La violencia es el denominador común principal entre dos eventos sociales fundamentales del siglo XX: la revolución y el totalitarismo. En Cuba se unifican ambos eventos tonificados por la violencia divina: la compuesta por la violencia revolucionaria y la represiva. El siguiente dossier, La violencia divina en torno al arte, da una vuelta de tuerca a la noción de violencia cultural de Johan Galtung, que consiste en utilizar aspectos de la cultura, o sea del condensado simbólico en cualquiera de sus tipificaciones, para legitimar la violencia estructural y justificar la directa. Cualquier efecto que emana de la misma resulta una condición sine qua non para comprender la Cuba contemporánea.
Henry Eric Hernández (ed).
Siempre me han llamado la atención las absurdas vallas con que el gobierno cubano se publicita a sí mismo; la propaganda de tipo “grito de lucha”, los innumerables “Vivas…”que convocan en medio de la convicción del peligro inminente. El hecho de que estos son discursos diseñados para los cubanos “de adentro” me parece tremendamente ridículo, si no grotesco. ¿Quién, dentro o fuera, podría creer en ese discurso?
Para mi sorpresa, muchos de esos eslóganes aún se corean “afuera”, en las manifestaciones de masas del tumultuoso mundo libre. Además, después de presenciar la defensa que hicieron por televisión algunos artistas y funcionarios cubanos acerca de la implementación del Decreto 349 —con los mismos eslóganes y frases hechas que podrían encontrarse en cualquier valla publicitaria—, la idea de que la propaganda ideológica cubana ha sido inefectiva es errada.
Por otra parte, el conjunto de exposiciones presentadas en el Museo Nacional de Bellas Artes Cubano (del cual Isel Arango ha hecho una crítica muy justa) nos muestra de manera clara cómo funciona esa gran maquinaria de estabilización ideológica que son las instituciones culturales en Cuba.
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Si bien es cierto que la “propagada revolucionaria” dentro de Cuba, más allá de la perspicaz cartelística de las décadas del 60-70-80 a la cual también se le pueden encontrar rasgos totalitarios, perdió progresivamente contacto con la ciudadanía, puede decirse que, su retórica extrema, se convirtió en una fórmula burocrática al servicio del orden interno del país (la delgada superficie que encubre las sólidas estructuras de control de un régimen).
Esta retórica vino a sustituir toda forma de lógica o raciocinio en el marco de lo cívico. Bajo ese sino se conformó una interrelación social marcada por la dinámica militarista del “estado de excepción”. A fin de cuentas, nadie fue convocado a la plaza a raíz de las leyes de la dialéctica, la superestructura económica, o los problemas de la redistribución del bien común. La llamada fue de tipo existencial radical: “Patria o Muerte”. El peligro implicaba que la única alternativa a la Patria=Partido era la Muerte.
Y es que, la propaganda al interior del totalitarismo ya no tiene el cometido, como podría esperarse, de captar adeptos a la causa, su función ya no es sumar y convencer. Se trata de un objeto lingüístico que se lanza a los de dentro del cerco, con el cometido fundamental de que sepan precisamente eso: están dentro, no fuera… Se trata de intimidar constantemente con la solidez del sistema, de construir un imaginario de triunfos sobre triunfos que impida contrastar el discurso victorioso con la realidad del fracaso social, o más bien, donde la constatación de esa diferencia se manifiesta como comportamiento esquizo (de ahí que el diversionismo ideológico fuera tratado como patología social).
La función de la propaganda al interior del totalitarismo cubano, sobre todo en los momentos de mayor crisis e inestabilidad, ha sido precisamente construir la certeza de lo inamovible, la eternidad del poder, el optimismo irrenunciable de lo abstracto.
Como nos recuerda Hannah Arendt: ahí radica la eficacia de la propaganda; ya no se trata de un tema sobre el cual se puedan formular opiniones, más bien se abroga el derecho de fundar aquello que en lo adelante denominaremos realidad. Esa verdad ideológica se convierte en “la realidad de la conspiración del imperialismo”; “la realidad del disidente convertido en paria social”; “la realidad donde muchos artistas y escritores son expresión suprema de la nacionalidad alcanzada bajo el sistema”, aunque sus obras y los hechos históricos digan lo contrario.
