Desde la teoría del arte y de la cultura mucho se ha escrito sobre el tópico de la generación de basura como resultado de sociedades consumistas.
No son pocos los artistas que se han involucrado activamente en trazar estrategias para revertir el proceso de contaminación ambiental. No obstante, este tópico ha sido abordado desde otras esferas como la psicología, por autores como Lacan y Kristeva; desde la biopolítica, por la filósofa Judith Buttler; y desde la dimensión histórica, por mentes como la de Aleida Assmann. Muchos son los acercamientos que ponen de relieve la interdisciplinariedad del tema y que enriquecen el abanico de posibilidades a la hora de acercarnos a este fenómeno.
Desde su dimensión estética, podemos comprobar cómo desde la temprana posmodernidad los artistas revalorizaron el desecho como significante de sus obras. Es el caso de los representantes del Arte Povera, quienes tuvieron piezas relevantes como la obra de Piero Manzoni titulada Mierda del artista. Asimismo, si retrocedemos un poco más en el tiempo hasta las propuestas de Duchamp, podemos comprobar cómo la inserción de los objetos cotidianos dentro de lo que hasta entonces era considerado arte trastocó directamente este concepto. A través de una mera estrategia de selección y recontextualización de objetos de la vida cotidiana, el giro artístico propiciado por el creador francés desembocó en un nuevo camino de renovación del discurso, atravesado por la desacralización del arte.
La corriente pop es sintomática de estas mutaciones que tuvieron lugar en el arte, al convertir lo cotidiano y la cultura del consumo en motivo principal de las obras de grandes nombres como Andy Warhol, James Rosenquist y Claes Oldenburg. La utilización del desecho en el arte contemporáneo puede rastrearse también en la obra de artistas como Hans Haacke, como sucede por ejemplo en su pieza Moment of beach pollution (1970), conformada por una escultura creada en la playa de Carboneras (Almería, España) con desechos encontrados in situ por el artista.
Ciertamente, la figura del resto, del excedente, es muy amplia y permite diversos campos de comprensión. Puede entenderse desde la imagen literal de los grandes vertederos que existen a lo largo del mundo, o las zonas de desguace de coches, hasta una visión más teórica y social que entiende a los restos como elementos que siempre van a surgir como excedentes de un sistema que los ha pasado al desuso, que son extrínsecos pero a la vez intrínsecos de este, en la misma medida en que mantienen el equilibrio y la dinámica interna.
Desde la propuesta del lingüista y semiólogo ruso Yuri Lotman y su concepto de semiosfera se entiende muy bien el papel de la figura del resto, en tanto este pasa a pertenecer al campo extrasemiótico, pero a su vez tiene la posibilidad de reintegrarse a la semiosfera a través del reciclaje, mediante un mecanismo de traducción y filtro que reintegra lo extrasemiótico (la basura) en lo semiótico (el mundo de los signos en el que todos los humanos viven e interactúan). En este proceso de reconversión es esencial un momento de recodificación (o de traducción, si hablamos en términos lotmanianos), lo cual le permite al desecho ser recuperado y ocupar nuevamente otras funciones y lugares.
Aunque también otros restos pasan directamente a ser excluidos del sistema y terminan siendo objetos que han perdido su utilidad y esencia, que han “perecido” y dejado de ser “necesarios” para el individuo. Esta dinámica pone de relieve cómo el resto es percibido como una amenaza, como algo que estorba y que ya “no identifica al sistema”; sin embargo, en dicha pretensión por parte de quienes así lo clasifican, pasan a describir esos excesos del sistema que tan bien lo caracterizan.
La basura establece una frontera física y social entre lo que está dentro y fuera del sistema, incluso diagrama nuevos trazados urbanos; destinada a la periferia, al borde, a lo fronterizo, demarca lo que ya no pertenece. Sin embargo, la alta velocidad con que se genera el desecho atenta a su vez contra esas demarcaciones, ya que regresa a nosotros como sociedad, ya sea reciclado o como espacio que se constituye en hogar para muchos seres humanos que habitan los vertederos.
