“Vengan para acá… Les voy a presentar una camagüeyana lindísima”. Le dijo José Rodríguez Feo a un par de jóvenes escritores con los que tenía amistad. Los muchachones, con la testosterona de veinteañeros brotando a borbotones, salivantes ante la posibilidad de agarrar alguno de los dos a esa palomita al vuelo, fueron corriendo para el ático de 23 y 26 en el Vedado Habanero, donde vivía el mecenas de la revista Ciclón.
Tuvieron una hermosa velada, pero además debieron envainar su brío nuevamente. La camagüeyana lindísima era otro muchachón como de la misma edad que ellos, con la frente a las puertas de una calvicie prematura, con una risa contagiosa y que parecía chupar las palabras en su boca como si fueran caramelos.
Severo Sarduy (Camagüey, 1937-París, 1993) no era aún, ni por asomo, el pedazo de escritor en que se convertiría menos de diez años después. Pero ya miraba y escuchaba con atención. Leía y ordeñaba las conversaciones sacándole todo el provecho posible. Semejante capacidad de atención y regodeo en el lenguaje no podían haberlo llevado a otro lugar que no fuera aquel en el que terminó.
Severo vino con su familia completica de Camagüey a La Habana a finales de los años 50. Matriculó medicina, pero no duró mucho en esos estudios. Cuenta él mismo que era muy aplicado, pero que el olor a formol de los cadáveres en las clases de disección terminó derrotándolo. De cualquier manera, ya tenía la carta de la literatura bajo la manga, su verdadera vocación. Antes de venir a vivir a La Habana le habían publicado en la revista Ciclón unos poemas que había enviado desde Camagüey. Ya estaba dentro del “mundo de las letras”, dijo una vez.
Ser una joven promesa de las letras cubanas le vino de maravilla. Al triunfar la Revolución en 1959 tuvo acceso a las páginas de las mejores publicaciones del momento, incluida Lunes de Revolución. Escribía artículos de opinión, crítica cultural —sobre pintura especialmente— y ficción. A finales de año se encontraba viajando a Francia con una beca del Gobierno, que se ocupó José Lezama Lima de repartir entre los que consideraba los jóvenes talentos más representativos de aquel entonces. En 1960 el joven Sarduy ya estaba caminando por las calles de París, ciudad en que, treinta y tres años más tarde, cerró sus ojos por última vez.
Era lo que se podría llamar un maestro de la frivolidad. Un hombre con una curiosidad inmensa, con buenísimas lecturas provenientes del canon, pero con una sensibilidad especial para regodearse en esa parte de la cultura de masas que suele entenderse como kitsch y bajitica de nivel.
Cuando comencé a fascinarme con él, comprendí mejor el éxito de cineastas como Quentin Tarantino y Pedro Almodóvar. Hay que tener gracia y tino para no intoxicarse con el elitismo academicista, para no caer desde lo alto por el vértigo que podría llegar a producir el andar haciendo demasiadas monerías sobre eso que llamamos alta cultura y de igual modo tener buen ojo e intuir las zonas fértiles para la creación… o sea; estar apto para la siembra en el campo cultural. Sarduy era dedicado como un campesino, aunque seguro no pisó muchos surcos en vida.
Una de las cosas más cómicas que he visto en mi vida es la entrevista televisiva que le hizo el periodista español Joaquín Soler Serrano en 1978 para su programa A Fondo. Se puede encontrar en YouTube. Sarduy describe como una cosa “ampulosa” y “retórica” un momento de su adolescencia. Se encontraba en el portal de la casa de uno de sus compañeros de estudio en el bachillerato, que leía poemas de Amado Nervo mientras sonaba un vals de Chopin en un fonógrafo.
El placer con que el autor de Cobra describe su vivencia ilustra perfectamente al artista que fue y siempre quiso ser: una persona interesada en lo superficial de modo obsesivo y delicado. Erigía significados poéticos como si fueran órganos eréctiles que nacen en un paisaje; su relación con la literatura y el arte en general es somática y lúdica. Decía que para él la escritura era un tatuaje punteado sobre la piel de la masa amorfa del lenguaje. No hay mejor statement para un escritor que también decía que pintar y escribir, en definitiva, es lo mismo.