De manera tal que los “hechos” que forman parte del adoctrinamiento cotidiano bajo el totalitarismo reproducen con una violencia feroz las “mentiras prácticas” que constituyen la esencia misma de su gobierno. (El termino “mentiras prácticas” es también de Hannah Arendt y lo utiliza para denominar todo aquello que niega las verdades más evidentes dentro de una sociedad, esas mentiras que no necesitan del acceso a ningún archivo secreto para ser identificadas, pero que se repiten como un mantra).
Bienal fatalité
María de Lourdes Mariño Fernández
Fatalité. Esta es la única expresión que me viene a la mente cuando camino por las exposiciones, oficiales o no, de la XIII Bienal de La Habana.
Recrearse en el mundo del artificio ideológico convertido en verdad suprema es la base del terror totalitario. “El terror sigue siendo utilizado por los regímenes totalitarios incluso cuando ya han sido logrados sus objetivos psicológicos: su verdadero horror estriba en que reina sobre una población completamente sometida”(Arendt, 1951).Su mayor violencia es principalmente espiritual (la carne muere cuando se traspasan ciertos límites, pero la capacidad de resistencia del espíritu frente al dolor es mucho mayor). Es por ello que la violencia simbólica del totalitarismo me resulta tan perniciosa; porque es un tipo de violencia que penetra en el espacio más íntimo de la persona para desde ahí comenzar una guerra por el dominio de lo real.
Y digo violencia simbólica porque bajo el totalitarismo cada imagen cobra de golpe un nuevo significado. La cotidianidad se convierte en el verdadero escenario de una guerra de guerrillas por el control de los símbolos, de las imágenes-claves por las que a partir de ahora deberá regirse todo intercambio en la nueva sociedad instituida.
Arendt utiliza una imagen poderosa para describir este dominio de nuevo tipo que surge con los totalitarismos nazi/comunistas del siglo XX: nos habla del “anillo de hierro” que se funde en el espacio de libertad íntima de cada hombre con la pretensión de convertirse en el único nexo comunicativo entre un sí mismo carente de espíritu individual y una sociedad convertida en desierto comunicativo. A cada persona dentro del totalitarismo se le exige ser, mas allá de su historia particular, una fuerza general enrolada en el movimiento del Progreso (en el caso del comunismo) o de la Naturaleza (en el caso del fascismo).
Y aunque parezca que actualmente al gobierno cubano no le interesa siquiera definir su ideología, creo que es importante hablar sobre este tema porque la nueva oleada propagandística en contra de la aplicación del tercer capítulo de la Ley Helms Burton intenta hacer un llamado particular a ese sujeto creado por el adoctrinamiento, y además, al mito de liberación de la historia revolucionaria cubana. Los tres cortos que difunde el MINREX en las redes sociales como parte de esta campaña podrían analizarse, al cabo de sesenta años, como el pequeño resumen ideológico de esta travesía.
El pelotero que juega en el estadio/Cuba que “no es perfecto pero es el suyo”, el ready made de la Protesta de Baraguá donde el negro Maceo se dedica a corear lo que le dice apaciblemente el blanco de ojos azules, o el videíto del café (que al parecer no han pasado por la televisión cubana, los otros dos aparecen constantemente) donde Nacho Capitán defiende Media Luna de la Democracia: cada uno de ellos apela una y otra vez a los mismos argumentos con que se defiende el gobierno cubano en los espacios internacionales, donde totalitarismo se traduce como excepcionalidad política cubana, que no puede criticarse porque se ha convertido en parte de la identidad del cubano.
Los argumentos centrales de esta funesta triada de spots son, por un lado, la presentación de Patria, Nación y Partido Comunista como una misma cosa, como el gusto por el café expreso o la pelota en el estadio Latinoamericano. Luego, con el argumento de “nadie es perfecto”, el discurso ideológico de estos spots soluciona la falta de “algunos” derechos en el sistema cubano con una salida nada sutil donde estar en contra de la llamada “Revolución” te convierte automáticamente en un apátrida, o peor, en alguien “sin sentimientos”.