Las sociedades contemporáneas se han convertido en el correlato de la basura, ya que no existe la una sin la otra. La gestión de los bienes dispensables es un reto para las sociedades actuales, abocadas a reciclar y reutilizar los objetos tirados en nuestros chatarreros; iniciativa válida, aunque no da una solución al problema en tanto no ataca el origen de este.
En este punto sería provechoso hacer una distinción entre los términos “restos”, “excedentes” y “basuras”, ya que, si bien se usan indistintamente, tienen campos de acción muy puntuales: “Si bien los restos aluden a un registro de la resistencia y a un tiempo fuera del tiempo, el excedente traza una línea de crecimiento y un horizonte de acumulación de capital, mientras la basura evoca toxicidad, una temporalidad irrevocable o no reciclable, así como espacios del desborde”[1].
En el arte se ha llegado incluso a estetizar la basura, en la misma medida en que la imagen del detritus se ha convertido en material de trabajo para su desarrollo y crecimiento. En sintonía con el análisis de Gerard Vilar, podemos comprobar cómo:
“(…) la condición precaria del arte contemporáneo es una propiedad específica de nuestro tiempo y nuestra cultura, no generalizable a tiempos pasados y a otras culturas.
(…) La precariedad, por el contrario, es la condición general del arte de esta época. Desde que se generalizaron algunos de los rasgos comunes en el arte desartizado de hoy —desestetización, desmaterialización, efimerización— la precariedad se ha ido convirtiendo en el estatus más común del arte”[2].
Muchos son los grandes creadores que podemos citar para poner de relieve cómo la figura del desecho se ha hecho protagonista del quehacer artístico. Asoman nombres como Tomás Sánchez, artista cubano que desde la década del 90 de la pasada centuria ha venido desarrollando su serie Basura, conformada por pinturas hiperrealistas de vertederos que ponen de relieve el caos de las sociedades modernas, cuya finalidad excesivamente consumista desemboca en paisajes llenos de basura como los que él ilustra en su pieza “Hombre crucificado en el basurero” (1992).
Por otro lado, tenemos la propuesta del colectivo español Basurama, cuyos integrantes, desde el 2001, han intervenido la basura en numerosas ciudades del mundo para resignificarla y reintegrarla, y a la vez para llamar la atención sobre un fenómeno que no es intrínseco del objeto per se: la connotación y categorización de basura que el individuo le otorga a los objetos, cuando considera que ya no son útiles.
Desde Brasil, donde se encuentra el que fuera uno de los más grandes vertederos de América Latina (en Río de Janeiro), encontramos propuestas como las de Vicente José de Oliveira Muniz, conocido como Vik Muniz, creador que pasó tres años junto a los habitantes de dicho vertedero y a partir de esta experiencia realizó su serie fotográfica Imágenes de basura (2008). La serie está conformada precisamente por instantáneas tomadas de la basura y los residuos que encontraba en este sitio, los cuales recolocaba a manera de un gran collage; los objetos desechados eran materia prima y protagonistas de las obras.
Desde Latinoamérica son muchas las propuestas artísticas que podemos encontrar en esta línea, lo cual es sintomático de un fenómeno global. En este trabajo quiero detenerme especialmente en el contexto mexicano y en la configuración de un imaginario contemporáneo en torno a la ciudad de México D.F. como espacio simbólico, a partir de una narrativa visual sobre el desecho en la producción artística del creador argentino-mexicano Gerardo Suter y su exploración en el tejido arquitectónico de la citada urbe.
El objeto de estudio abarca un D.F. marcado por el residuo cultural como lazo entre estética y política; de forma tal que el quehacer artístico de Suter hace aflorar reflexiones en torno a lo “políticamente correcto”, en diálogo con “la figura de la exclusión”. Analizo el contrapunto establecido en la obra de Suter entre la ciudad ideal y la ciudad del desecho, sobre todo a través de una “estrategia esquizofrénica” y su concepción heterocrónica del tiempo al superponer disímiles espacios temporales en un mismo espacio físico.
Asimismo, enfatizo en la idea del artista que trabaja con los residuos de la realidad, en la misma medida en que el creador se detiene en el caos cultural del DF, en sus espacios insignificantes, degenerados, para —como “trapero de la historia” (coqueteando con Walter Benjamin)— reflexionar sobre los conflictos entre arte, política, estética, memoria, historia, realidad.