¿Qué no siempre escribió del modo que lo hizo famoso? Puede ser.
Cuando se lee lo que escribió viviendo en Cuba se nota la influencia del tono de la revista Ciclón. Con Virgilio Piñera a la cabeza del concepto editorial, es entendible esa especie de voluntad de síntesis y parquedad. Se nota sobre todo en los cuentos del camagüeyano, también en la manera de asumir la crítica, dado a poner sobre la mesa ideas precisas y a hacerse preguntas sin el menor rubor. Luego todo eso tomó otro camino. No tanto por el contenido como por el estilo, aunque se modificaron bastante ambas cosas.
Severo salió de Cuba con 23 años, para nunca más volver. Llegó a una de las ciudades europeas de cultura más magnética en el momento en que, como se dice, se estaba haciendo, madurando. Era un chamaco joven, osado, con ganas inmensas de explorar, buenas horas de consumo cultural y deseos de hacerlo aún más.
Se enroló en poco tiempo en una relación de pareja con el filósofo François Wahl, que duraría hasta el final de su vida. Tuvo acceso, de la mano de este, al grupo Tel Quel, especialmente a Roland Barthes. Sus estudios fueron en la escuela de formación de críticos de arte del Museo del Louvre y escribió una tesis sobre la “retórica visual” en los retratos romanos del período Flavio, los del rococó y los del art nouveau. Este coctel de referencias no podía haberlo llevado a otra cosa que no fuera escribir una novela como De donde son los cantantes o caligramas y textos experimentales como los que aparecen en los poemarios Mood Indigo y Flamenco.
La versatilidad de Severo Sarduy es de las mayores en la literatura escrita en español y francés. Su proyecto creativo fue incomprendido, de escasa popularidad en su tiempo, pero poco importa: se interesaron en él algunas de las mentes más brillantes de su generación y escribieron al respecto; se le dedicaron tesis en universidades de todas partes; viajó el mundo; gozó la vida y pintó. Lo alcanzó la muerte con apenas 56 años, pero dejó una obra que parece en su totalidad un circuito integrado y perfecto, programado sin errores, que comienza y acaba de manera teatral.
Fue un tipo con suerte, además de talentoso. Un cubanito de curiosidad omnívora como él aprovechó ese privilegio de modo ideal, al punto que jamás pretendió montarse en el carro del boom de la literatura latinoamericana y a la altura de hoy ahí está de un raro modo. Es ineludible.
En 1963 publicó en Seix Barral su primera novela, Gestos. Se tradujo pronto al francés y otros idiomas. Llamó la atención de manera notable, al punto que el gobierno parisino le dio una beca por cuatro años más luego de terminar sus estudios. Ahí comenzó el primer capítulo de su desgracia ante el gobierno de La Habana, que acabaría con que jamás regresó a la Isla.
Severo Sarduy cometió la “imprudencia” de no “informar” a las autoridades consulares cubanas sobre la aceptación de esa beca. A partir de este momento comenzó a tener conflictos respecto a sus trámites migratorios. Su cercanía y contacto con intelectuales y artistas cubanos ya emigrados, proscritos, y otros no cubanos que comenzaban a tener una postura no sumisa ante la Revolución cubana, o que simplemente eran mal vistos por el gobierno cubano, también sellaron su estigma. Comenzó entonces, en algún punto de mediados de los años 60, el proceso para hacerse ciudadano francés, que llegó a buen término en 1968.
A la altura de 1971 era calumniado como agente de la CIA por Alfredo Guevara en una diatriba emprendida contra las cartas abiertas que dirigieron un grupo de intelectuales europeos y latinoamericanos a Fidel Castro a propósito del encarcelamiento del poeta Heberto Padilla. Ese mismo año Roberto Fernández Retamar se refería en Calibán al “mariposeo neobarthesiano” de Severo Sarduy. Su suerte así se echó.
¿Maricón? Dice un amigo que “maricón no: lo siguiente”.
