Si no recuerdo mal, creo que fue en Anna Karenina donde Tolstói dijo —más o menos—: “¿Paz? No me pidas paz, no puedo ofrecerte paz. Entre nosotros solo puede haber dos cosas: o la miseria más grande, o la felicidad más grande”.
Me refiero al momento en que Anna, enamorada de Vronsky, le pide sosiego —ya imposible— para su alma. Y él le responde con esas palabras, invadido por el aturdimiento que nace en el abrumador y claro vaticinio de lo fatal.
He soñado con besar a una chica trans y lo he hecho alguna vez. Más allá de las derivas somáticas de un cuerpo que busca su realización y su “realidad verdadera” —el cuerpo que la mente “produce”, la mente que el cuerpo “moldea”—, he besado, en rigor, a una mujer enriquecida. Cuando esa riqueza se manifiesta, un trastorno súbito acontece. Y ahí es cuando uno se pregunta si el lenguaje alcanza.
Pero vivimos en un tiempo y un contexto que fomentan la obediencia, la banalidad y el gregarismo pasivo. Por otra parte, la declaración de Vronsky se articula bien con el pathos del mundo trans, sus escenarios, sus realizaciones. Es como si Vronsky le dijera a Anna que, entre la verdad y ese amor, o entre la autenticidad y el yo-otro escondido en esa pasión, solo puede existir un vínculo o muy miserable o genuinamente espléndido y feliz, un vínculo en el que, según dice el I Ching, “habría fortuna” más allá de lo atroz.
No bien el beso ocurre, o transcurre —qué maravilla que algunos de nosotros seamos, al cabo, seres en tránsito, imperfectos, derivando con irregular tenacidad hacia algo que importa menos que la deriva en sí misma—, lo que se afianza dentro de mí es la franqueza de reconocer una feminidad que es hija del sedimento dejado por la emoción de buscarse-hallarse y por las formas del cuerpo “visible”. Pongo esa palabra entre comillas porque, en la visibilidad total, aparecerían los genitales de esa chica trans. Un pene “para colmo” generoso. Habría que empezar por ahí, y por esa acotación: “para colmo”.
Pero seamos aún más sinceros: no hay que ocultar —ocultación que expresa una vergüenza— esos genitales. Si la riqueza de semejante feminidad nace, equívoca y paradójicamente, ahí, en el contraste —todavía se trata de un contraste— que “eso” genera, en la resemantización de “eso”, en el discurso oclusivo que “eso” es capaz de promover, ¿por qué no hablar, entonces, de la gracia altanera de un prepucio discretamente húmedo, por ejemplo, y de un glande que tiene poder y anuncia, si nos ponemos a jugar con las alegorías, el anhelo verdadero y/o falso de un clítoris?
Todavía existe un contraste. Todavía brilla la ausencia de armonía. ¿Todavía hay una guerra secreta?
Inspirada en la perspectiva romántica de Edgar Allan Poe, la profesora Elisabeth Bronfen dice que la cultura usa el arte para soñar las muertes de las mujeres bellas. Hemos llegado, sujetos modernísimos, a ser testigos de que una pulsión de castigo, martirio y asesinato pende, tradicionalmente, sobre los cuerpos de las individualidades trans, condenadas —con o sin Código— en sociedades como la nuestra.
No se puede arreglar “por decreto”, con un Código, lo que ya estaba desarreglado desde hace siglos —excepto en la mentalidad y la conducta de seres de excepción— y vuelto a desarreglar en una sociedad que pretendió engendrar un enjambre de “hombres nuevos”.
Se habla hasta el cansancio de transfobia. Pero la transfobia es real. Recuerdo ahora, por pura vecindad, un cuento de Marcial Gala, “Oyendo a Miriam H.”, donde un policía odia y ama, al mismo tiempo, a esa mujer que, desnuda, hace su magia y le enseña un pene inequívoco —aunque no muy grande— coronando una vulva inequívoca.
El policía se odia a sí mismo. Y transfiere ese sentimiento hacia la mujer —un cuerpo intersexual, no trans— con quien sueña y que es culpabilizada por ser un “agente de seducción”. Toda seducción, si no es aceptable, equivale a un desorden. Me seduces, desordenas mi yo —o el yo que se espera de mí— y devienes culpable.