Gerardo Suter (Buenos Aires, 1957) es un creador que ha desarrollado gran parte de su carrera artística en México, su país adoptivo, donde reside desde la década de 1970. Su formación como fotógrafo le ha permitido trabajar para diferentes instituciones culturales y científicas. En su producción artística, el medio fotográfico se ha convertido en el soporte fundamental, aunque también ha explorado la instalación, la escultura, la fotografía electrónica y el desarrollo de proyectos para sitios específicos.
Suter siempre se ha mostrado interesado por la historia, la migración, la arquitectura y la ciudad. El D.F., en particular, se ha convertido en tema neurálgico dentro de sus preocupaciones: una de las ciudades más pobladas del mundo y una de las más contaminantes y productora de residuos.
En este sentido, me gustaría realizar un acercamiento a esa zona de la producción artística de Gerardo Suter en la que, desde diferentes series y obras, explora, reconfigura y reconceptualiza dicha urbe, trazando nuevos mapas cognitivos desde la imagen del detritus, el tugurio, el residuo.
En su serie D.F. penúltima región,desde su propio título, puede advertirse una mirada inclusiva, donde el límite entre el adentro y el afuera se hace cada vez más imperceptible. Las fronteras se han difuminado en una ciudad que crece vertiginosamente y cuyos residuos son parte de su esencia. Esas capas residuales y marginadas de la ciudad, que arquitectónicamente se traducen en tugurios, se encuentran ubicadas lo mismo en la periferia del D.F. que en su propio centro.
En esta ocasión la figura del tugurio, inserta en medio de la urbe, ha hecho imposible establecer márgenes concretos para delimitar al otro, a esos excedentes de sociedad que a la vez la configuran. Porque la propia ubicación geográfica de la ciudad favorece que esta crezca sobre todo en dos direcciones: hacia arriba (rascacielos) y hacia abajo (subterráneo). El contexto del artista es propicio para repensar la ciudad como reservorio del desecho, tanto el físico/objetual como el “desecho social”.
Nos referimos con ello a esa otra ciudad subterránea, paralela: a los que habitan en el metro del D.F. El metro es una ciudad en sí misma, con características diferentes a la urbe tradicional. Se constituye y entiende como un espacio multisocial, donde conviven, al menos temporalmente, el trabajador asalariado que transita velozmente por él, y el vagabundo que ha hecho de este espacio su casa. El metro es ese lugar que recorre toda la ciudad y a su vez configura una ciudad nueva, que atraviesa las arterias de un México profundo, en un amplio sentido de la palabra.
La profundidad no solo se corresponde con la ubicación subterránea del metro, sino también con las capas sociales que en él habitan, y que están asociadas al mundo marginal, al “desecho humano” de la sociedad. Por lo tanto, hablamos no solo del detritus físico, sino también del resto que se produce como resultado de las diferencias de clases sociales.
Como lo definiera Nicolás Bourriaud: “Es el modelo de la termodinámica lo que reina aquí: la energía social produce un residuo generando zonas de exclusión en las que se apiñan en completo desorden el proletariado, los explotados, la cultura popular, lo inmundo y lo inmoral: el conjunto subvaluado de todo lo que no se podría ver (…)”.[3]
En esta serie, Suter también insiste en poner de relieve las dicotomías de la ciudad/ sociedad en la que habita, donde hacia arriba se encuentran los grandes rascacielos pero cuya base alberga esos restos producidos por el propio sistema, los cuales, lejos de mantenerse al margen, en la periferia, se han integrado a este como si de un proceso antropofágico se tratara. Lo más llamativo radica en cómo esas construcciones que simbolizan y describen el estatus social de quienes son entendidos como restos o excesos del sistema, si bien por un lado pudieran amenazar la integridad del mismo, terminan reforzando su poder. Marcan esa otredad necesaria para que este se pueda observar a sí mismo y ratifique su potencia, creando de esta forma una retroalimentación hasta cierto punto “imprescindible”.
