La escritura no es un oficio ni está sujeta a la tiranía de los esquemas y de las recetas convenidas. La escritura es un gesto de libertad confesada que se organiza con arreglo a la pasión y a la invención sin límites. Quienes entienden la crítica tan solo como un ejercicio de interpretación, traicionan, per se, su auténtico valor: el de ser ella, en su expansión y en su hechura, un acto de creación en sí misma que implica el dibujo de mundos, la construcción y la exploración en los cimientos del otro y no, como suele pensarse, una simple lectura relatora de los accidentes de un paisaje o de una superficie.
Este texto debió escribirse hace ya algún tiempo, pero la vida no es siempre lo que uno desea sino aquello que ocurre, aquello que se da, que sucede. La vida dicta los tiempos, dispensa las razones, organiza el mapa. Hoy, precisamente, he visto una película sobre una mujer extraordinaria, una de esas mujeres que dejaron —para la historia reaccionaria de hombres y de los totalitarismos extremos— un legado perturbador, objeto de la reflexión y del orgullo más honesto: Milada Horáková. Esta abogada y política checa, sobre la que pesó la más escandalosa de las injusticias de los convulsos radicalismos políticos de los años 50 en Checoslovaquia, fue la única mujer ejecutada durante estos procesos. Su fuerte determinación y su capacidad manifiesta para entender su lugar en el perímetro de la historia le llevaron al terreno de lucha por la igualdad de las mujeres, convirtiéndose en la persona clave del Consejo Nacional Femenino, la organización de las mujeres más importante del país.
Viendo esta cinta, emocionado por el valor de esta mujer y desorientado por la torpeza humana, yo no hacía más que establecer un extraño paralelo entre ella y la artista costarricense Montserrat Mesalles. Ocurre que la subjetividad femenina no deja nunca de sorprenderme. Allí donde en ocasiones los hombres nos desarmamos por un revés de la vida que pone a prueba nuestra vulnerabilidad y resistencia, ellas, las mujeres, son capaces de rearmarse y reinventarse una y otra vez bajo el signo de la determinacióny del estoicismo. Hace un año y medio que conozco a esta artista y puedo asegurar que son la tenacidad, la determinación, la integridad y el compromiso los rasgos más sobresalientes no solo de su carácter sino también de su obra.
Intentaré, a lo largo de estas líneas, exponer los motivos que me llevan a tales afirmaciones. Ello, claro, sin pretender que la escritura, basada en la posible interpretación de los signos y de los hechos, me lleve a hipotecar la densidad, intensidad y libertad de la obra, en nombre de la interesada consagración de un par de argumentos personales. Intentaré, insisto, que esta escritura se crezca como un ejercicio autónomo sin incurrir por ello en la falsificación o distorsión de las realidades —cubistas siempre— que abrazan a la obra y a su momento de realización: su nacimiento más auténtico.
Ahora apenas se nos habla una y otra vez sobre lo notable y lo recurrente de la presencia de la mujer en el sistema del arte; sin embargo, muy a pesar de esa celebración, se siguen sucediendo actos de ignorancia y hasta de silenciamientos, según circunstancias concretas o según prejuicios culturales frente a los que ni siquiera están exentas las propias plataformas sobre las que se dirime el debate feminista y los posicionamientos de género en el arte y la cultura contemporáneas. Hace relativamente poco una crítica de arte y comisaria de exposiciones española, cuya labor se centra en el trabajo con mujeres artistas del ámbito latinoamericano, me interpelaba acerca de la perspectiva feminista que —a todas luces— entiendo que soporta el trabajo de Montserrat Mesalles. Entonces, en medio del debate, me confiesa que ella no alcanzaba a advertir del todo esa orientación en el hacer de la artista, como si tales implicaciones fueran solo el resultado de la representación, por una parte, y del contexto temático, por otra.
