Es un día invernal, la lluvia inunda la calle de enfrente, en mi habitación se escucha un sonido peculiar: el agua cayendo en los cántaros. En realidad, son jarros y cazuelas que recogen este sonido: el del agua que se cuela por las grietas del techo.
Llueve torrencialmente y no hay nada que hacer, salvo la escritura, mecerse en su vaivén, como en un columpio, atravesados por reflexiones y pasajes. ¿Será una broma que Dios me gasta para obligarme a sentarme y escribir, para dejar fluir las cosas que finalmente hay que echar afuera?
Enciendo la laptop, busco en una carpeta los lugares y cosas que he fotografiado con mi celular. También con la cámara Canon, que parece un juguete, una cajita, un cofrecito que puedo llevar en el bolsillo.
Es imposible fotografiarlo todo. Cuando la luz te reta, hay que presionar el botón hacia el objetivo; que es, además, subjetivo, en la medida de lo que nos imaginamos, o queremos creer. El momento efímero quedara en el flash, en la envergadura del instante.
Si ando por ahí, me resulta imposible no hacer fotos. Las manos van directamente a sacar el celular del canguro amarrado a mi cintura.
He hecho disímiles fotorreportajes para la revista donde escribo desde hace años. No sé si tienen la mejor calidad, aunque algunas pueden ser hermosas, raras, e interesantes. Depende del observador. De la persona que juzga, o se recree mirándolas.
Suelo hacer ese trabajo porque lo disfruto. Investigo sobre la estructura y cómo se creó. Además del registro histórico, está la influencia en el vínculo personal.
Nunca me he considerado fotógrafa, ni tampoco he estudiado el tema como debería; me guío por el instinto, por lo que se esconde detrás de la entidad elegida. Eso me decía mi padre, que si era un fotógrafo nato. Ver detrás de lo que no se percibe a simple vista. Adivinación de una realidad paralela.
En cierta ocasión, alguien se burló de una serie que realicé, dedicada a La Habana Vieja. Señaló que esa no era la Habana profunda, sino otra serie de fotos para una revista turística.
Yo mostraba la concurrida calle Obispo, por donde serpentea una muchedumbre diariamente, el Floridita, lugar de borrachera y conversaciones de Ernest Hemingway; el hotel Ambos mundos, donde él solía tener una habitación alquilada.
Nunca estoy satisfecha de lo que hago. Me autocritico. A menudo pienso que pude haberlo hecho con mayor calidad. Imagino lo que haría con una cámara profesional. No obstante, lo que importa es ver más allá, traspasar los límites.
Unas fotografías que me resultan chocantes y a la vez fascinadoras, son los rostros que captó Diane Arbus. Las expresiones, el asombro de los personajes que nos miran fijamente; exhalando cansancio, dolor, incertidumbre. O, simplemente, alientan. Están ahí.
Se fotografió a sí misma, con su hijo en brazos. Pero era una madre a la que incomodaba ser normal. Asumo que quiso inmortalizar la extrañeza como un signo distintivo. Esa fue una clara influencia de su profesora, la fotógrafa Lisette Model, que plasmó a gente ordinaria, dándoles protagonismo.
Entonces, Diane Arbus comenzó la búsqueda de la sordidez. Con su Rolleiflex retrató a travestis, a freaks. Inundó el papel fotográfico con enanos, tipos repletos de tatuajes, retardados, locos, gigantes, fenómenos de circo, seres deformes que nadie tolera mirar fijamente. Esos olvidados que desbaratan los cánones y la belleza vendida como un boleto para la felicidad.
¿Y el niño del Central Park, el rubito flaco con una granada de en la mano? No obstante, era una composición preparada, no fue casual. La granada era plástica, por supuesto. Ella hizo varias tomas, hasta lograr que pusiera en su rostro esa mueca de alarma, ese vacío de la niñez inconforme.
Luego, está la foto de las gemelas, remedo que sirvió en la trama a Stanley Kubric en The Shining.
Cuando vi Fur, aquel retrato imaginario de su vida, pude comprenderla mejor, acaso sentí lástima por su soledad, porque renegó de la comodidad de un estatus. Y se sintió como un animalito raro, que salió a buscar el horror, lo deforme, por esas calles solitarias de New York.
Cualquiera se hubiera sorprendido al ver al nuevo vecino, el hombre encapuchado, el que a veces se encuentra en la escalera de su edificio, al que rodea un enigma. Todo lo contrario, ella se siente fascinada con su presencia. Lo desea dentro de ella, como un grito interno. Aún no sabe que padece de hipertricosis.
Diane Arbus no fue feliz. Encontró a la muerte. O la muerte la encontró primero. ¿Fue suicidio? No, antes de tomar barbitúricos y hendir sus venas con una cuchilla, escribió en su diario: “Última cena”. No era más que un plan final.
Arthur Lubow, el autor de su nueva biografía, Diane Arbus: Portrait of a Photographer, afirma que ella no estaba bien de la cabeza, pues el enigma apunta al incesto con su propio hermano, desde la etapa de su niñez, hasta dos semanas antes de su muerte.
Son muchas las preguntas y pocas las respuestas. Pienso que lo esencial en el arte no es el arte en sí, sino lo que lo inspira. Ha sucedido con el trabajo de la fotógrafa norteamericana Sally Mann, que usa una cámara de fuelle y emplea una técnica del siglo XIX como algo novedoso.
