La histeria como himno nacional

Llegamos cuando estaban relajados. Quizás esperaban las guaguas que los llevarían de regreso a sus casas. Era evidente que ellos no eran de allí. Se notaba en las caras de los vecinos en el umbral de sus puertas y detrás de las ventanas: tenían la actitud de quien asiste a una curiosidad peligrosa.

Una niña corrió hacia la acera; la madre la cogió bruscamente por el brazo y le dijo: “Ven para acá que te van a coger presa”. Como una sentencia adelantada en el tiempo, o como si hubiera visto de lo que eran capaces aquellas personas, que parecían hienas amaestradas.

Estaban parados en un espacio amorfo, una conquista circunstancial de menos de una cuadra. Pasamos entre ellos sin que nos notaran; no éramos ninjas atravesando el bosque de bambú de Zhang Yimou: era que no les habían dado la orden. En cuanto alguien pronunció a través de un micrófono: “Arriba pueblo, arriba Revolución”, el aire entre los cuerpos desapareció.

Habíamos llegado hasta nuestro objetivo: la puerta de una casa. El costo fue un enjambre de cuerpos que se abalanzó hacia nuestros teléfonos, como si les preocupara por encima de todo que no quedaran indicios de sus rostros. Los primeros actos de violencia no fueron por posiciones políticas o diferencias ideológicas, sino por la posesión de la evidencia.

Ellos sí filmaban, y con una cámara profesional.

Ellos filman todo, todo el tiempo.

Nos gritaban “mercenarios”, y todo lo que yo quería era ponerles un espejo para que pudieran verse a ellos mismos. Trataba de buscar, en cada persona que se me ponía delante dando gritos, empujones y golpes, un atisbo de honestidad. Eso que hicieron, pasar de un estado de complacencia y relajación a un estado de histeria violenta en menos de un segundo, no era nada natural. No hubo transición, ni siguiera ese in crescendo emocional que ofusca la mente y lleva a perder el control. Un segundo antes estaban ahí, viéndonos pasar, sin detectar en nosotros ninguna señal de que éramos “contrarrevolucionarios”. Vieron a una mujer con muletas, a una muchacha menuda, a una con collares religiosos, a una gordita y a un muchacho con espejuelos oscuros. Solo nos identificaron como “el enemigo” después de escuchar, por el sistema de audio, la orden que les daba permiso para que perdieran su humanidad.


La histeria como himno nacional - Tania Bruguera

Acto de repudio. La Habana, 1980.


¿Será eso a lo que llaman las “órdenes que vienen de arriba”?

Fue muy desagradable ver a personas huecas por dentro y preguntarme si tendrían alguna aspiración personal, o si ya se habían rendido y por eso se dejaban usar por otros.

¿De dónde venía su supuesta rabia? ¿La practicaban en algún lugar?

¿Les dan las consignas en un papelito, para que practiquen con sus hijos y sus vecinos, o se las tienen que aprender de memoria todos juntos, en un aula calurosa?

¿A dónde van después de esos actos de repudio? ¿Tendrán agua en sus casas, tendrán comida? ¿Les da tiempo a hacer las colas para el pollo?

¿Vivirán en albergues hacinados? ¿Con qué les pagan sus explosiones verbales? ¿Les dan una jabita por su actuación?

¿Son en realidad militares y policías vestidos de civiles? ¿Han aprendido a negociar con los jefes, o son esclavos de su ineptitud ciudadana?

Ante nosotros estaban las mismas turbas que les gritaban “¡maricón!” a los que llevaban a hacer trabajos forzados en las UMAP, por los años setenta. Las que gritaban “¡abajo la gusanera!” frente a la embajada del Perú llena de personas refugiadas, en 1980. Las que tiraban huevos a las casas de los que se iban por el Mariel.


La histeria como himno nacional - Tania Bruguera

Acto de repudio. Cumbre de las Américas, Ciudad de Panamá, 2015.


Son las mismas personas que pintan con chapapote frases ofensivas en las fachadas de las casas de los disidentes. Las que se bajaron de los camiones para calmar a golpes a los que protestaban en el Malecón, el 5 de agosto de 1994 (yo estaba ahí, yo lo vi). Las que rodearon a Reinaldo Escobar, que estaba solo, en la calle, en 2009. Las que golpean a las Damas de Blanco.