Desde una perspectiva heterológica, esas personas entendidas como “dispensables” del sistema, y sobre todo los espacios que habitan, alcanzan protagonismo en D.F. penúltima región, donde se ilustra una ciudad siempre en estado inacabado, en constante crecimiento. La serie se presenta como un documento que describe, desde lo visual y lo sonoro, todas esas capas arquitectónicas, políticas y sociales del D.F.: un palimpsesto como el de la propia urbe. Nos encontramos con edificaciones en ruinas y otras que han visto paralizada su construcción, en el mismo escenario donde que conviven chabolas y lujosos inmuebles: un espacio citadino contradictorio por excelencia. Ello pone en evidencia esa amplitud del concepto basura, que se extiende desde lo objetual hasta lo social y que queda justamente definido por José Luis Pardo cuando enuncia cómo:
“las sociedades modernas, por estar presididas por una suerte de principio malthusiano según el cual la basura crece más rápidamente que los medios para reciclarla de modo tradicional, necesitan disponer de tierras baldías, vertederos y escombreras en donde depositar las basuras para quitarlas de en medio y poder seguir viviendo, seguir desperdiciando sin ahogarse entre sus propios residuos. Y junto a estos no-lugares urbanos (…) es preciso también disponer de no-lugares sociales a los que pueda trasladarse la población sobrante que los sistemas productivos y consuntivos no pueden absorber (suburbios, chabolas, favelas, ghettos, campamentos, etc.)”[4].
No obstante, más que los contrastes, a Gerardo Suter le interesa acentuar los vínculos, los diálogos que se establecen entre el inside y el outside, de forma tal que la distinción entre el espacio habitable e inhabitable sea nula. Para ello en ocasiones se auxilia de la técnica del spacelapse, como sucede en su serie homónima Spacelapse (2005-2011), compuesta por cinco fotografías monocromáticas y cuatro a color, tomadas durante un sobrevuelo por el centro histórico de la Ciudad de México.
El nombre de la serie está relacionado con la técnica del timelapse, utilizada por los fotógrafos para mostrar sucesos que tienen lugar a velocidades muy lentas. Surge así una mezcla de imágenes superpuestas que pertenecen a distintos sitios del D.F., y con ello el creador logra poner de relieve esa convivencia de espacios de disímil estado constructivo en una ciudad que crece vertiginosamente.
De igual, manera la toma de estas imágenes desde una vista a vuelo de pájaro permite observar el Valle de México y nos hace repensar el imaginario que durante mucho tiempo ha circulado sobre la pureza de su aire; situación opuesta a su actual estado de polución, que se puede observar desde la distancia.
Desde la contaminación ambiental, precisamente, también se puede hablar sobre el desecho en las sociedades contemporáneas. El desecho que, a manera de combustión, se respira en urbes superpobladas como el D.F. La rapidez de la vida moderna, el ritmo acelerado y la utilización de combustibles contaminantes ha dado al traste con una ciudad que desde la distancia aparece englobada por una masa amarillenta, símbolo de esa contaminación ambiental.
Con esta serie, Suter consigue que toda la ciudad converja a partir de imágenes capaces de aunar múltiples miradas. Ha desaparecido la idea de lo limítrofe a favor de una metamorfosis de la urbe que apuesta por la mezcolanza social y espacial, lo cual viene a describir la verdadera esencia de la ciudad.
En esta penúltima región —no parece haber una región última en el infinito crecimiento de la ciudad— prima el palimpsesto como figura fundamental que describe esa superposición de capas sociales, donde conviven las capas más altas con aquellas consideradas detritus social.
Como bien describe Mary Douglas:
“(…) resulta coherente con las ideas acerca de lo forme y de lo informe tratar a los iniciados que regresan de la reclusión como si estuvieran cargados de poder, de calor, de peligro, como si requiriesen un período de aislamiento y el tiempo necesario para enfriarse. La suciedad, la obscenidad y la ausencia de ley son tan simbólicamente propios a los ritos de reclusión como otras expresiones rituales de su condición”[5].
Ello se traduce, en la obra de Suter, en una serie de cincuenta y cinco imágenes donde la arquitectura describe estos procesos de discriminación social que se verifican en arquitecturas efímeras, que colapsan la ciudad y que dialogan con edificaciones prehispánicas y otras simbólicas del poder político, económico y social.