Desde los años noventa, ella ha trabajado con el colodión húmedo, generando y modelando una realidad que no es tal, porque la construye y desmonta en fragmentos. Acaso sea un puzle donde Sally Mann es la jugadora principal, la única responsable del milagro.
Así es capaz de armar escenas surrealistas, tanto de personas como de contextos. En su álbum Immediate Family, sus tres hijos posan (la mayoría de las veces, desnudos) mezclados con elementos naturales, como el agua o la tierra. Interactúan con objetos de manera simbólica: están en la cama, la butaca, el bote.
Hay fotos donde los expone con los cabellos revueltos o suspendidos en el aire. Diversos contextos sirven para ubicarlos, el patio y el porche de la casa. A pesar del estatismo, se siente el movimiento íntimo que genera la observación.
Cada una de estas obras trasmite el misterio, la fragilidad de una edad, una historia oculta que nunca se nos devela, y que solo cabe imaginarla. Son representaciones de una intimidad en espacios familiares, donde lo cotidiano puede ser lógico o no.
Los niños están ante el ojo de la cámara y luego se meten por su gran ojo estático, alentando en ese círculo concéntrico que no es más que un centro de existencia.
En algunas fotos, salen cuerpos incompletos o desdibujados entre las sombras. El blanco y negro actúa de manera especial para los contrastes. Su magia es un valor genuino. Mi padre solía usarlo, porque integra los defectos al formato y se puede manipular con más libertad que con el color.
En una entrevista, Mann habla con voz pausada, explica como se conecta y forma parte de la naturaleza. Es la hija del estado de Virginia, y su propia hija lleva el mismo nombre. La sureña no se priva de nada, captura con su espejo-devorador lo que serán los dibujos finales.
En su plática, emana candor. Ha envejecido hermosa. Su figura es grácil, tiene los cabellos plateados, peinados en una larga trenza; leves arrugas que no deslucen un rostro de mirada azul: marea tranquila y, al mismo tiempo, impulsora de tantos proyectos.
Trabaja en soledad, en su cuarto de revelado controla la técnica sin ayuda. Domina cada acto, hasta que las fotografías viajan y se cuelgan en las paredes de la galería, donde finalmente quedaran para su exposición.
En uno de sus videos, sale en su auto, acompañada de su perro. Persigue el instante de un paisaje, como si se tratara de lo más importante del día. Y lo es, seguramente. Viste con sencillez: jeans, suéter, chaleco y botas. En el cuello lleva un pañuelo estampado.
Entonces llega al lugar elegido, se baja y coloca su cámara antigua encima del trípode. Una cámara que asemeja un dinosaurio domesticado; que también es su apéndice, su indiscutible lógica para hacer que perdure un sentimiento.
Tomar fotos puede ser una forma de vivir; y otra manera de no morir. Se detendrá a la muerte, y esta no osará triunfar. Aunque, como en su proyecto Body Farm, refleje cuerpos inermes, cadáveres en descomposición, en posiciones quietas, pero que fluyen lentamente a otro estado, amalgamados a la tierra como destino final.
Sally Mann imprime misterio en esas figuras exánimes, donde el espíritu ha huido antes, pero la carne prosigue en su transformación. Es un reto. No hay vuelta atrás. Será aquello donde la enormidad quede plasmada. La Madre Natura es sabia. Sus accidentes son nuestras equivocaciones, ignorar su legado.
La mujer, la fotógrafa, no es una simple ladrona de luces y sombras. No es solo el tecnicismo de un arte, es apreciación y reflexión. Un vínculo absoluto con el creador.
En cuanto a mí, elijo lo que me sorprende. Una de las construcciones que más me intriga es Riomar, en el barrio de La Puntilla, en Miramar, donde resido hace años.
Le he hecho miles de fotos, e incluso filmé un video. Aquel día parecía que estaba en un filme de terror y yo era la protagonista principal. Me entró una especie de pavor y hasta me perdí en esos largos pasillos.
Allá dentro es la hora cero. En los apartamentos desmembrados, sin puertas, en los pasillos, la oscuridad, el polvo y la soledad habitan libremente.
Toda la gente que pasa por allí se pregunta si en esa formidable mole aún residen personas. ¿Cómo se mantiene en pie, a pesar de estar tan cerca del mar? ¿Por qué una arquitectura del capitalismo no se cae fácilmente?
El secreto está en los cimientos del edificio, emplazado sobre rocas. Al arquitecto se le ocurrió la idea de hacer cinco bloques, para darle firmeza. Aunque los años, las inundaciones y los huracanes lo han golpeado, le falta bastante para venirse abajo. Ha sido muy fotografiado; además, muchos directores lo han usado como set cinematográfico. Por ejemplo, en la película Corazón Azul de Miguel Coyula.
Repaso mis propias fotos, algunas se agrupan en un engranaje común, otras no. Y me doy cuenta que las alternativas son infinitas. La inconexión, igualmente, puede ser parte de algo.
Todo sirve: el abandono, los objetos sin vida, la pesadilla de un paisaje. Para la fealdad, no existen escrúpulos. Sin embargo, de la misma fealdad emerge otra clase de belleza: la pátina de las reliquias.
La arquitectura cubana tiene “eso”: la dolencia del desbarajuste, lo que pende de un hilo, la indolencia de lo que se desmorona bajo el sol.
Estamos conscientes de que habitamos en un país dantesco y viajamos a través de círculos de un infierno permanente. De lo cual se necesita dejar constancia. Y no es ridículo pensar que, en algún momento, veremos ese paisaje, tal vez, en un álbum de fotografías amarillas.
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