Estaban también en la Cumbre de Panamá: llevaron aviones repletos de ellos, de turbas. ¿Las mismas turbas que tiran a las calles? ¿O hay turbas de exportación y turbas para territorio nacional?

Algo que fue significativo en esa Cumbre de Panamá: después de que ofendieran, atacaran y golpearan a personas de la sociedad civil independiente, las dos partes “irreconciliables” se volvieron a encontrar haciendo shopping. Allí, en la tienda, los de esa misma turba que hacía apenas unas horas le caía encima (literalmente) a los activistas, no gritaron nada, absolutamente nada.

Me llamó la atención lo endeble del “acto cultural” que prepararon el pasado sábado 10 de octubre en San Isidro. Recuerdo que antes, por ejemplo, para evitar los eventos en Estado de Sats, ponían tarimas, buenos amplificadores y cantantes populares reconocidos.

¿Están cansados, con falta de presupuesto? ¿O para los barrios pobres no hace falta gastar tantos recursos?

Mientras recibíamos las ofensas prefabricadas, en ese mismo momento, Gente de Zona decía: “Abajo la dictadura”.

Cuando estás ahí, dentro del vórtice de la violencia, todo lo que importa es salvar la evidencia y que no les pase nada a quienes han venido contigo. Me resistí, grité (nunca había hecho eso), me hicieron una llave, me zafé, me halaron por el pelo, me zarandearon, me empujaron, y unos agentes de la Seguridad (haciendo su papel mal actuado de salvadores, como si las turbas no respondieran a ellos) me sacaron de ahí rumbo a una patrulla.

Normalmente dejo que la violencia se me abalance mientras yo estoy tranquila, a ver si se dan cuenta, por contraste, del abuso. Pero esta vez, por fin, había podido grabar algo. No iba a perder el teléfono. Siempre que me cogen estoy sola, soy solo responsable por mí, pero esta vez iba con mis compañeros, mis amigos, mi familia molecular. Y a ellos no se les toca.


La histeria como himno nacional - Tania Bruguera

Violencia policial contra las Damas de Blanco, La Habana, 2015.


En medio de todo ese caos (inventado en una oficina del MININT) me acordé del día que fui, de curiosa, a uno de los domingos de las Damas de Blanco en el Parque Gandhi. En los interrogatorios, los segurosos juraban que ellos no les daban golpes, que eso era mentiras de ellas. Yo quise ver si era verdad.

En esa primera experiencia ante la versión histérica de la Revolución, vi cómo una turba irracional se abalanzaba hacia mujeres que caminaban en silencio con una flor en la mano. Ahí me arrastraron. Me dejaron con dolor de cabeza y cuello por varios días. Agarraron mi pelo, movían mi cabeza de un lado a otro como si fuera una muñeca de trapo. Me tiraron al piso y me halaron en tres direcciones distintas, como si estuviéramos en el medioevo y les tocara desmembrarme.

Unas Damas de Blanco (yo ni las conocía) rápidamente hicieron un círculo a mi alrededor y pusieron sus cuerpos para recibir los golpes que me tocaban a mí. Ese gesto de solidaridad me quebró. La palabra solidaridad dejó de pertenecerle a la UJC, a la FMC y al PCC.

Cuando la Seguridad del Estado regó la bola de que “ahora sí Tania se pasó, fue a lo de Las Damas de Blanco”, mi respuesta a todos aquellos que usaron esto como justificación para alejarse, fue darles las gracias. En mis 30 años como artista, nunca alguien de la cultura interpuso su cuerpo ni perdió algo por defenderme. Ni a mí ni a nadie.

El himno nacional que nos gritaban no se entendía. Apenas se reconocía una u otra palabra. Me recordaba un acto matutino en la primaria.

El ruido que nos rodeaba como una maleza se cortaba por la voz de Camila, que decía: “Esto es ilegal, esto es ilegal”. De pronto estaba muy claro, para todos, la diferencia entre el oportunismo y la honestidad, entre el abuso y el derecho.

Una persona a la que acabo de conocer tiene curiosidad, y me pregunta por mi experiencia ante las turbas. Al final de mi recuento, me dice: “Ah, ¡pero tu estás acostumbrada a esto!”. Le dije: estás equivocada, esta es solo mi tercera experiencia con “el pueblo enardecido”.