En “Refundación” (2010), esta problemática queda en evidencia. Los nuevos trazados urbanos que se van generando son fruto del desinterés político de las sociedades actuales y del escaso control de un crecimiento urbano en el que los “excesos del sistema” se integran a este como si de un mal inalienable se tratara. A nivel estético, este palimpsesto se traduce en una propuesta donde la súper/sobre exposición de elementos visuales y sonoros se ha convertido en característica primordial.
Se presenta una región urbana que oscila entre la construcción y el abandono, entre la ruina del futuro y la del pasado. Los protagonistas de este imaginario son algunos elementos marginados de las megalópolis: anuncios espectaculares, andamios, antenas, grúas y edificios deteriorados. De ahí que se fundan, en una misma mirada, las zonas más residenciales del D.F. con esa arquitectura efímera sin dicotomía alguna. Y de ahí que el abordaje de los restos en la obra de Suter adquiera una amplia dimensión epistemológica, en la misma medida en que oscila desde el componente social hasta la dimensión física de la ciudad, poblada de edificaciones en pleno proceso de construcción o de destrucción, aunque paradójicamente en ambos casos el resultado visual sea muy semejante.
Las edificaciones derrumbadas (vale resaltar en este punto la connotación que tiene para los mexicanos la imagen del derrumbe, a raíz del terremoto de 1985 y, más recientemente, el de 2017) junto a viejas estructuras publicitarias y grúas que describen a una ciudad en perenne construcción, hacen de D.F. penúltima región una serie que permite ahondar en la lógica excrementicia por la que se rigen las sociedades contemporáneas.
Específicamente, la pieza Réplica (2005), compuesta por sonidos, imágenes y textos, ilustra la cronología del deterioro que ha ido sufriendo la ciudad. Muestra unos cinco minutos de grabación del derrumbe de edificios durante el temblor de 1985, junto a un texto que escribió entonces el periodista y escritor Carlos Monsiváis.
El sonido determinó la duración de la pieza. La imagen provino de siete segundos de transmisión: el primer registro visual que se tuvo del terremoto de 1985. El sonido del desplome de los edificios fue sustituido por una composición musical interpretada por Ana Lara, una música dramática en torno al suspenso. La experiencia de una penúltima región se percibe en los escenarios retratados, en el derrumbe como metáfora del fin.
Sin dudas a partir de ese momento la ciudad de México renació en todos los sentidos, por lo que no es gratuito que el texto tomado por el artista sea aquel de Monsiváis donde se enuncia: “la gente se viste como puede o se viste solo con su pánico”.
Desde disímiles soportes y obras, Suter logra una transmisión contundente del mensaje que quiere hacer llegar al espectador. Por un lado, la imagen del cielo se mezcla con una superficie de plomo, un elemento que contamina el aire citadino; por otro lado, encontramos imágenes del terremoto que se apoyan sobre yeso, al igual que el polvo que se levantó tras el incidente.
Suter insiste en explorar ese México que crece en todas las direcciones y que cuando no puede seguir expandiéndose, por los límites que impone el paisaje, encuentra en el arriba y en el abajo nuevos espacios que poblar. Por lo tanto, podemos decir que la Ciudad de México es una urbe que no para de generar restos; su dinámica interna oscila constantemente entre un proceso constructivo y destructivo, creando nuevas arquitecturas y con ello convirtiendo vertiginosamente lo viejo en ruina. De esta forma, la dimensión histórica en la obra de Suter, y la superposición de arquitecturas residuales, nos hace reflexionar en torno a las temporalidades de los residuos y a sus ciclos de (re)utilización.
Para un México conformado por capas arquitectónicas y culturales, el residuo es parte intrínseca de su presente. Y así lo describe una de sus piezas, conformada por un video intervenido por el artista, donde la cámara hace un recorrido por el zócalo capitalino y se presenta un fragmento de la película La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965). Porque, para Suter, la ciudad es un lugar siempre cambiante, en crecimiento, identificada por el tránsito; de ahí que generalmente fotografíe paisajes urbanos uniformes, casi atemporales, donde los puntos de referencia son escasos y donde la estrategia de superposición, en la misma medida en que induce a la desaparición, también genera una recreación de espacios otros, resultantes de un pastiche espacial y social.
