Hace cincuenta y cinco años, en 1968, se puso casi de moda la cuestión de la presencia del diablo y la brujería. Roman Polanski estrenó entonces Rosemary’s Baby.
Desde ese momento —voy a escribir una boutade— hubo que tener —volver a tener cuando hay que tener— cuidado con el café, los dulces de chocolate y, en general, lo que uno come. La brujería entra fácil por la boca y después uno anda muriéndose por ahí, mal del estómago, y obediente como un zombi.
(Entre paréntesis: hay millones de zombis por acá. No hay más que mirar y verlos, resurrectos e hiperdóciles.)
Cuando Guy y Rosemary, dos jóvenes recién casados, se mudan a un apartamento del edificio Bramford, empiezan a remodelar buena parte de la vivienda y se los ve cenando un día en el suelo de lo que pronto sería el comedor o la alcoba principal. La cámara está situada en un nivel medio, como si fuera la cámara de Ozu, y entonces Rosemary le pide a Guy interrumpir la comida y tener sexo.
Los movimientos que ambos hacen antes del plano cerrado sobre el beso de la pareja son calculados para causar un efecto de proporción entre el rostro de Rosemary —su mirada es de deseo auténtico, de ganas apenas contenibles— y esa gestualidad sobria, pero solvente en cuanto a insinuación, tras el proceso de desnudamiento físico.
Hasta ahí todo está bien, no hay problemas…; pero estamos, sin denigrar ni glorificar a ninguno, en una película de Polanski, no de Adrian Lyne.
Rosemary se hace amiga de una chica huérfana (Terry) que vive acogida por un raro matrimonio de ancianos, los Castevet. Excéntricos y moviéndose sin variación a su aire, Minnie y Roman Castevet son los vecinos inmediatos.
Un día Guy (actor joven y ambicioso) y Rosemary, al regresar de un paseo, ven un tumulto y varios policías frente a la entrada del edificio. Terry se ha lanzado del séptimo piso. Las causas se ignoran. Nadie puede imaginar qué la ha movido a actuar de ese modo. Pero poco a poco nos daremos cuenta de cuál era su situación.
Aunque el cine lo ha convertido en un monstruo emancipado más allá de su torpeza, el zombi es, en su origen, un esclavo, un cautivo de quien lo hace regresar a la vida.
La estilización del zombi, que ha sido siempre una criatura de trazo grueso, lo despojaría de lo espectacular y así nos perderíamos la tramoya de su horror. No hay zombis estilizados. La estilización no ocurre salvo en situaciones reales —las del zombi sociopolítico, digamos, donde el monstruo es el monstruo interior sometido.
Polanski aprovecha al máximo la habilidad histriónica de Ruth Gordon —ganadora de un premio Oscar por su desempeño en Rosemary’s Baby—, quien interpreta a Minnie siguiendo una doble articulación: un andar ondulante, lleno de ademanes, más un hablar enronquecido, muy gutural.
Gordon, sacerdotisa del mal, es ramplona, chismosa, distinguidamente grosera, malévola. Al final de la película ya sabemos que habían sido ellos, Minnie y Roman Castevet, los que indujeron a Terry al suicidio.
Polanski hace un cine donde hay tres ejes básicos: 1. un avasallamiento espiritual y emocional, de detectación intermitente; 2. un componente de angustia y tensión en las relaciones interpersonales; y 3. la injerencia —repentina o no— de algo que se encuentra entre lo ignominioso y lo cruel.
Sus mejores películas son aquellas donde los tres ejes se trenzan para conformar lo que podríamos denominar la “intensidad Polanski”. Y Rosemary’s Baby grafica todo eso por medio de un imaginario invasivo.
Los Castevet se apoderan gradualmente de las vidas de los jóvenes. Las paredes del recién pintado hogar son meras transparencias desde donde las pesadillas y las dudas acechan.
Terry había estado usando un pendiente con una esfera en cuyo interior hay una sustancia (extracto de raíz de tannis) de olor desagradable. Era un regalo de los Castevet.
Cuando ellos y los jóvenes se hacen amigos y Rosemary ya siente la intrusión de Minnie, un buen día esta invade su casa con otra anciana, medio bizca y tan ruda como ella. Ambas se ponen a tejer en el recibidor y Minnie le da a la chica un pendiente idéntico.
Los regalos empiezan a sucederse: Guy consigue un codiciado papel cuando el actor que iba a representarlo queda ciego de repente y de forma inexplicable. Y Rosemary empieza a sospechar.
Durante la cena, Minnie irrumpe y les trae mousse de chocolate, hecho de acuerdo con una receta especial. Pero el mousse no sabe bien, de acuerdo con ese undertaste que Rosemary percibe. Y Guy casi la obliga a comerlo.