Ese reduccionismo de perspectiva —que se orquesta sobre esquemas estereotipados tendentes a la reiteración de modelos de interpretación y de análisis—, conduce al peor de los equívocos: entender como feministas, únicamente, aquellas poéticas donde la representación traza una radiografía bastante obvia de elementos o de narrativas asociadas al ámbito de actuación de la mujer. ¿Qué sucede entonces con esas otras voces que se articulan desde ángulos menos obvios y que no por ello abandonan el cuestionamiento y la señalización de esos fantasmas masculinos que rigen la diagramación del sistema y sus pautas de entrenamiento y de comprensión?
Si un gesto feminista, y subversivo por antonomasia, puede inferirse del trabajo de esta artista costarricense, ese es el de la usurpación y el sabotaje. Por usurpación y sabotaje entiendo la operatoria de intervención y desmantelamiento— consciente e intelectualmente pensada— que lleva a cabo la artista en espacios de producción y de ejecución, arbitrados históricamente por el dominio del hombre. Toda la materia prima de su discurso y de sus emplazamientos morfológicos resulta de signo masculino. Se trata de materiales y de ámbitos de actuación destinados al trato directo con la mano del hombre y sujetos a su influencia-hegemonía.
De ahí que su obra, en ese grado cero del proceso de realización, cuestione los niveles de pertenencia menos presumibles de la mujer en esos pasajes industriales, sugiriendo una obvia sanción al sistema por medio de pequeñas perturbaciones. Otra perspectiva o angularidad del tema reside, exactamente, en la consagración de la obra como hecho fáctico en sí mismo, toda vez que referimos estructuras pesadas, cortantes, voluminosas. Contradice, así, esa tendencia del sistema de evaluación que parece abdicar siempre frente a la certeza, ladeando la ambigüedad y esas otras razones que no del todo reparan en lo evidente. Estos objetos esculturados son, con mucho, declaraciones de principio y asunción de posturas reactivas ante los discursos segregacionistas e impositivos. La palabra escultura designa por sí solo, o alude en su totalidad, a un espacio masculino de realización y de plenificación. Por lo que el claro y consciente ejercicio de Montserrat podría suponer, también, una sublimación de esas estructuras opresoras a las que han debido enfrentarse otras muchas esculturas del pasado siglo y de este. Cierto es que esa tensión se suaviza con la interferencia de las distinciones y matizaciones culturales que introducen distingos de rigor entre los códigos, estamentos y atributos propios al discurso de género.
Así, por ejemplo, es en el ámbito mismo de realización de la obra donde se localiza su mayor gesto subversivo, más allá o más acá, de las evidencias factuales o de los motivos articulados en su dimensión escultórica posterior. Mientras que algunas miradas rápidas se aprestan inmediatamente a desconocer la perspectiva feminista de su trabajo, es la propia dinámica desde la que nacen esas piezas, la que se ocupa de disentir respecto de tamaña ignorancia. La historia sinuosa (y sospechosa) de la cultura —y con ella la de los mecanismos de la mirada— no fue nunca la misma desde que se introdujeran en el tejido de los textos culturales las voces de la llamada subjetividad lateral, entendiendo por ella esa zona de locución en la que los otros arbitran un lugar para su voz. Esas nuevas distenciones y esos nuevos ramilletes de posibilidades, en el contexto de la interpretación, condicionaron el nacimiento de miradas críticas más avisadas y propensas a un discernimiento un tanto más cuidadoso de los rangos de ambigüedad y de sutileza presentes en todos los horizontes de producción simbólica y discursiva. Todo ello lleva a entender los azarosos apareamientos entre obra, contexto de producción, espacios de realización y perspectiva de género.
La pintura hechizada de Noel Dobarganes
Noel Dobarganes revisita una tradición clásica con mirada oblicua, como quien transita entre dos aguas. Su pintura tiene poco de cubana, y sí mucho, de norteamericana.
