La cola
Pensándolo bien, aquella cola era el único pedazo de civilización que quedaba en los alrededores. Se extendía por casi una cuadra y entre cada persona había una distancia pactada que sobrepasaba el metro. Los rostros enmascarados por los más variopintos nasobucos les daban un extraño aire, reforzado por un silencio absoluto. La plaza del mercado a esa hora de la madrugada semejaba un edificio abandonado, donde un custodio somnoliento miraba aburrido la hilera de gente que se perdía calle abajo.
Sin embargo, la aparición a lo lejos de la rastra hizo que el orden se alterara ligeramente. Un murmullo creciente se adueñó del lugar. Fue en vano que algunos alegaran que se perdería lo logrado. La rastra frenó a solo unos metros de ellos. Horas antes, una batalla campal había tenido lugar allí mismo, cuando parqueó un camión cargado de papas con la esperanza de descargar una parte. Primero los vecinos, y luego todos los que se fueron enterando, habían saltado sobre el camión cargados de jabas. Todo fue tan rápido que lo único que pudo hacer la policía fue llevarse al chofer, bajo sospecha de un arreglo.
La cola que había ahora, en cambio, era bien distinta, a pesar de lo que estaba pasando. O por lo menos así se pensaba, pues un equipo de psicólogos valoró previamente el caso. La escasez de madera para la construcción de sarcófagos venía afectando a Comunales desde hacía rato. Y para que no se fuera de las manos el problema, se decidió vender bolsas plásticas para cadáveres, fabricadas en China. Las bolsas eran negras, con un zíper bastante largo, que permitía introducir cualquier tamaño de cuerpo. Las había pequeñas, medianas y grandes. Las expectativas eran enormes.
La venta de las bolsas empezó casi enseguida. Una bolsa por núcleo familiar. Si se mostraba un certificado podían ser dos. A juzgar por el tamaño de la rastra, había bolsas para todos. La cola iba rápido. Después de una hora, la cantidad de personas que había adquirido el producto era muy grande. Sin escándalo. Todo muy bien organizado.
Un hombre dentro de la rastra hizo una señal con la mano. Desde una de las mesas donde se repartían las bolsas, un empleado pidió en voz alta que lo atendieran un momento.
—Las bolsas se acabaron —gritó—. Pero nos quedan sacos. Sacos nuevos, buenos, que nunca se han usado.
Primero hubo un silencio, como si la gente estuviera pensando qué hacer. Pero enseguida se reanudó la cola. Ahora no había que pagar y era más rápido. Sacos, bolsas, cajas, todo era lo mismo. Servían para almacenar. Para resolver problemas de almacenaje. Esa era la divisa que no se podía apartar de la mente.
Friday Afternoon
Aunque los viernes son días flojos para la biblioteca y la epidemia había alejado definitivamente a los usuarios, no me sorprendió que, ya casi a la hora de irme, llegara el primero. Golpeaba el cristal de la puerta con una familiaridad sospechosa. Era un hombre blanco, de apariencia más bien descuidada, de unos sesenta años. Usaba una guayabera raída y maloliente que le quedaba ancha.
—Me dijeron que aquí me atenderían —dijo.
—Atención a la población es en aquella puerta. Fíjate que está abierta —le contesté y señalé a dónde debía ir.
—Vengo a la biblioteca —afirmó—. Es aquí, ¿no?
Asentí con la cabeza.
—No son las cuatro todavía. Los custodios me dijeron que este era el lugar adecuado para entregar mis papeles —y levantó una voluminosa carpeta.
Le hice una seña para que esperara y cerré la puerta. Llamé a la garita.
—Es de la biblioteca. ¿Quién fue el hijo de puta que mandó al loco?
Una voz calmada, baja, sin un asomo de burla, me explicó:
—Dice que trae la cura del coronavirus. Lo mandaron del Partido. Primero estuvo en la Dirección Provincial de Salud y luego en la Escuela de Medicina.
—Bueno, el lugar es aquí, en el hospital, pero en Psiquiatría.
El custodio se rio. En ese momento empezaron a golpear la puerta. Me apresuré. El hombre la estaba pateando. Parecía que iba a zafar el marco.
Entreabrí la puerta.
—¡Oye!, ¡¿qué te pasa?! Estoy verificando tu identidad.
Empujó la puerta y entró. Lo que me faltaba, pensé.
—Siéntate y enséñame lo que traes.
Me aseguré bien el nasobuco. Las manos del hombre temblaban mientras organizaba los papeles. Los iba distribuyendo sobre la mesa en pequeños bultos.
—No sé por qué se han demorado tanto en matar a ese bicho. La solución la tengo yo —comentó.
—Organiza bien los papeles para enseguida llevárselos a los médicos.
—¿Qué médicos? —preguntó.
—Los que se van a encargar de poner en práctica tu descubrimiento. De eso me encargo yo. Dale, apúrate.
Estuvo alrededor de una hora organizando aquello. Eran recortes de periódicos. Noticias. Desde que el virus se desató en Wuhan. Todos organizados por fechas. Por agencias de noticias. Incluso algunos artículos habían sido impresos.
—Te debe haber costado un poco —observé.
Levantó la vista y sonrió.