El artista se acerca a los desechos como aquello que retorna incesantemente; inclusive insiste en desdibujar la distinción entre la imagen del residuo histórico y el residuo contemporáneo, en la misma medida en que fusiona en sus instantáneas los desechos de la ciudad antigua y de la moderna: arquitecturas efímeras, edificaciones en ruinas, inmuebles en construcción, estructuras de hierro con fin publicitario, etc. De cierta forma, entiende el nacimiento y la decadencia como pares dicotómicos que se complementan entre sí.
Particularmente en la serie Escenarios (2010) se encuentra una imagen cuyo nombre alude justo a uno de los horizontes de la ciudad: el del presente-futuro. Esta serie de nos invita a explorar y redescubrir el horizonte actual de la ciudad, que ya se consideraba perdido. En la obra homónima, del año 2010, aparece una valla publicitaria con restos de antiguos anuncios, lo cual nos hace reflexionar sobre la manera en que el artista mira hacia su quehacer desde el descarte y explora en los mecanismos de reutilización de los residuos, ofreciéndole una nueva connotación a lo que hasta entonces pertenecía al afuera, al olvido.
Las vallas publicitarias de Suter se presentan ante los espectadores con un remanente de esa dignidad de haber cumplido su función social. La gran dimensión de la pieza también acentúa su connotación, pero lo verdaderamente valioso es la sutileza con que el artista ha rescatado aquellos lugares que habían perdido su funcionalidad y que hoy son testimonio del pasado.
El motivo de las vallas en esta serie pone de manifiesto cómo, en la misma medida en que las tecnologías urbanas han cambiado, se han creado nuevos tipos de residuos y con ello ha nacido un nuevo tipo de reciclaje, que va desde todos los objetos desechados que terminan en los vertederos y chatarreros, hasta los andamiajes publicitarios, la arquitectura efímera y el dióxido de carbono expulsado por los coches.
La serie está desarrollada en espacios inhóspitos, solamente habitados por esos andamiajes antiguos, rodeados de una atmósfera lúgubre que describe perfectamente el estado de deterioro al que se han visto sometidos, destinados al olvido como residuos de una época pasada. Partiendo de esos restos del andamiaje publicitario, el artista los recicla visualmente y los reutiliza para acentuar la puesta en valor de esos “espacios o lugares descartados” que son testigo de una sociedad de consumo.
Las estructuras materiales que sostenían todo el discurso publicitario se han convertido en restos de la propia sociedad que las genera y utiliza para vender productos y servicios. Pareciera que en este ciclo consumista todo puede estar sujeto al desecho. Lo perecedero y la obsolescencia programada son conceptos que rigen a las sociedades modernas.
Por otro lado, especialmente en la pieza titulada Penúltima región, comprobamos que hay una mixtura entre lo real y lo artificial, entre el pasado y el futuro del espacio urbano. Llama la atención cómo el artista aborda la ciudad despoblada de los seres que viven cotidianamente en ella. En esta obra, la ciudad y su presente se nos revelan en permanente construcción, pero sin aquellos que la edifican.
La urbe prescinde de los seres humanos, aunque permanece marcada por sus huellas, contaminada por los residuos que la sociedad ha generado. Desde una perspectiva donde lo ecológico y político van de la mano, podemos entender el resto en tanto producto de un cambio cultural: de una cultura definida por sus productos hacia una cultura definida por sus desechos.
Para el artista, esa nebulosa gris que envuelve a la ciudad es un desecho físico que la determina, que la define como ciudad moderna que se autodestruye bajo sus ansias de progreso. Alude a ese ciclo infinito de una megalópolis donde los altos niveles de consumo derivan en altos niveles de desechos, ya sean aquellos que pueden definirse literalmente como “basura”, o aquellos de índole ambiental, como la polución.
Si bien el artista no se adentra de manera directa en la imagen de la basura como tópico de su obra, sí hace alusión a esa vertiente más ecologista que se refleja en muchas de sus imágenes. Generalmente envuelto en una atmósfera gris, el México que fotografía Gerardo Suter siempre adquiere una visualidad vintage, pasada por un filtro gris que la homogeniza.