Por último, y como para ratificar los dos argumentos anteriores, se hace otra vez un llamado a conectar, simbólicamente, el proceso revolucionario de 1959 con un modo de lectura específico de la historia de Cuba, donde a través de un devenir teleológico se nos conduce de la Protesta de Baraguá al 1/1/1959, y de ahí a la aplicación de la Helms-Burton. Nada es nuevo. Sin embargo, la pregunta es ¿cómo?, ¿bajo qué estrategias, llega un régimen como el cubano a fabricar con semejante éxito este paquete de mentiras prácticas?
Caracterizar esta imaginería ideológica, tanto como la mecánica institucional que la propulsa, conlleva un trabajo extenso del que aquí solo presentamos apuntes.
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Byung-Chul Han en su libro Topología de la violencia nos regala un término para definir el tipo de violencia socio-lingüística que se ejerce en medio del totalitarismo. El libro se dedica a la violencia de la positividad de la sociedad tardocapitalista, pero dentro de la segunda parte —dedicada a la microfísica de la violencia—, Byung-Chul Han menciona la violencia particular de la hipercodificación totalitaria: ese proceso de sobrecodificación donde la ideología dominante se convierte, más allá de la razón lógica o el mero sentido común, en la herramienta por excelencia de producción y relación con el mundo (proceso que de ninguna manera creo sea la otra cara de la incontinencia ideológica de las sociedades capitalistas actuales).
El arte de no producir actualidad
¿Recuerda alguien todavía aquel documental donde sale el comandante Eduardo Bernabé Ordaz, director vitalicio de la triste Mazorra hablando de la higiene y las bondades del manicomio mientras con unos guantes blancos tira maíz a unas gallinas?
Este terrorismo simbólico ha bombardeado la sensibilidad de quienes lo han padecido con dos recursos básicos que ya hemos mencionado antes: las mentiras prácticas (hay leche cuando no hay leche) y la hipercodificación de la realidad (la aplicación de la censura propuesta por el Decreto 349, explicada por funcionarios de la cultura como “protección institucional al artista profesional cubano”).
Dentro del arte cubano, donde la política, la épica, y el choteo del proceso revolucionario de 1959 se han convertido casi en un lugar común, es difícil localizar artistas y/o obras donde salga a relucir este modo especifico de violencia simbólica que ha sido práctica habitual del totalitarismo cubano a la hora de imponerse social y psicológicamente. No obstante, si hay una metodología de trabajo que encarna esta saturación de sentido de la sociedad cubana es la de Hamlet Lavastida. Sus obras llevan la hipercodificación totalitaria al extremo. Hamlet logra objetivar en sus obras esa mediación simbólica de la violencia que ejerce el totalitarismo una vez que su poder ha sido establecido. Reutiliza los símbolos del poder totalitario en Cuba —banderas, consignas, archivos secretos de la burocracia oficial, fragmentos de discursos de Fidel Castro, editoriales del periódico Granma—, precisamente para sobreexponerlos en su naturaleza lingüística y política.
Como si se estuviera reescribiendo obsesivamente el mismo discurso una y otra vez, sus obras repiten hasta el cansancio las mismas fórmulas hasta dejarlas vacías, aún más vacías; de modo que, la estructura que subyace, el mantra (“dentro de la Revolución todo”), el axioma todopoderoso, se nos descubre en su perfecta inutilidad, en el ejercicio de esa contra-verdad que se encuentra a la raíz de toda demagogia. Su serie Vida Profiláctica (2014) da muestra de ello cuando al asumir los logos, el diseño y los giros del lenguaje propios de la propaganda totalitaria cubana, torna esa pretendida función social emancipadora del “socialismo cubano” en erradicadora (la voluntad de pulverización de toda disidencia, de violencia, el termino es perfecto, profiláctica, a la hora de evaluar y amputar los miembros enfermos).