Una mente expandida y expansiva crea su propia noción de libertad en el reconocimiento entusiasmado del otro, del “yo es otro” de Rimbaud, del tráfico incesante de las identidades entendido como “la” identidad. No bien descubre uno que uno es en verdad muchos, la libertad y el deseo se diluyen —sin desaparecer, e incluso sin mezclarse— dentro del estatuto donde sobrevive el credo más importante: el de la compañía.
El llamado sujeto intersexual, poseedor de un cuerpo también en suspenso —o un cuerpo que vive su soma genérico en un guion, en una bisagra, o en una comunión de lo masculino con lo femenino—, esboza algunos problemas para la mente intersexual, que siempre se ve compulsada, en términos sociofamiliares, a las elecciones.
Vivir sexualmente en el guion es a ratos tolerable si esa vida compromete la presencia de un guion electivo, que presupone una orientación también electiva. Por ejemplo, la bisexualidad no intersexual —una bisexualidad proyectada, ansiada y cumplida desde un cuerpo masculino “normal”, o desde un cuerpo femenino “normal”, por así llamarlos— vive, podemos presumirlo, en dos espacios de realización sexual que se constituyen en opciones libres —y ciertamente multiplicables— dentro de las recomposiciones y las mixturas. El cuerpo es “normal”, no hay embrollos ni misterios con él.
Ahora bien, un cuerpo en el intersexo apunta al mito, lo evoca, hace alusión al monstruo hermafrodita, pone el énfasis en el milagro y la rareza y es un malhechor, un “delincuente natural” en la sedición y la seducción. Subraya la necesidad de enarbolar los dispositivos del pudor para que ese cuerpo sea ocultado y se transforme, gracias a la ocultación, en lo ensombrecido, lo incierto, lo temido.
La conciencia del sujeto intersexual busca defenderse de la mirada ajena, y hasta de la propia. La mirada del otro crea, en ese caso, un sistema de oposiciones trágicas. La intimidad se convierte en el infierno. Y ocultar una intimidad de ese tipo, bajo la mirada curiosa y repulsiva del otro —una mirada que anhela saber y ver, pero que también rechaza y aísla—, hace que lo íntimo se encuentre tanto más presente cuanto más ausente.
Hay dos situaciones en lo que concierne a Alex, la adolescente intersexual —es un la/él, aunque sus padres han decidido educar su cuerpo como el de una niña en pos de una muchacha en pos de una mujer— en cuya historia se centra Lucía Puenzo cuando realiza XXY (2007), una película que sobresale por una limpidez expositiva sostenida en la valentía formal de su discurso.
Alex —nombre de varón y de hembra— esgrime al mismo tiempo pudor y vergüenza, aunque sabe que son sentimientos distintos. Con el pudor defiende su intimidad, que le confiere algo muy especial al proceso de elaboración de su yo. Con la vergüenza expresa el razonamiento de una culpabilidad cósmica heredada, de sobrecarga barroca, en relación con el fatum del monstruo que debe ser aclarado, limpiado, solventado, puesto en los dominios de esa cordura que brota de la naturalidad. Siente vergüenza de sí porque la han enseñado a reconocer, frente al espejo, a un ser que debe abandonar —del cual debe escapar— por medio de intervenciones quirúrgicas y píldoras contra la virilización.
(Entre paréntesis: muchas veces me he preguntado por qué escribo y para qué. Las respuestas a estas preguntan suelen confundirse, fusionarse, remezclarse. Supongo que, al insistir tanto en esa mentalidad separada, que da libre curso a la aparición de ficciones en torno a un cuerpo separado―porque, ojo, el cuerpo no es sólo él como soma anatómico-fisiológico, sino además lo que haces con él―, un cuerpo exiliado de las normas y construido a despecho de las convenciones…; al insistir tanto en todo eso, repito, no hago otra cosa que vengar y redimir, en una dimensión perfectamente individual y minúscula, a una raza de mentes concrecionadoras de cuerpos y de cuerpos capaces de “producir” mentes retiradas, soberanas, excluidas, expulsadas.)