No solo era amanerado, sino que en su obra la condición de gay está latente sin una pizca de rubor. Pero es interesante que al respecto él mismo dice: “¿La homosexualidad? Si no hablo de eso con frecuencia es porque, para mí, es un asunto, estrictamente, de gusto personal. No le otorgo ninguna connotación, ningún valor, ni positivo ni negativo. No creo que represente una subversión, ni una virtud. Es como ser diabético, o filatélico”.[1]
La mezcla de osadías que implicaba su tono creativo y su modo de gustar sexualmente de personas de su mismo sexo, hicieron de Severo Sarduy una “criatura” difícil de procesar, pero sobre todo de asir a una genealogía.
En el documental Severo secreto (Gustavo Cruz Pérez y Oneyda González, 2016), Orlando Giménez Leal, director de Conducta impropia (1984) junto a Néstor Almendros, dice en su testimonio sobre el escritor cubano que no le pudo tomar en serio inicialmente.
Sarduy era un pájaro sui géneris desde todo ángulo, no experimentó la represión contra homosexuales en Cuba porque no estaba ahí y los directores del material no consideraron relevante lo que dijo al respecto. Para Conducta impropia habló en francés. Jiménez Leal cuenta en Severo secreto que habló largo rato durante el rodaje, en un discurso estructuralista que resultó ininteligible incluso para Almendros, que dominaba el francés a la perfección. En el corte final no lo incluyeron.
Oneyda González le dice al coautor de PM (1961) para el documental que codirigió:
En la entrevista que Severo diera para Conducta impropia habla de la Revolución como un hecho liberador…
Pero él se refería, creo yo, a la revolución del ser, no a la revolución política. Yo creo que él estaba mucho más cerca de Breton que de Marx […] No sé si lo hizo a propósito, pero yo creo que él no quería tocar el tema político. Al menos de una manera vulgar. Y por eso escogió ese discurso totalmente impenetrable, alejado de la realidad nuestra, y del documental mismo […]
Pienso que Severo Sarduy buscó, a su manera, el modo en que la Revolución cubana no se tragara su idea de Cuba. También está el miedo a la “intransigencia revolucionaria”. Todos tenemos derecho a sentirlo. Tenía familia en Cuba; el miedo es personal e intransferible… No sé…, digo yo. De cualquier modo, lo logró. La Cuba que habita en la constelación Sarduy es limpia, meta-revolucionaria; no por ello la Revolución dejó de recibir una mirada aguda y poética en su candelero: el último capítulo de De donde son los cantantes se llama “La entrada de Cristo en La Habana”. Ahí va una lectura recomendada.
La obra de Severo Sarduy hay que leerla. A mí al menos me resultaría imposible contagiar a alguien con él del modo en que a mí me pasó. Tampoco esta semblanza abarca todo el entusiasmo que siento por su obra y por su biografía.
Me fascinó desde que leí su nombre en la bibliografía que aparecía en el programa de mano de Visiones de la cubanosofía, la obra del grupo teatral El Ciervo Encantado. En esa puesta en escena uno de los personajes interpreta un texto llamado “Hueco Negro” del poemario Big Bang. Al tiempo hice una búsqueda rápida en Internet y salvé en mi USB un documento HTML con una selección de sus poemas. Desde entonces no sale de mi cabeza, lo leo y lo releeo.
Sus novelas son complejas, como Paradiso de Lezama, aunque mucho más breves. Entrarle por la poesía es perfecto. Su lirismo es didáctico y sublime a la vez; aún no sé cómo lo logra.
Están los “versos anales”, como dice Gerardo Fernández Fe. Este, por ejemplo, es una auténtica maravilla:
A Patricia Dunsmore
EL MÚSCULO en tensión, el movimiento
—como una torre que se yergue y late—
captado en su esplendor, en el momento
de su definición, Mudo combate
contra el vacío, que el amor dilate
—bálsamo proverbial y linimento
sin ligaduras— lo que el dardo embate,
o mudará en gemido su contento.
no atenúes, Patricia, su embestida,
ni disfraces la furia de su fuego
con la engañosa seducción de un juego:
conozco su rigor y su torcida
manera de atacar: cedes… y luego,
en ese brete se te va la vida.[2]
Toda su poesía vale la pena. La hay más solemne, intensa o divertida: dedicó decálogos de décimas a los orishas de Cuba, a las frutas tropicales y a unos autoepitafios que imagino lo ayudaron a recibir la muerte, a causa del sida, un poco en paz.