Por otra parte, con la sola repetición de las siglas UMAP (en portadas de Bohemia tanto como en la estilización casi fetichista de los calados de Vida Profiláctica), Hamlet insiste una y otra vez en la historia pervertida, en los datos manipulados, en fin, en el revestimiento edulcorado de una “Revolución” que se sostiene sobre la unanimidad amordazada.
La pieza que presentó en la recién concluida Bienal “UMAP, un aniversario; P.M. otro aniversario ¿Revolución en la Revolución?” (exposición De un fanático de Rockefeller a un discípulo de Kruschov. Historias contadas por artistas, curada por Abel González), es precisamente un compendio de objetos lingüísticos utilizados por el poder totalitario cubano para regular los modos de intelección básica. Su breve statement “Manual mínimo para leer un alfabeto proletario” declara la intención de explorar la dimensión lingüística de esas políticas implementadas desde los 60 a la fecha.
Hamlet sobreexpone en bloque macizos de texto la arquitectura ideológica a través de la cual se evalúa el mundo. Diríamos, expone esa característica hipercodificación totalitaria que abarca la vida cotidiana, la imaginación y hasta las formas de cortesía. Sus calados inmensos son un compendio de información que asegura la reescritura de una historia de Cuba donde ciertamente el proceso revolucionario de 1959 no es la cumbre de ningún telos del nacionalismo insular.
Recuerdo un performance suyo del año 2008, Lamento Cubano, donde sostenía una pancarta con fragmentos del Proyecto Varela ante la entrada de la Galería del Instituto Superior de Arte (ISA), creo que como parte de Stalker, exposición de Sandra Sosa. Con esta acción, dice el propio Hamlet, se proponía “una lectura entorno a una memoria histórica deliberadamente extirpada de la historiografía cubana”.
Al parecer, memoria y olvido también forman parte de la lógica totalitaria a la hora de ejercer su dominio, tema que bien merecería un estudio detallado.
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Cuando visité por primera vez (sí, porque me llevó más de una visita procesarlo) las exposiciones del Museo de Bellas Artes dentro de la XIII Bienal, al principio no podía entender qué era lo que me afectaba de una manera tan aguda entre sus salas. Intentaba hallar un sentido, alguna coherencia interna más allá de la burda manipulación ideológica que, debo decirlo, nunca antes había visto aplicar con tanta fiereza en el Museo. Encontraba que, en primera instancia, la violencia se ejercía a través de un espacio saturado de obras que no tenían un nexo real entre ellas más allá de un pretendido “tono verde olivo”.
Andrés Montalván, herrero del espacio
En el campo de la escultura y del dibujo, Andrés Montalván es el representante más importante de una generación cubana —la de los años 90— dominada por pintores, fotógrafos, videastas, instalacionistas y performers.
Las piezas aparecían puestas unas sobre otras, con poquísimo espacio para el análisis histórico del concepto de nación (que era su pretendido objetivo). La curaduría parecía obsesionada, neurótica, empeñada en sacar las pruebas fehacientes de que sí, el arte es y ha sido siempre revolucionario en Cuba. Especialmente en “Más allá de la Utopía: las relecturas de la historia”, “El espejo de los enigmas: apuntes sobre la cubanidad”, y la particularmente esquizoide “Isla de azúcar”, el criterio organizativo parece haber sido: obras donde aparezca Fidel Castro (sea cual sea el sentido de la obra), obras donde se pueda leer su nombre, a falta de las dos anteriores obras donde aparezcan barbudos, y por supuesto si ninguno de los tres es posible nos vamos a las manifestaciones de masas y obreros.
Claro, es evidente que la nación solo comienza en 1959, el resto se lee como corolario o anticipación. Y lo cierto es que en sus salas ya no importa si la pieza es una sátira al adoctrinamiento y la hipocresía, como es el caso de “Como te cuento mi cuento”, de Guillermo A. Ramírez Malberti, un lamento a la emigración que nos destroza, “La nostalgia”, de Sandra Ramos, o el aullido terrible ante la tribuna y los micrófonos: “Naturaleza muerta”, de Antonia Eiriz. Todo aparece nivelado a la misma altura, con la misma intensidad, con la misma violencia castrista/castradora.