Ese imperativo de renovación que ha perseguido el arte hasta la posmodernidad, ha hecho de este el espacio idóneo para repensar lo residual como algo intrínseco a las prácticas artísticas. Como bien teorizara Antoine Compagnon en su texto Las cinco paradojas de la Modernidad, la persecución de lo nuevo lleva ímplicita la idea de decadencia, por lo que la esfera del arte se ha convertido en el espacio por excelencia para problematizar sobre ese resto o desecho que ella misma genera en esa incesante búsqueda de la novedad.
Precisamente a ese rescate acude Suter, cada vez que se apropia de archivos fotográficos y los interviene desde su estética personal. En sus series comprendidas entre finales de los años ochenta y principios de los noventa (El laberinto de los sueños; De esta tierra. Del cielo y los infiernos; y Códices), se pone de manifiesto dicha estrategia: el artista convierte “ideas e imaginarios residuales” en territorio fértil para crear nuevas narrativas. Tras una rápida mirada pueden advertirse desnudos en cuya escenografía hay una variedad de elementos: máscaras, calaveras de animales, tallas de piedra y madera, conchas marinas, barro y tierra.
Estas imágenes parecen guardar cierta relación con la herencia prehispánica de América Latina, ya que el artista, en un reciclaje continuo, entiende a su México adoptivo desde códigos antiguos, recupera imaginarios prehispánicos y los reconfigura. Todos los sujetos fotografiados están enmascarados o posados para ocultar sus características. Hay una ausencia de caras, pues al no le interesan los retratos o las imágenes de las personas. De esta forma recicla imaginarios, reincorpora al arte contemporáneo estéticas prehispánicas y, con este gesto, de alguna manera estetiza el “desecho histórico” y lo reintegra en el presente a partir de una reinterpretación y recontextualización.
Particularmente en Códices, Suter explora más a fondo este tema, combinando imágenes latinoamericanas con imágenes de sufrimiento humano, esclavitud y sacrificio. Estudia el cuerpo humano torturado, mutilado, herido o dañado. Opta por el asunto de la herencia cultural mediante la apropiación de temas antiguos; esto lo conduce a la estetización y reinterpretación de tópicos del pasado que, desde el presente, nos hablan de una historia contada desde el poder.
Series como estas, inspiradas en textos sagrados, nos permiten ver cómo en esta “composmodernidad”[6] en la que vivimos, el arte tiene un espacio en el rescate de documentos, imágenes e iconografías que han quedado anquilosadas en los archivos y museos. Se ajusta a este análisis la definición que hace Nicolás Bourriaud de los artistas de nuestra época, quienes “al manipular los signos de cultura popular de acuerdo con una perspectiva hermenéutica y crítica, resultan ser los últimos herederos de esta ‘línea de masaʼ. Para ellos, la producción cultural se presenta en la actualidad como una vasta constelación de signos que provienen de espacios o tiempos heterogéneos. O, echando mano a otro registro metafórico, como un amasijo de escombros”[7].
Desde esta perspectiva, al artista le preocupa la temporalidad de los restos, sus componentes históricos y la capacidad de funcionar como reservorios de la memoria. Su exposición titulada Nuevas arqueologías (2006-2009), compuesta por fotografías y videoinstalaciones centradas en el registro topográfico y arqueológico, así lo ilustra. Son imágenes de paisajes urbanos, ruinas y monumentos que manifiestan una intención romántica en la misma medida en que reflejan los restos que quedan del pasado (posible nostalgia por orígenes estables y un thelos histórico).
Sin embargo, esta nostalgia que emana de la exhibición es de índole reflexiva, en los términos que la define el teórico alemán Andreas Huyssen[8]. Gerardo Suter no solo nos propone representaciones de la erosión transformadora del tiempo, sino también reflexiones en torno al lugar y papel del hombre en el proceso de la cultura. En este caso el artista trabaja la imagen de la ruina como resto o excedente de un pasado que ha perdurado en el tiempo, símbolo de la persistencia de edificaciones que han perdido su funcionalidad primaria y que han llegado hasta el presente, algunas refuncionalizadas (a manera de monumentos arqueológicos) y otras convertidas en más que ruinas: en escombros.
