que siempre me prometió. Entonces no lo pensé dos veces. Corrí a la baranda y me tiré. 


* Fragmento de la novela El barco que nos llevó a la guerra de Angola, publicada por Aduana Vieja (2022).
© Imagen de portada: Dibujo de Cándida Rodríguez (detalle).




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Jhan Asher

Jhan Asher

“Pertenezco a la generación de los que no se equivocan, menudos ‘comepingas’”.






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