Si en algo ha sido exitosa la curaduría en su conjunto ha sido en mostrar los mecanismos-claves del proceso de hipercodificación totalitaria bajo las instituciones estatales. Los modos en que la historia se violenta y tergiversa bajo sus salas. La manera en que por puro ejercicio de poder se impone un sentido único y se hecha a un lado el análisis histórico y estético. Y el procedimiento es muy claro: “si estás dentro de esta sala estás conmigo”, sin importar lo que el artista o la obra misma tengan que decir.
Hay que reconocer que en el caso del arte cubano se torna difícil porque, como mencionaba antes, las obras de choteo al sistema y también de análisis crítico, abundan, efectivas o no. Sin embargo, los curadores del museo han sabido utilizar muy bien el peso legitimante de sus salas para ofrecer un espectáculo donde la Historia cubana en pleno corea consignas propias de 1959.
Es interesante recordar que este fue el mismo mecanismo de manipulación ideológica que utilizó Fulgencio Batista al convocar a lo que luego se conocería como la Bienal franquista (la disyuntiva ética no estaba entonces en que el tema de la obra se ajustara o no a una interpretación política única, había dictadura no totalitarismo, el dilema ético para aquellos artistas estaba en el mero hecho de participar). Y si bien no es justo superponer épocas históricas para sacar moralejas, habría que preguntarse cuánto ha cambiado el sentido de responsabilidad cívica entre nosotros desde que hace 65 años la comunidad artística cubana organizara en el Lyceum aquella mítica exposición en homenaje a Martí.
La fatalidad del poder podría hacernos pensar en primera instancia que el resultado final de estas exposiciones no es más que patético. Sin dudas, cuando uno contrasta con la realidad de hoy la exuberancia discursiva de antaño, el conjunto de obras y la curaduría en sí, es cuanto menos anacrónica. Sin embargo, el patetismo de una exposición que se mueve entre barbudos y movilizaciones de masas, entre los datos paupérrimos de la producción de azúcar en Cuba y el endiosamiento de la zafra, o entre la imagen del campesino al que le dan la tierra y el campesino al que le convierten el central en chatarra, ese patetismo ideológico apunta además a las miserias del opresor. Me refiero, siguiendo a Simone Weil, a esa suerte de fatalidad que pesa, implacable, sobre los que mandan tanto como sobre los que obedecen.
En sus Reflexiones sobre las causas de la opresión social y la libertad, Simone Weil apunta que “un hombre sería completamente esclavo si todos sus gestos procedieran de otra fuente que (distinta de) su pensamiento”. Siguiendo dicha lógica, entre estas salas alcanzamos a ver también al opresor aplastado (esos cuadros políticos de instituciones como el Centro Wifredo Lam, el Museo o el propio ISA, que murmuran entre dientes y como pidiendo perdón lastimero consignas que ellos mismos ya no creen).
Y no dejan de ser opresores por ello, aunque al mismo tiempo se hayan convertido en víctimas de sí mismos. Es inevitable, uno camina de una sala a otra dentro del Museo, y advierte, afligido, la dinámica de un pueblo esclavizado en medio de su propio espejismo de libertad.
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Slavoj Žižek declara en la introducción de su libro Did somembody say totalitarianism? Five Interventions in the (Mis)use of a notion que el término totalitarismo padece de una casi incurable desorientación en cuanto a los modos y objetos a los que se aplica.
Game of the Internet: la guerra de las redes sociales
No hay vuelta atrás: si usted no aparece en Google, no existe o ciertamente es usted un fantasma, un hacker, un troll, un rebelde de la Matrix, consciente del espacio que lo subvierte y anonada. Es usted un disidente.