Al respecto, y en la observación directa de la obra, podemos advertir que son muchos y de muy diferente tono los órdenes conceptuales y los morfológicos en los que se cifra la dancística objetual-enfática de Mesalles. De este modo visto, los términos inmortalidad y permanencia abandonan sus significados al uso para convertirse en razones o premisas argumentales sobre las que se organiza el discurso escultórico de la artista. Su trabajo resulta un caso excepcional dentro de la dramaturgia objetual de las prácticas artísticas en el contexto latinoamericano; excepcionalidad que le viene otorgada por la destreza de sus prefiguraciones conceptuales, la habilidad técnica amparada en los recursos de una portentosa imaginación y el declarado compromiso (y posición) frente a ‘los males’ de su tiempo.
Cuando la cultura contemporánea va camino de convertirse en un gran vertedero, esta artista apuesta por la recuperación y la restitución del valor de los objetos que se acumulan en los cementerios industriales. Espacios que no son sino la más elocuente metáfora relatora de esa extraña dinámica en la que el hombre es trascendido en su animal-humanidad. La obra de Mesalles es una suerte de epifanía, de celebración de la vida allí donde los sepultureros más rancios decretan la defunción y obsolescencia del objeto luego de un tiempo de uso. Cada una de las piezas que forman parte de su extendido repertorio (al margen de su incuestionable dimensión lúdica), se reserva el derecho de establecer un comentario crítico que se dirige —en exclusiva— hacia esa condición predatoria del sujeto contemporáneo y a sus escenarios de sobreexplotación, producción y consumo. De ahí que estos objetos, en su estricta condición de obras de arte, gocen de una dualidad discursiva: de una parte, responden a los enunciados del divertimiento y de la distracción estética; de otra, respaldan un llamado de atención frente a los paradigmas del discurso ecológico contemporáneo y a todas las políticas de sostenibilidad y conservación.
Su trabajo, junto al de muchas otras feministas provenientes del ámbito de las artes visuales, la literatura, la filosofía, la sociología y los discursos políticos, sustantiva los ideales de sostenibilidad y ecología en el cruce y afianzamiento de un nuevo paradigma de sociedad que resulta —al cabo— menos arbitrario y menos nocivo. Mientras que los vectores de producción y de consumo continúan con sus mecanismos operacionales, signados por una inequívoca perspectiva predatoria tremendamente dañina y destructiva, es desde el campo del arte desde donde un grupo de nuevas hacedorasde sentido y con un alto nivel de responsabilidad, redefinen plataformas de actuación y de retóricas con el objeto de alertar sobre el despropósito del ser contemporáneo. Una vocación de conquista y penetración sobre el medio que guarda siempre una estrecha relación con la ideología masculina.
Acerca de su interés y de su aproximación a estos temas comenta la artista que «durante los años 90, cuando ya había tenido a mis cuatro hijos pequeños, hubo otra gran experiencia —en términos de discursos y conceptos— que me impactó mucho. Fue, precisamente, cuando empecé a escuchar los términos de sostenibilidad, ecología y reciclaje. Había entrado a otra era de la mano de mis hijos, donde ya en el colegio les estaban inculcando fuertemente estos temas con los que yo, en mi generación, no había crecido. Esto supuso un antes y un después en mi perspectiva no solo como artista sino como sujeto político y cultural»[1]. Tanto fue así que, insiste la artista, «estos temas empezaron a interesarme bastante y me influyó mucho que en esta misma década mi familia puso un molino de papel. Es una operación grande y única en Centroamérica. Este molino se abastece únicamente de material reciclado —cajas de cartón y desperdicio de papel— que se recoge no solo en Costa Rica, sino también en los países vecinos. Entonces, desde ese momento, el tema del reciclado se volvió algo muy cotidiano en casa. Era parte de mi propia existencia vital».
Adviértase cómo esas nuevas realidades de valor no llegan a la artista animadas por el tico la pose demodé, tan cara a ciertos espacios intelectuales y pseudo progresistas. Muy por el contrario, su entronización en el discurso artístico que esta llega a formalizar más adelante se reproduce como suerte de un paulatino aprendizaje en el que la reflexión, la determinación y el compromiso —insisto en ello— entran a formar parte de una trama ideológica que afecta a su propio entorno familiar y a sus esferas inmediatas de conocimiento.