A la casa de Alex llegan unos amigos que traen a un joven, Álvaro, en quien Alex se fija desde el inicio. La chica/chico le propone tener sexo y Álvaro se niega. Alex es errática en lo que toca a su sociabilidad: en unas ocasiones es receptiva y sensual, y en otras es arisca y grosera. Como si unas veces —y ahora seré muy esquemático— fuera una jovencita coqueta y sutil, y al siguiente día se despertara con la mente de un varón malcriado, montaraz.
Se trata de dos estereotipos que Lucía Puenzo sortea muy bien gracias a la ambigüedad del vínculo que Alex anhela crear de forma inconsciente. Sus padres invitan a esos amigos con un objetivo preciso: ver qué posibilidades hay de operar a Alex. Porque el padre de Álvaro es un cirujano de prestigio.
Todo se precipita cuando, un día, los jóvenes corren al desván de la casa y empiezan a desnudarse. Pero cuando Álvaro intenta acariciar el sexo de Alex, ella lo invita con perentoriedad a ponerse bocabajo. Y entonces ocurre lo sorprendente: Alex lo penetra. Nunca vemos su pene, nunca vemos la configuración de sus genitales, donde se supone que, además, haya algo como una vagina y una vulva. Solo distinguimos el rostro de Álvaro, donde hay una mezcla de asombro y malestar físico que, a los pocos segundos, da paso al placer, su placer.
Alex tiene un pene capaz de funcionar de ese modo y sus padres han decidido convertirlx en una hembra cuando ya se comporta como un varón. Sin embargo, luego de algunas peripecias —el encuentro con los chicos que violentan a Alex y le quitan la ropa para ver al “monstruo”—, los hechos quedan definitivamente enmarcados: es ella/él quien debe decidir si los denuncia y su cuerpo sale a la luz pública, o si se queda calladx, aceptando el ultraje y ocultándose, como siempre, de escarnio en escarnio.
Nietzsche dice que todo lo profundo ama la máscara. Pero aquí la máscara va a caer, poco después de que Alex se despida de Álvaro y le confiese que nunca había sospechado que se enamoraría de él. El cuerpo de Álvaro, oculto tras el amenazante y despreciativo horror de su padre, ante la posibilidad de que él sea un homosexual —“un puto”, dice el cirujano—, experimenta una modificación radical porque se descubre a sí mismo capaz de reconocerse en su condición. Y capaz, también, de simular lo que no es, o, tal vez, de enfrentarlo todo. Y cuando le dice a Alex que él también se enamoró, ella/él, muy segurx, le dice: “No, a ti te sucedió otra cosa”.
Alex irá a la policía con sus padres y todo se sabrá. Ya no tendrá que formular, con ironía, los vaivenes de su cuerpo en dibujos, muñecos o adornos imprecisos. Cuando los padres le aseguran, refiriéndose a su cuerpo, que la elección es de ella/él, una singular pregunta queda expresada por Alex: ¿Y si no hay que elegir?
Entonces el sujeto intersexual se afianza dentro de las condiciones que su cuerpo prodigioso y bellísimo le suministra, un cuerpo que es satanizado por los adultos y que emite, para quienes lo aceptan, un incesante resplandor.
Aquí debo detenerme en la reminiscencia, aprendiendo un poco más de mi admirado Marcel Proust: oigo o leo algo sobre clítoris extraordinarios y recuerdo… Percibo a un narrador-personaje arrodillado sobre un pañuelo blanco, delante de un banco del Bois de Boulogne, aspirando el olor de los muslos de la amada.
He tenido la suerte de hallar poseedorxs de vulvas que causan vértigo, mujeres —usaré esa palabra— que aceptan e incorporan, con curiosidad comprensible —y se regocijan, ¿por qué no?—, la desahogada dispersión sensorial de mi mente, que viaja por los cuerpos sin menoscabo de esa aventura que hace, de uno, una persona reflectante.
Mi yo sensorial y sexual pervive en lxs demás. El beso dura y perdura en todas sus formas.
© Imagen de portada: Fotograma de XXY (2007), de Lucía Puenzo.
Quiero que un hombre me mire y me vea
Una mujer que quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Proponerle y ofrecerle al hombrelo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.