Sabor metálico

“Tú escribes esta mierda, pero soy yo el que tengo que decirla”, le espetó Harrison Ford a George Lucas en el plató de Star Wars, allá por la mitad de los 70. Ford tenía razón: los diálogos eran espeluznantes (algo sobre saltar al hiperespacio o una tontería semejante), pero la cinta iba a sobrevivir más allá de las salas de cine. 

Cada vez que entrevisto a una “cuban-american celebrity”, padezco el mismo síndrome de Ford: “Tus preguntas son una mierda, pero soy yo el que tengo que responder”. Ahora lo experimento con Roberto González Echevarría, el crítico literario cubano que comparte con Stephen King, Spielberg, y otras marmotas norteamericanas, la Medalla Nacional de las Humanidades. 

“Pregúntale sobre las demandas por acoso sexual de los estudiantes de Yale”, me dice un amigo cubano-americano con la suficiente cantidad de información palaciega como para no aburrir jamás, “si no te devuelve el correo, es culpa mía”. 

Muchas aseveraciones de esta entrevista me dejaron con un sabor metálico: la idea, por ejemplo, de que la crítica literaria cubana la hacen solo “burócratas y comisarios”; la consideración de Ricardo Piglia como un escritor menor; el delirio de ser un ensayista inmune a la angustia de las influencias latinoamericanas; y cierta vista gorda con el ensayo cubano contemporáneo. No es agradable, pero es lo que hay. Como la comida en las clínicas de cirugía plástica. 

Bonus track: esta entrevista contiene una serie de notas entre paréntesis —suerte de saldo o efecto colateral— que sostienen un diálogo ficticio e irresponsable con Roberto González Echevarría. 

“Pregúntale sobre las demandas por acoso sexual de los estudiantes de Yale”, me dice un amigo cubano-americano con la suficiente cantidad de información palaciega como para no aburrir jamás, “si no te devuelve el correo, es culpa mía”. 

La entretención está servida. 

Hasta el año 2013, fecha de publicación de Lecturas y relecturas. Estudios sobre literatura y cultura, usted integraba la nómina de ensayistas notables inéditos en Cuba. ¿A qué se debe esta publicación periférica? —digo periférica porque se trata de una publicación tardía y en una editorial provincial (Ediciones Capiro). ¿Roberto González Echevarría no merece Letras Cubanas o es Letras Cubanas la que desmerece de Echevarría? 

Yo he publicado en la Oxford, la Cambridge, Yale, Duke, Gredos, Fondo de Cultura Económica, etc., ¿qué me importan a mí esas jerarquías cubanas? Les estoy profundamente agradecido a mis coterráneos villaclareños haber publicado mi libro. 

He publicado en revistas cubanas como Casa de las Américas, La Gaceta de Cuba, Unión (creo), y otras, pero durante años se me excluyó sistemáticamente. Por ejemplo, en el Diccionario de la literatura cubana (que Severo Sarduy llamaba Historia local del descaro) no es que no me incluyeran, sino que ni siquiera figuro en la bibliografía de la entrada “Carpentier”. 

[Y mientras yo copio y pego la respuesta de González Echevarría, y ustedes la leen, se me ocurre revisitar ese libro alienígena que es el Diccionario de la literatura cubana. Entrada: “Carpentier, Alejo”, “Bibliografía pasiva”. Y en efecto, el mismo diccionario que recoge gente como Ada Oramas, sorprendentemente, “olvida” su nombre. No en balde hasta Roberto Bolaño despotricó de ese libro made in Cuba en La literatura nazi en América]. 

Entonces, sin pelos en la lengua: ¿hablamos de una mutilación de su biografía intelectual? ¿La crítica cubana de la diáspora ha corrido —en su carácter de “comunidad desobrada”— peor destino que la ficción? 

No sé si la mutilación es ideológica o producto de la ignorancia, tal vez ambas cosas. Yo tengo toda una obra sobre la literatura española del Siglo de Oro —Rojas, Cervantes, Calderón, etc.— y sobre la literatura colonial hispanoamericana que me temo es desconocida en Cuba porque se desconocen esas literaturas. 

“En el Diccionario de la literatura cubana (que Severo Sarduy llamaba Historia local del descaro) no es que no me incluyeran, sino que ni siquiera figuro en la bibliografía de la entrada ‘Carpentier’”.

[Es una moda, ¿no? A cada rato uno se encuentra con autores que alimentan el mito de “la ignorancia de los de adentro” (parece un título de Mariano Azuela). Nada más divertido: el complejo de Prometeo impecablemente personificado]. 

Sus investigaciones sobre Severo Sarduy (La ruta de Severo Sarduy) y Alejo Carpentier (Alejo Carpentier: el peregrino en su patria) no han sido publicadas en Cuba. ¿Cree que en la Isla se ejerce —parafraseando a Frank Kermode— un “control institucional de la interpretación”? ¿En qué sentido, por ejemplo, la Fundación Alejo Carpentier “autoriza” o “desautoriza” su lectura de la obra carpenteriana? 

Por años la crítica de Carpentier en Cuba fue organizada por él, por su viuda, o por sus acólitos, que presentaban a un Alejo a la medida de sus propias creencias y la ideología del régimen. No sé qué “autoriza” o deja de autorizar la Fundación Alejo Carpentier, pero los libros que han sacado son de muy bajo nivel crítico y erudito. No se puede confiar de ellos. 

[Metido en la guerrilla de ser abogado del diablo, hojeo un ejemplar de Un camino de medio siglo: Alejo Carpentier y lo real maravilloso, de Leonardo Padura (publicado por primera vez en 1994, luego de haber ganado el Premio Alejo Carpentier, concebido por la Fundación), considerado “el estudio más abarcador y completo de la génesis, formulación y definición artística de la teoría carpenteriana de lo real maravilloso”]. 