Las imágenes que vienen a continuación ya nos confirman que Rosemary (una Mia Farrow hiperestésica y minuciosa) ha ingerido algo capaz de inducirla a un ensueño poblado por pesadillas laberínticas que fabrican, en ella, una suerte de realidad saturada de recuerdos.
Ese ensueño extraño tiene la virtud de indeterminar la condición de realidad o irrealidad de un hecho: Rosemary camina desnuda por la cubierta de un barco, se siente elevada por un andamio de madera y termina acostándose en una cama que se halla en el centro de una habitación ritualística, rodeada de ancianos desnudos que cantan en voz baja.
Allí está Minnie. Roman traza signos en el cuerpo de la joven con pintura roja que parece sangre. Rosemary es atada y entonces una especie de animal antropomórfico (un diablo, o Lucifer en persona) la posee con violencia.
Al principio se trata del cuerpo y el rostro de Guy —ambos han estado planificando tener varias sesiones de sexo en busca de la preñez de Rosemary—, pero al cabo quien se revela encima de ella, penetrándola duro, es un desconocido de piel humeante y ojos amarillos.
Toda esa secuencia de la posesión está en la cabeza de Rosemary; pero, al mismo tiempo, ya ha ocurrido de modo muy material de acuerdo con la convención dramática del filme.
Brujos eficaces, los Castevet buscan la manera de entregarle al demonio la muy narcotizada mujer; pero como Polanski no quiere hacer una película centrada en la fiesta de lo sobrenatural, la dirección de arte y la edición se encargan de presentar un entorno vacilante, irresoluto, congruente con los estados de ánimo de una mujer que duda de todo cuanto ve.
Los brujos modifican la percepción de lo real en la joven. La han atiborrado de sustancias alucinógenas y somatotrópicas que deforman el curso natural de la gestación —ella está embarazada, el hecho es ya bien cierto.
El proceso es largo, accidentado, doloroso, asfixiante, lúgubre, y Rosemary, de pronto adicta al hígado crudo, alimentará al hijo del diablo con materias donde el Mal encuentra su hechura y su aspecto.
Además, el Anticristo debe consumir a su madre, debe devastarla. Y así ocurre. Rosemary entra en su vía crucis y Polanski logra fabricar una metáfora gótica moderna, que en primer lugar apela al tema de los poderes terrenales más allá de Dios y del Bien, y, en segundo lugar, y de modo muy indirecto y escabroso, a un asunto de sexo y de desempeños sexuales.
Imaginemos todo esto como una serie de dibujos de Alfred Kubin: sin palabras, sin predicaciones. Entre el simbolismo bestial de lo oscuro y la belleza irrenunciable del deseo.
Cuando Rosemary lee el libro por medio del cual descubrirá que Mr. Castevet es el hijo de un célebre hechicero, ya está a punto de tener a su bebé. Guy le quita el libro y lo pone encima de dos gruesos volúmenes en los que el espectador casi no repara: Sexual Behavior of the Human Male y Sexual Behavior of the Human Female, de A. C. Kinsey.
Esto es muy interesante. Después viene lo horrible: ella intenta escapar, pero tendrá que parir en el apartamento, le quitarán a su hijo —el hijo de Satán— y el aquelarre, en busca de un nuevo orden mundial, se desata.
Al final vemos a la joven aceptando a la criatura que, entre chillidos de comadreja y maullidos de gato, llora. Es su madre, en definitiva, a pesar de esas deformaciones a las que ella alude con los ojos muy abiertos y que Polanski no enseña.
Acaba de desencadenarse una cruzada contra la formalidad de lo bello, contra lo apolíneo, sus tradiciones, sus injustas preponderancias.
Pensando y recordando todo eso, en especial la cruzada contra lo convencional, escuché mi voz interior. Me decía: “Espero que sepas qué es una pureza mediterránea”.
Yo andaba merodeando por los canales de Telegram y, a varios días de volver a ver la película de Polanski, hallé a mi amiga, una profesora de literatura que actualmente vive en Camagüey. Estaba online en ese momento.
Después de dialogar unos minutos en el tono y con las palabras que solíamos usar, me recomendó: “Tómate dos o tres tragos, no quiero que tengas un recuerdo claro de esto”.
¡Qué privilegio más perturbador! La suya era una especie de alegría amarga y se quitó la ropa con urgencia astuta, en el estilo de los años 50, frente a un espejo ulcerado por la vejez y el desamor.
En aquel tiempo, la posguerra, las damas de la pornografía no lucían tan jóvenes como las de ahora y tenían una triangulación espesa y agreste en el Mons Veneris.
Se había dejado puestos el blúmer y el ajustador, blanquísimos ambos. Un blúmer sin encanto. Y se desnudó.
Bueno, no. No así. Se encueró.