Montserrat es madre de cuatro hijos (tres chicas y un chico). A tenor de mi proximidad a la artista y a su contexto familiar, a este último de manera no tan directa, puedo asegurar con solvencia extrema el grado de participación y de aprendizaje —según una nomenclatura horizontal— entre cada uno de los miembros de esta familia. No citaría estas circunstancias de su biografía al azar si no considerase que su mención guarda una relevancia ciertamente importante con el contexto de su obra y, más que nada, con el corpus referencial y de ideas que la sustentan. Es una recurrencia permanente en mi diálogo con la artista la cita que esta hace a sus hijos como elocuentes modelos de aprendizaje para ella. Una especie de reto constante y de suerte de actualidad discursiva que implica estar al tanto de las nuevas discusiones en materia de discurso feminista, paridad de género y saberes del apartado digital, incluyendo, como no, el adecuado uso de las redes sociales. De todo esto y más apre(h)ende la artista con sus hijos.
Quizás por ello, y también por muchas otras razones, el discurso escultórico de Mesalles alcanza a traducir diferentes niveles de sensibilidad (y de empatía) que—, al mismo tiempo, participan de diferentes contextos generacionales. Esto es un hecho que halla su correlato más eficaz e incuestionable en el trato directo que su propuesta traba con los espectadores de las piezas y con los interlocutores —activos y pasivo— de su discurso. Lo cierto es que el espacio textual y narrativo de la obra, que lo tiene y mucho, resulta —en un nivel— comprensivo a todo tipo de públicos más allá de preámbulos y de consideraciones generacionales.
Mesalles no es una escultora en el sentido tradicional y reductivo del término. Es, con diferencia, una hacedora de grandes metáforas, una arquitecta de nuevos sueños, una artista que asume —en primera persona— el compromiso esencial de arte: el de ser una voz que habla e interpela las extrañas dinámicas de este mundo nuestro. Su narrativa celebra esa condición y amplifica las posibilidades de ejercer cierta influencia sobre la subjetividad colectiva. En las coordenadas de estas mismas intenciones, enfatiza: «creo que mi propuesta estética tiene un discurso positivo y contemporáneo. Un tipo de discurso al que atribuyo fortaleza por medio de la conjunción entre la imaginación, la forma, los materiales, la escala y —sobre todo— la coherencia del mensaje. Espero que este mensaje, en el mundo actual colmado de tanto desperdicio y abundancia, genere en el espectador de mis obras —al menos— una profunda reflexión». Este deseo suyo deja de ser una utopía para convertirse en la consumación de un hecho. Algo que he tenido la suerte de refrendar en cada proyecto realizado con la artista. La puesta en escena de su obra trae aparejada siempre un alto nivel de expectación y se hacen evidentes las relaciones afectivas que median entre el público y el artefacto.[2]
La crítica de arte cubana, residente en Madrid, Yudinela Ortega Hernández, al referirse al trabajo de la artista a propósito de Lírica Residual, señaló, «Montserrat Mesalles es una artista que trabaja con los tiempos, no solo los verbales, también los corpóreos. Sus esculturas presumen de ese pacto con la inmortalidad que todos anhelamos y nos es prohibitivo. Dueña de una sensibilidad innata, sus ojos ven más allá de los límites que impone la perspectiva. Tiene la capacidad de reconciliar al sujeto contemporáneo con la condición perdurable de los objetos, tan ajena a los tiempos que corren. Lírica Residual es su más reciente exposición personal y el espacio en el que cohabitan sus obras es el Museo La Neomudéjar de Madrid. Un sitio en el que antaño la maquinaria definía el transcurso de los días y cuya esencia perdura hasta hoy, como en las esculturas de Mesalles, gracias a la gestión esperanzadora de quienes no creen en la obsolescencia programada». Acerca de la dimensión esperanzadora y de los impulsos utópicos gestionados en el ámbito de estos objetos, subraya Yudinela: «El último pinocho, una obra de 2016, se nos presenta como un gigante metálico que coloniza el espacio. Sobre su ser la injerencia