Se sabe: el Premio Nacional de Literatura es un premio aduanero: solo para autores residentes en el país. Y que en muy pocas ocasiones ha correspondido a críticos cubanos. ¿Considera que la crítica literaria se maneja en la Isla como una profesión parásita? 

Me temo que sí. La crítica cubana la hacen burócratas y comisarios, por lo que yo puedo ver. 

[Semejante descalificación de la crítica literaria cubana es válida si nos subimos a una máquina del tiempo y regresamos a 1970. Los “burócratas y comisarios” siguen aquí, a la manera de zombis protagonizando una enésima secuela, pero escriben en una lengua muerta y que ya nadie echa de menos]. 

En “Harold Bloom y yo”, se lee: “Eliot nunca me ha impresionado, por lo que no me siento en la necesidad de luchar contra él”. Me interesa traer esa visión agonística al campo cultural cubano: ¿a qué autores se “enfrenta” Roberto González Echevarría? ¿Cuáles son sus angustias críticas cubanas, si es que las hay? 

No tengo ninguna, ni latinoamericana tampoco. Hay algunos ensayos críticos notables de Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite. Pero lo que se llama crítica literaria no hay nada que me preocupe. Un modelo difícil de alcanzar es Octavio Paz, en un libro como el de Sor Juana. Pero aparte de él no veo nada de mucho valor. 

Por años la crítica de Carpentier en Cuba fue organizada por él, por su viuda, o por sus acólitos, que presentaban a un Alejo a la medida de sus propias creencias y la ideología del régimen”.

Gore Vidal afirmó en cierta ocasión que el ensayo —por su promiscuidad— estaba destinado a convertirse en el género más representativo del siglo XXI. En el caso cubano, ¿no le parece que el ensayo ha ido lavando la ropa sucia que la novela ha dejado? ¿Hay más estilo en el ensayo cubano contemporáneo que en la ficción? 

¿Qué ensayos? 

[Va un pequeño decálogo —de ensayistas estilistas cubanos— a manera de colirio:

1) Notas al total (Bokeh, 2015), de Gerardo Fernández Fe; 
2) El libro perdido de los origenistas (Renacimiento, 2004), de Antonio José Ponte; 
3) La invención de La Habana (Casiopea, 2000), de Emma Álvarez-Tabío;
4) El mapa de sal. Un postcomunista en la aldea global (Mondadori, 2001), de Iván de la Nuez; 
5) Tumbas sin sosiego (Anagrama, 2006), de Rafael Rojas; 
6) Límites del origenismo (Hypermedia, 2015), de Duanel Díaz; 
7) Inventario de saldos (Colibrí, 2005), Ernesto Hernández Busto; 
8) La maldición. Una historia del placer como conquista (Letras Cubanas, 1998), de Víctor Fowler; 
9) Síntomas (Unión, 1999), de Alberto Garrandés; 
10) Vidas en vilo. La cultura cubanoamericana (Colibrí, 2000), de Gustavo Pérez Firmat.

No sigo por respeto…]. 

¿Los Cuban Studies son una veta rentable en Estados Unidos? ¿Pudiera hablarse de cubanólogos en la academia norteamericana, del mismo modo que existen los tijuanólogos o los orientalistas? 

Sí, hay toda una cubanología, a la cual yo no pertenezco, yo me dedico a la literatura, tout court. 

En cierta ocasión afirmó que Martí “no viaja bien en inglés” (“He does not travel well”) y que su poesía, traducida, pierde el encanto de su sencillez y suena banal. ¿Qué autores cubanos “viajan bien” en inglés? 

Carpentier, sin duda, bastante de Reinaldo Arenas, algo de Lezama… 

La consigna de Dedalus: “Silencio, exilio y astucia”, encarna para Ricardo Piglia uno de los modelos morales de la cultura contemporánea. Comparte esta opinión. 

Comparto muy poco con Piglia, que no me parece un novelista de nivel, y mucho menos un crítico a tomar en serio. 

“La crítica cubana la hacen burócratas y comisarios, por lo que yo puedo ver”. 

Más de una vez hemos escuchado que los libros de Guillermo Cabrera Infante, Reinado Arenas, y otros, no se publican en Cuba por estar sometidos a retenciones legales, pero ¿qué pasaría si esos volúmenes estuvieran “licenciados”? ¿Se publicaría en Cuba una novela como El color del verano? ¿Estaría dispuesto González Echevarría —en beneficio de sus lectores nacionales— a ceder los derechos de publicación de su obra para el espacio cubano? 

Con gusto los cedería todos.

[Mi idea original era enviar un e-mail con esta disposición de Roberto González Echevarría a la directiva del Instituto Cubano del Libro (con copia a la presidencia de la Fundación Alejo Carpentier). Precisarlos a dudar entre enviar The Pride of Havana: A History of Cuban Baseball Alejo Carpentier: el peregrino en su patria a la hoguera o utilizarlos como vara para medir el ensayo cubano. Ojalá esta entrevista funcione para eso, para eliminar las excusas]. 




Tráiganme la cabeza de Carlos Manuel Álvarez

Tráiganme la cabeza de Carlos Manuel Álvarez

Gilberto Padilla Cárdenas

Para leer hoy literatura cubana, habría que usar una estrategia baudelaireana, es decir, aprender a encontrar la belleza en medio de la mediocridad. Aunque pensándolo bien, no: lo que decía Baudelaire era otra cosa.