Al parecer, siguiendo a Žižek, este ha sido un concepto sustituto desde su propia invención por Hannah Arendt, que se ha utilizado para neutralizar las aspiraciones de transformación política de la izquierda en la fórmula democracia versus totalitarismo. De algún modo ha servido para convertir la crítica al liberalismo en el hermano gemelo de los extremismos fascistas de derecha, siguiendo a Žižek. También declara que lejos de ser un concepto teórico efectivo que nos impulsa a pensar a profundidad, en realidad nos releva de la responsabilidad del pensamiento y de la acción política comprometida.
Sin dudas Žižek tiene sus razones para arremeter contra el término (todos sabemos cuán restringidas pueden ser esas reglas no escritas de los círculos académicos e intelectuales que censuran de antemano la crítica a conceptos ya establecidos); pero precisamente en esa denuncia descubre Žižek su propia pertenencia a esos círculos. Sus aprendidos ademanes de rock star de los Estudios Culturales, bajo cuya libertad (liberal y democrática) puede aventurarse gustoso a ser llamado antidemocrático y totalitario. Si somos lectores asiduos de sus textos, decimos confiados: “así es Žižek”, y en esos espacios libra su batalla que es fundamentalmente por la libertad de pensamiento y la responsabilidad política.
No obstante, su ademán extremo al desechar el termino totalitarismo podría llegar a trivializar las penurias de quienes aún lo padecen. Y es que Cuba ha llegado a ser tan insignificante dentro del mapa geopolítico actual (a pesar de Venezuela) que para muy pocos es visible la férrea estructura de poder con que el gobierno cubano violenta los más elementales derechos (aunque a Žižek no hay que explicarle nada sobre Cuba: “miseria, escapismo e inercia social”, describe de manera perfecta en una entrevista por motivo de la muerte de Fidel Castro).
Por otra parte, la sola sustitución del sintagma Revolución Cubana por totalitarismo cubano supone en la academia norteamericana y la latinoamericana una empresa casi titánica. Innumerables pacifistas, ofendidos, pueden retirarte la palabra de por vida. La colaboración con determinados eventos, negada. Pero lo que más confunde es que casi ninguno de esos defensores de la justicia social estaría abierto a un diálogo sincero sobre el tema.
Este gap del conocimiento político del académico occidental de izquierda es utilizado con muchísima frecuencia (dentro y fuera de Cuba) para posicionarse frente a la cuestión cubana de una manera distante y sin compromiso. Para desechar por irrelevante lo que sucede en Cuba hoy, porque a fin de cuentas situaciones extremas sobran. De manera tal que las “mentiras prácticas” del gobierno cubano se expanden y colonizan profusamente.
Lo cierto es que, si por desventura la premisa inicial llegara a ser cierta, la que relaciona el proceso revolucionario de 1959 y su devenir totalitario como parte esencial de la identidad cubana, un evento sin el cual ya no podríamos entendernos a nosotros mismos, entonces, el modo en que denominamos esa etapa, período o accidente catastrófico donde la providencia fue excluida, ese nombre que balbuceamos se convierte en asunto crucial.
Se trata ya no solo de una división ideológica entre las diferentes secciones de la izquierda y la derecha liberal (al parecer, solo hay un tipo de derecha cuando se habla desde la izquierda), o una cuestión de academias y sus reglas no escritas, sino de la posibilidad de justicia que se da en el reconocimiento de la verdad implícita dentro de un sintagma específico. Podría ser la revitalización de un fragmento de esa realidad escondida en medio de los modos de codificación ideológica que impone el terror totalitario como maneras de escapar de sí mismo y de la responsabilidad individual ante nuestros actos.
Escribir totalitarismo, totalitarismo, totalitarismo, donde antes decía Revolución, Revolución, Revolución, se convierte entonces en la mejor terapia, el sacrificio supremo por la liberación espiritual, el cuchillo en el vientre para los sentimentalismos que no se resignan al fracaso.
La pintura hechizada de Noel Dobarganes
Noel Dobarganes revisita una tradición clásica con mirada oblicua, como quien transita entre dos aguas. Su pintura tiene poco de cubana, y sí mucho, de norteamericana.