Especial interés merecen los textos que están rubricados en su Obra Completa como “Textos autobiográficos”: El Cristo de la Rue Jacob me parece de lo mejor de la literatura cubana de todos los tiempos. Este texto en especial se puede encontrar por ahí; tiene varias ediciones en español.
La literatura de Severo Sarduy, en general, merece toda la atención de cualquiera, si se tienen ganas y voluntad de ir más allá del divertimento y de una manera divertida, pero que exige atención. Se arriesgó a casi todo: a que lo incomprendieran, a no ser rentable para las editoriales, a pintar. Incluso puso en riesgo su vida sexual y su salud sin poder salir airoso de ahí: afortunadamente la vida lo compensó en un sentido póstumo con creces.
No puedo evitar pensar en que la complicidad de Carlos Barral con Fidel Castro y su proyecto, y la condición de proscrito de la literatura cubana de Sarduy, hayan estado detrás de la negativa a publicar De donde son los cantantes (1967), cuando había apostado por él con su primera novela cuatro años antes. No lo sé; tampoco importa demasiado. Igual el relato le parecía al editor español un delirio neobarroco infumable y no quería poner en riesgo sus finanzas; quién sabe… La novela se publicó en México de todas maneras gracias a Emir Rodríguez Monegal.
Cuenta Gustavo Guerrero en el prólogo de la Obra completa de Severo Sarduy que Gabriel García Márquez le dijo una vez al camagüeyano: “Tú eres el mejor escritor de la lengua aunque seas el menos leído”. Pero Guerrero añade: “De haber visto este dossier, quizás hubiera podido contestarle que había sido también el mejor leído”. Ambas cosas son verdad.
Vivir valió mucho la pena para ese artista, que supo llevar tan bien, al unísono, su autoestima, su seguridad, su sufrimiento y su lirismo a prueba de revoluciones o cualquier otra fluctuación de la moda. Se le fue la vida lentamente, aunque se hizo todo lo posible. “Otra vez será”, solía decir él mismo. Me gusta creer que se fue todo lo en paz que pudo. Al final de su vida veo algunas señales de esto.
Su último texto se llama El estampido de la vacuidad. Un cuadernito de veinte aforismos que se lee en una sentada. Atrapó su vida en un manotazo delicado, de un lirismo que neutraliza lo trágico de su final por un instante. Eso es lo que significa haber tenido una vida gestual:
XX
Abandona su país natal y adopta otro, de cielo siempre gris y gente hosca.
En el exilio elabora trabajosas ficciones en que suceden las frases cinceladas y la destreza con que se enlazan las volutas barrocas, aunque, llegado el punto final, todo se disuelve y olvide.
Esos modelos de perseverancia se publican con la condescendencia de los lectores, la indiferencia algo burlona de las multitudes y esa forma de postergación respetuosa que son las tesis universitarias y la traducción a idiomas inextricables.
Ya proyecta el resumen, el ciclo final de sus invenciones cuando lo asalta una enfermedad fulgurante, irreversible y desconocida.
Se defiende escudado en convergentes manías: la lectura matinal de los místicos, la necesidad de vacío y el proyecto de realizar cuadros minuciosos hasta lo milimétrico, con rezagos de caligrafía roja, insistentes aunque discretos, ostensiblemente orientales.
Se deshace de libros polvosos, ropa de verano, cartas acumuladas, dibujos amarillentos y cuadros.
Se entrega, como a una droga, a la soledad y el silencio.
En esa paz doméstica espera la muerte. Con su biblioteca en orden.
c. 1993
Notas:
[1] “Para una biografía pulverizada en el número —espero no póstumo— de Quimera”, en Severo Sarduy: Obra Completa, Círculo de Leitores, 1999, t. 1, p. 14.
[2] Del poemario “Un testigo fugaz y disfrazado”, en ibídem, p. 203.
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