Porque dijo: “Voy a encuerarme para ti”. Y lo hizo frente a aquel espejo donde su cabello, tan largo, la convertía en una ninfa maltratada por pequeños vestigios de un embarazo reciente.
Pero mujeres así —dentro de cada una se supone que haya una bruja inescapable, donde uno naufraga sin remedio— son las de verdad. Las otras padecen de un poco de irrealidad.
—Mírame —le ofrecí a mi vez, enseñándole mi erección.
—Eres un descarado —gritó riendo.
—Ábrete eso —le pedí. Y lo hizo. Soy un adicto a los labios menores.
—Qué mal tú me pones —reveló.
—Cuando estás desnuda, eres la más desnuda de todas las mujeres —dije. Me gustaba aquella frase. Pertenecía a una novela francesa, o a una película.
—Qué gentil —murmuró. Volvió a ponerse el blúmer.
—Enséñame esa giba otra vez —le pedí.
Y me complació. Yo pensaba que no lo haría porque su hijo jugaba cerquita, pero se las arregló para descorrer el blúmer.
Una joroba inferior que ya tenía la apariencia de haber sido muy ensalivada. Espesura de Bosque Negro teutón. Giba hueca y chorreada. Monte Calvario en tiempos del Cretácico, lleno —no habría ningún Cristo, y sí algunos dinosaurios— de helechos y maleza. Selva no hermética donde las brujas hacen de las suyas.
Siempre he imaginado que las brujas jóvenes —mi bruja era una mujer madura: tenía los pezones arrugados por una hermosísima y prolongada lactancia— custodian la sal de los cuerpos y esa virginidad donde el himen jamás es tocado excepto por la camaradería de una lengua de mujer, a no ser que venga Satán con su hipnosaurio cubierto de escamas, murmurando versos y dispuesto a taladrar.
Satán clava el hipnosaurio y, cuando lo saca, desgarra y desuella. Vapulea y perjudica.
Sangre por todas partes.
Restos de piel y carne. Tegumentos. Membranas jugosas. (Los arañazos en la piel de Rosemary, que ella atribuye al entusiasmo sexual de su marido.) Polanski se esmera en enseñárnoslos.
Y allá van las brujas a comer de ese adobo agridulce, especiado con tomillo, pimentón, raíz de mandrágora y azafrán. Y un poco de vino dulce de misa. No hay nada como ver la ruina de esas cristianas a quienes hay que atarles las manos para que no se masturben con los cirios de la Pascua.
¿De dónde venía la profesora? Luego de detectar mi presencia en Telegram, su vínculo conmigo había empezado por preguntarme qué escritor, entre Sade y Bataille, era mi preferido, y la idea de elegir —de elegir entre ellos dos— me pareció tan impracticable que me abstuve de responder. “Bataille escribió sobre Sade”, creo que le dije.
—¿Y entonces? —insistió.
—No puedes favorecer a uno u otro —expliqué.
Parecía incapaz de trazar una línea recta, de seguir un pensamiento y acomodarse a él. Su hablar tenía la irregularidad del vuelo de las mariposas.
—Vivo mal, pobremente, pero no a causa de lo material, sino porque mi espíritu se arruina cada vez más al lado de un hombre amoroso, pero que no sabe acunar mi cuerpo en la alegría de la libertad.
Así habló, así dijo. La alegría de la libertad, que es la de Satán.
Daba clases incluso cuando la crica no crocante le supuraba de pura y conceptuosa codicia. Sentí pena por ella. Pero como era una mujer de contrastes, acto seguido enunció: “El problema es que soy muy puta”.
Y quedó callada largo rato, observando, a través de la ventana que daba a la azotea del edificio vecino, algo que se me prohibía ver.
—No, yo creo que eres algún tipo de bruja —susurré.
—A veces no quiero lavarme, necesito permanecer sucia, me gusta mi olor, me fascina estar pringosa y que un hombre valiente acuda a mí y se arrodille y suplique ver mi mugre y me diga que quiere lamerme y tragarse su propia saliva porque sabe que en el fondo lo amaré sin restricciones, como ama la Noche al Sol, como ama la Luna al oro que la desdeña en el cielo. Ese hombre sabe que su garganta acabará iluminada y que será bañado por mí como Jesucristo cuando lavaba los pies de sus discípulos.
Profesora en estado de Gracia. Pero eso equivalía a sostenerse, como una equilibrista, en la superficie de la locura.
—No sé si pueda hablar en nombre de la luminosidad y la transparencia, que son las dos cualidades del aire que siempre respiré en el lugar donde he crecido —añadió.
Y se desconectó.
La virtud del diablo está en la báscula de su pubis.
© Imagen de portada: Alexander Krivitskiy.
Quiero que un hombre me mire y me vea
Una mujer que quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Proponerle y ofrecerle al hombrelo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.