ha sido minimalista y su definición se remonta a las luces arrojadas por el título, las referencias visuales y el vínculo que sea capaz de conectar el espectador con el ‘hijo’ de Gepetto; es la metáfora de una historia explotada hasta el cansancio. El protagonista de este teatro de representaciones, posturas, aniquilamientos, traslaciones y manipulaciones, al que nos exponemos por voluntad propia y que no tiene cierre de función. El universo de los dibujos animados y los juegos es llevado de la mano por la artista a un terreno de cuestionamientos. Su dialéctica, aunque apoyada en la estética de lo brutal, va dirigida a resoluciones optimistas. No hay decepción o vencimiento en la teoría residual de Montserrat. ¿Quién dijo que todo estaba perdido? Al contrario. Esta exposición es una muestra de que vamos ganando. Personajes como el citado Pinocho, PacMan o su serie de Minions, todos, pintorescos y reconstituidos con materiales que escapan al aniquilamiento, son la prueba de que un objeto cualquiera, por insignificante que parezca, contiene la poesía». Salta a la vista, al leer el texto de esta autora, que el propósito de la artista, ese que desea procurar un espacio de reflexión y alimentar la esperanza frente al escepticismo, se cumple. La mirada de Yudinela refrenda la idea de la artista y expande el propio contexto de sentidos de la obra, haciendo de esta una elocuente metáfora del estado de cosas en el que vivimos y en el que padecemos angustia de una parte e ilusión de otra.
El video como espectáculo de la memoria
La memoria que percibimos hoy está permeada de múltiples filtros informativos. Las imágenes se disuelven en una red de hipervínculos, deshaciendo la autoría personal por el collage extraído de la última historia de Instagram.
Mientras tanto, y en el camino de aproximaciones exegéticas a su obra, tropiezo con otras lecturas que otorgan relevancia al lugar de estos objetos en el trazado de la historia del arte, concretamente con las parcelas más contemporáneas y atractivas desde el punto de vista del radicalismo intelectual. Es el caso de esta oportuna consideración del catedrático, crítico y teórico del arte Pedro Alberto Cruz Sánchez, cuando afirma: «es sobre el fondo de contraste aportado por esta interpretación del readymade que la obra de Montserrat Mesalles entrega algunas de sus principales y más privativas claves. Como sucede con Duchamp, cada una de sus piezas funciona como una auténtica trampa para el espectador, en la medida en que la atracción ejercida por el objeto como tal puede atraparlo en la seducción de su parataxis, es decir, en la misma estrategia de ensamblaje lúdico e irónico de diferentes elementos. Cada ‘escultura’ de Mesalles opera, en un primer nivel de lectura, como un heteroobjeto, caracterizado por la resistencia a ensimismarse en la identidad de su función. Su singularidad estética reside precisamente en la construcción de ‘frases’ o ‘proposiciones’ inconexas, no trabadas por un sentido específico. Y la atracción ejercida por el mero despliegue de su extrañamiento es tal que no es difícil que el conjunto de la estrategia hermenéutica quede reducida a una constatación asombrada de esta apertura del objeto a la otredad».
Resulta en extremo pertinente esta sentencia del estudioso, toda vez que reconoce la conexión —inmediata y expedita— de estas extraordinarias piezas con la tradición del readymade y el campo de investigación de la artista, que no es otro que el del artefacto en todas sus posibilidades cubistas y de prefiguraciones de sentido. De ello da cuenta su tesis de fin de carrera en Bellas Artes con la que obtuvo la máxima calificación entonces. No por gusto afirma Mesalles: «Paralelamente al interés por el reciclaje en mi trabajo, también se advierte una fascinación hacia el concepto de ‘objeto encontrado’ de Marcel Duchamp, donde el desperdicio industrial, las antigüedades o cualquier otro artefacto que haya rescatado, me funcionan para mi propia y contemporánea reinterpretación de este concepto. Soy, por decirlo de algún modo, una gran recolectora de desechos y objetos a los que luego atribuyo un nuevo estatus y otros sentidos».