En este caso, no nos referimos a un concepto de resto como resultante de los procesos de sobreproducción en las sociedades capitalistas, sino a la manera en que la ruina ha dejado de ser romántica para convertirse en resto, excedente de una sociedad que no la ha rescatado de perecer en sus escombros.
En este sentido, Suter realiza un tratamiento estético de los residuos urbanos, los reincorpora en sus piezas y altera su temporalidad en tanto trastoca su funcionalidad. “La cultura popular, o eso que hoy se llama low culture, se ha vuelto el material privilegiado del arte de este inicio del siglo XXI, algo que no podría concebirse fuera de la teoría benjamiana del “salvamiento histórico”[9].
Sería interesante entonces plantearnos la interrogante de si desde el arte podemos transformar la imagen que se ha expandido sobre la producción y el consumo a partir de una modificación de lo que es tenido como sus “restos”.
Si nos focalizamos especialmente en la obra de Suter, intentado no caer en pensamientos utópicos y edulcorados para dar respuesta a esta interrogante, podemos comprobar que mediante la experimentación estética se le devuelve a la ciudad su aura perdida. El artista pone a dialogar los fragmentos del pasado y recompone con ellos la imagen de lo que fue: ruinas arqueológicas y estructuras antiguas conviven junto a vallas de anuncios semidesmanteladas y estructuras arquitectónicas inacabadas.
Ciertamente tras un recorrido por estas series de Suter, podemos apreciar cómo su obra puede ser estudiada desde las teorías del desecho, o desde la propia ciencia de la rudología[10]; aunque, eso sí, desde una perspectiva muy poética.
La producción artística del creador argentino-mexicano se torna fructífera a nivel hermenéutico, sobre todo si buscamos en ella aquellos elementos y discursos conceptuales que llevan implícitos un enfoque desde la estética de “lo residual”. Suter, como figura benjamiana, se nos devela como un gran flâneur del D.F. y, como trapero de la historia, nos propone imágenes poéticas de una ciudad que se encuentra en constante crecimiento y que en este proceso, desde una estrategia antropofágica, va haciendo de sus residuos parte intrínseca de su razón de ser.
Galería
Gerardo Suter – Galería.
Notas:
[1] López Labourdette, Adriana; Isabel Quintana; Valeria Wagner: “Restos, excedentes, basura: gestiones literarias y estéticas de lo residual en América Latina y El Caribe”, en Mitologías hoy, vol. 17, junio 2018, p. 10.
[2] Vilar, Gerard: “El arte contemporáneo y la precariedad”, en Sonia Arribas y Antonio Gómez (eds.), Vidas dañadas. Precariedad y vulnerabilidad en la era de la austeridad, Barcelona: Artefakte, 2014, pp. 77-78.
[3] Bourriaud, Nicolás (2015): La exforma. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, p. 11.
[4] Pardo, José Luis. Nunca fue tan hermosa la basura. Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores, Madrid, 2010, p. 2.
[5] Douglas, Mary. Pureza y peligro: un análisis de los conceptos de contaminación y tabú. Siglo veintiuno editores SA. España. 1973, p. 133.
[6] El gesto del compostaje se refiere a la reinserción de la basura, la valorización de lo expulsado y la afirmación de lo negado. Definido en: Fayet, Roger. Reinigungen. Vom Abfall der Moderne zum Kompost der Nachmoderne. Wien: Passagen Verlag. 2003, p. 46.
[7] Bourriaud, Nicolás (2015). La exforma. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, p. 51.
[8] Huyssen, Andreas: “La nostalgia de las ruinas”, en Modernismo después de la Posmodernidad, Gedisa: Barcelona, 2011, pp. 47-62.
[9] Bourriaud, Nicolás (2015). La exforma. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, p. 91.
[10] Del latín rudos (escombros) es la ciencia que considera al desperdicio como objeto de análisis que permite aprehender la esfera económica y las prácticas sociales, prestando especial atención al proceso de desvalorización de los productos generados por la actividad humana y también a sus técnicas de retratamiento.
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