La segunda vez fue cuando, después de leer Los orígenes del totalitarismo con un grupo de amigos en mi casa, iba a salir a la calle con el libro bajo el brazo. Subí al balcón para ver si había algún policía, si estaba todo despejado. En la esquina del círculo infantil vi a un grupo de personas organizadas por un muchacho, estaban ahí esperando algo.

Abrí la puerta. De pronto el grupo echa andar enérgicamente, gritando consignas. El muchacho inmediatamente los frena y los empuja hacia atrás, hasta la esquina desde donde no se ven. Habíamos cerrado la puerta, se nos había olvidado algo. Salida en falso.

Al final salí, y ellos gritaron ante la mirada atónita de unos curadores extranjeros que no entendían por qué el Estado cubano quería adjudicarse el derecho a ser el único que podía hacer performances.

“Ah, ¡pero tú estás acostumbrada a esto!”.

No pude dormirme pensando en que la culpa siempre es de la víctima; en lo fácil que es quejarse, pero no hacer nada; en cómo convertimos en algo incómodo a quienes defienden sus derechos.

El 10 de octubre pasa siempre bastante desapercibido, aunque para mí es la efeméride más memorable. Camila Ramírez Lobón, Aminta D’Cárdenas, Kirenia Yalit y yo, la celebrábamos sentadas en la parte de atrás de una patrulla, sin aire pero juntas, y sin que hubieran podido quitarnos los teléfonos: los videos serían compartidos.



Acto de repudio, sábado 10 de octubre de 2020. © Tania Bruguera.


Nos llevaron a la estación de Zanja; allí estaban ya Michel Matos e Ileana Hernández. Nos metieron en patrullas separadas, con un policía a cada lado, todo por el manual. Nos seguían filmando. Cinco patrullas que iban muy pero que muy lento por el Malecón, a unos 10 km/h, las sirenas encendidas; el seguroso en la moto delante de la caravana paraba el tráfico, y el que iba sentado detrás de él iba filmándonos.

La procesión, con intenciones de expiación y vergüenza, prosiguió hasta que dejaron a la última persona en su casa. Lo que no entienden es que eso, en algunos barrios, equivale al respeto de los vecinos, y en los otros barrios ya no tiene ningún efecto. Para mí, fue la mejor manera de celebrar la liberación de los esclavos en Cuba: nosotros somos libres.

En casa, nos mantuvimos chequeando la liberación de los demás. En eso María Matienzo preguntó por Kirenia. Todos pensábamos que la habían metido en una de las patrullas. El ciclo se repetía: volvimos a la Estación de Zanja.

Son ellos los que repiten el ciclo, no nosotros.

Entiendo por qué es difícil para la gente reconocer que existen estos momentos: es ver sin metáforas el horror de un pueblo. Yo me quedo con esta imagen: dos mujeres dentro de la turba, desde el otro lado del cristal de la patrulla, nos hacían la señal de “me gusta” con sus manos, dejándonos saber que no eran todos, y que no eran tan sinceros.

Nosotros vamos construyendo algo; anotamos lo que salió bien y lo que podemos hacer diferente. Estos actos de repudio, sin embargo, no han cambiado: siguen exacerbando lo peor de un pueblo. Es nuestra responsabilidad conocer lo que pasa, lo que ha pasado, lo bueno y lo malo de cuanto ha sucedido, porque no creo que podamos seguir aguantando que la historia se repita ad infinitum.

Parece increíble: pedir que se cumpla el artículo 56 de la Constitución, que expresa que “Los derechos de reunión, manifestación y asociación con fines lícitos y pacíficos, se reconocen por el Estado”, provoca que el Estado haga un acto ilegal e inconstitucional.

Nunca se oyó tan sucio el himno nacional.

Me quité toda la ropa, olía a vergüenza ajena.


La histeria como himno nacional - Tania Bruguera

Acto de repudio contra el periodista Reinaldo Escobar.




© Imagen de portada: Tania Bruguera.


La edad prepolítica y el daño antropológico en Cuba - Tania Bruguera

La edad prepolítica y el daño antropológico en Cuba

Tania Bruguera

Los activistas no podemos permitirnos darle armas a quienes quieren dañarnos en una lucha desigual y a largo plazo. Puedes estar disgustado con un colega: habla con él, dile todo en su cara o a través de mensajes privados. Pero usar el espacio público para desacreditarle, ofenderle, acosarlo, ni resuelve tu problema, ni hace pensar, ni ayuda a tu causa.