La labor de Montserrat, por tanto, no se reduce al trabajo de la artista en solitario encerrada en su taller, alimentando así el mito moderno del artista genio y aislado. Contrario de ello, la artista es una auténtica Flaneur, un personaje que —muy a pesar de sus silencios e introspección— deambula por el mundo con la mirada atenta frente a la aparición de cualquier artefacto, objeto y deshecho, susceptible de ser convertido en obra de arte. Las fábricas abandonadas, los vertederos industriales, los archivos familiares, las bibliotecas, las enciclopedias, se convierten, de facto, en los principales ámbitos de actuación de esta mujer cuya obsesión reside en la constante restitución del valor de las cosas. Aquí entraría un asunto (posible tema de la especulación ensayística) harto complicado para discernir en el perímetro de este texto, y no es sino la dialéctica entre las nociones de vida y de muerte. Sobre este particular bien merecería la pena volver con una mirada asistida por el saber y las discusiones de índole filosóficas, incluso teológicas.
Vagar, errar, deambular sin brújulas ni tiempos, disfrutar del momento, destronar el reino de los relojes y de las redes sociales, entender que la vida se rige por el paradigma del ahora y no del mañana, eso, precisamente, es lo que plantean muchas de las obras de la artista una vez que abandonan el vertedero para ocupar el espacio consagrado y legitimador del museo. Es aquí donde se citan las obras en una suerte de comunión y de abrazo. El artista (en este caso, LA ARTISTA), no puede ser sino un poeta, un ser especial y altisonante que libera una batalla continua entre su subjetividad y la aspereza de ese mundo de fuera. El artista, el de verdad, el de raza, el de carne, no puede, le resulta imposible, dejar de lado su condición de sujeto sensible. Es desde esa sensibilidad esculpida en la espesura de un mundo referencial insondable que afloran sus preguntas, sus dudas, sus eternas (y benditas) contradicciones. El artista, la más auténtica de las bestias escorada en su libertad, es absolutamente independiente, individual en su mirada e irrepetible en su hacer. Estas obras, hermosísimas en su hechura y en sus prefiguraciones formales, no se presentan como trofeos fetichizados para el mercado del arte; sino, y antes bien, se revelan como señales inequívocas de un estilo de vida, de una manera de ser y de sentir. Las obras de Montserrat, bien lo sabemos los que seguimos por su periplo creativo, no buscan la consagración de la primavera, ni las redenciones conceptuales tan cansinas a ratos, ni los aplausos a cambio de pedradas. Desean —en el sentido baudelaireano— pasear, disfrutar, experimentar, sentir, llegar a los otros de un modo esperanzador y salvífico. Cuando todo aquello que nos rodea parece estar abocado a la terrorífica aprobación de los diletantes y de los mediocres, de repente aparecen gestos que, por su propia dimensión utópica y su sesgo poético, rescatan una naturaleza esencial, primigenia, sustancial del arte. Es esa aportación, en su variante radicalmente honesta, la que define los perfiles cubistas de estos artefactos.
Hallar, rescatar, reciclar y atribuir sentido poético. Estos parecen ser los términos más adecuados que permiten orquestar la gramática sobre la que asienta el trabajo de la artista convirtiéndola en una mujer-bricoleur. «En muchas ocasiones —señala la crítica española Sofía Fernández Álvarez— se ha asociado la figura del artista con la del bricoleur, según lo definía Lévi-Strauss, y no cabe duda de que dicho concepto nos puede resultar clave a la hora de acercarnos a la obra y la forma de trabajar de la artista costarricense Montserrat Mesalles. El trabajo escultórico de Mesalles se basa, en efecto, en el ensamblaje de piezas industriales de desecho que da lugar a un objeto nuevo, un objeto artístico: se trata de una auténtica bricoleuse. Dos preocupaciones puramente contemporáneas asaltan la producción de Mesalles. La primera de ellas es el tema del residuo, del desecho y del reciclaje; la segunda, la posibilidad de dar una nueva vida a todo aquello que sale hacia los vertederos después de haber cumplido con su servicio a una sociedad que reclama una incesante producción industrial. La propuesta de Mesalles enfatiza ahí el punto de la función: en ella está la clave para considerar que un objeto pueda seguir siendo valioso o no, puesto que algo que ya no cumple la función que se le había asignado inicialmente puede, sin embargo, acometer otra diferente, que es la que la artista le asigna».
En una mayor elaboración de estas ideas podría decirse que Montserrat Mesalles introduce, en la escena contemporánea del arte centroamericano, un protagonismo del objeto reciclado que obliga a considerar, una vez más si cabe, la dimensión política y subversiva de la práctica artística cuando esta es capaz de señalar —aun desde la poética— el desastre que nos viene. «Lírica residual—insiste Yudinela— es uno de los tantos acercamientos de Mesalles al humanismo que habita en los otros. Detrás de sus reinvenciones y antropofagias industriales habita esa intencionalidad definitiva hacia el objeto como documento y testimonio atemporal. Estos apuntes son tan solo una pequeña evidencia de cuánto se hace, pero también de cuánto queda por hacer. Hoy sus esculturas exponen una verdad contextual y globalizada, pero verdad al fin. Ella, la artista, la mujer y su almacén de objetos aparentemente anónimos, se multiplicarán en esculturas, intervenciones y dádivas conceptuales, que allanarán nuestro camino hacia todo lo que queremos ser». Es en ese camino de señalizaciones y de advertencias, precisamente, donde reside el valor de las auténticas obras. Cuando el arte se reduce, tan solo, a la construcción de objetos sin poca o ninguna responsabilidad cultural, entramos, entonces, en el apartado de la artesanía y del souvenir.
La obra de Mesalles está muy lejos de ello. Ni siquiera la autoridad del valor reside en las piezas, sino en el contexto previo a su nacimiento. Es en ese meandro —entre barroco y manierista— donde la artista piensa en los procesos de recuperación frente al desgaste y el deterioro de un planeta cada vez más cerca de ser visto como un gran basurero, donde se entiende la verdadera dimensión de su propuesta. Resultan, desde todo punto de vista, mucho más inspiradoras, las coordenadas en las que se mueve su pensamiento de artista, mujer, feminista y ente responsable con el estado de la cultura y del medio. La obra de esta artista, entonces, no comprende solo el repertorio de muchos o pocos objetos-enfáticos, la obra de esta artista es, por encima de ello, una declaración de principios: una posición desde el arte frente a la vida.
Notas:
[1] En lo adelante, todas las citas pertenecen a textos inéditos registrados en el dossier personal de la artista. Algunos han formado parte de la trama textual que acompañó a sus dos primeras exposiciones en España: El objeto esculturado, en el Museo Antiguo Convento-La Merced, en Ciudad Real, Castilla-La Mancha y Lírica Residual, en el Museo Centro de Arte de Vanguardia La Neomudéjar, en la ciudad de Madrid. Con alguno de estos, incluyendo una autobiografía muy particular, editaremos un libro monográfico que repasa todas las zonas de su trabajo a partir de sus series o núcleos de producción más importantes.
[2] Recientemente, en su exposición Lírica Residual, en el Museo Centro de Arte de Vanguardia La Neomudéjar en Madrid, sorprendió a los propios directores del museo el impacto que tuvieron sus piezas en el público. Según estos, seguramente sea la exposición en la que más selfies se hayan realizado nunca los visitantes al museo. Algo que no sorprende si nos atenemos al atractivo (y la rareza) de sus obras. Yo mismo pude comprobar —en Instagram— la cantidad de referencias de visitas y de tomas visuales de las piezas en un gran número de perfiles.
Galería:
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El cuestionamiento de la práctica pictórica, la crítica de la sociedad y del régimen, particularmente a través de sus monumentales murales callejeros, fueron los ingredientes fundamentales que hicieron de Carlos Rodríguez Cárdenas uno de los artistas líderes de la generación de los 80.