—Pero la gente lo merece. Les voy a tirar un cabo. La investigación está aquí mismo. No es complicada. Tan pronto la vean los médicos, se darán cuenta de lo que se trata. Se las escribí con una letra clarísima.
Echó la silla hacia atrás, se puso de pie y me tendió la mano. Los ojos parecían bailarle.
—Pasa la semana que viene para darte una respuesta. Esto llevará un tiempo, pero gracias, en nombre de todos nosotros —le dije.
—¿Quiénes son todos nosotros?
De momento no supe qué responderle.
—Bueno… los cubanos.
—Esto es para el mundo —afirmó.
—Gracias entonces en nombre de la Organización Mundial de la Salud. Es una tremenda ayuda.
—¿Cómo lo sabes si no has entregado nada todavía? Tú vas a botar todos esos papeles. Se te ve en la cara.
El tono de su voz había cambiado. Ahora me miraba fijamente. Molesto.
—Si me engavetan el trabajo la culpa la tienes tú. La voy a coger contigo.
—Mi trabajo es entregarlo. Recogerlo y entregarlo. No puedes culparme de nada.
El hombre cogió rápidamente una silla y la alzó en el aire.
—Te voy a matar a sillazos. Se han pasado la vida obstaculizando mis investigaciones. Ya no puedo más.
—Mi hermano, yo no tengo nada que ver con eso.
—¿Cómo que no? Los papeles míos siempre se pierden.
Empecé a caminar hacia atrás, en dirección del baño. Si llegaba hasta allí, simplemente me encerraba y salía por la ventana. El loco parece que me leyó el pensamiento porque apretó el paso. No tuve otra opción que correr. Enseguida que me encerré en el baño se estrelló la silla contra la puerta. La había lanzado con muchísima fuerza. Me recosté a la pared a esperar que pasara el vendaval de sillazos. No duró mucho. Finalmente los golpes cesaron y el hombre rompió a llorar. En medio de su llanto culpaba a todos por no tomar en serio sus investigaciones. Por haber dejado que la humanidad se hundiera en esta incontrolable epidemia.
Alexis García Somodevilla.
Engaño en la editorial
La cita había sido concertada para las 10:00 a.m., pero como el escritor llegó mucho antes, el director de la editorial lo hizo pasar enseguida a su oficina, pues de lo malo se sale rápido y este era, de manera evidente, el caso.
—Sabes bien a lo que vengo —dijo el escritor, sin apenas saludar—. No acepto el dictamen de los lectores especializados. Es más, te digo que no es la opinión de ellos.
—El dictamen es un resumen de la opinión de los tres lectores. Un resumen que pretende no herir al autor y estimularlo a seguir escribiendo —respondió el director.
No era la primera vez que enfrentaba un caso de estos. La diferencia ahora estaba en que se conocían. Habían participado en eventos como jurado y compartían ideas similares respecto a muchísimas cosas que los afectaban como creadores, como ciudadanos.
—Hermano, dos de los lectores me aprobaron —dijo el escritor. Se había echado hacia delante en la silla y tenía los codos sobre los muslos—. Ayer por la tarde estuvimos conversando sobre el libro.
—¿De verdad? —murmuró el director.
El escritor se sacó un papel del bolsillo y se lo mostró por un momento al director. Luego lo puso sobre el buró.
—Este dictamen es una jugada de la Seguridad del Estado, otra más. Y bastante burda, por cierto.
—Yo te digo que no —repuso el director.
—Yo te digo que sí. Y a mí hay que darme una explicación.
—La tienes ya. El libro tuyo fue desaprobado por los tres lectores. Yo me leí los tres dictámenes. Además, los lectores son secretos.
—Aquí no hay nada secreto —afirmó el escritor.
—Me encantaría mostrarte los dictámenes, pero por una cuestión ética no puedo hacerlo.
—Sé cómo piensas y sabes tan bien como yo que la mano peluda de la Seguridad está dirigiendo todo este asunto. No es la primera vez que lo hacen.
El escritor entonces comenzó a recordar en voz alta las miles de trastadas que le habían hecho. En realidad, el acoso había sido violento. Una de ellas relataba como un enmascarado le arrebató dos libros de Roberto Ampuero que después tuvo que pagar. Otro se refería a una policía vestida de paisano que acabó la relación sentimental que tenían robándole un reloj Casio que un familiar le había enviado recientemente.
El director se había acomodado en la silla. Se le habían quitado los deseos de almorzar, pero escuchó con paciencia todos los agravios que sufrió a manos de esa gente. Le daba un poco de lástima verlo en ese estado, y por momentos se preguntaba si aquello podía ser cierto. Si tanta barbarie estaba allí, al doblar de la esquina.
—Mira, hermano —lo interrumpió el director—, en ningún momento pongo en duda lo que me estás diciendo. Pero aquí no hay gato encerrado. Me leí los tres dictámenes y fui exigente con quien redactó lo que se te entregó, para que no te ofendieras.
El rostro del escritor enrojeció de súbito. Se quitó los espejuelos en un gesto nervioso y se los volvió a acomodar sobre la nariz.
—Quieres decir que fueron muy severos.
—Tu libro no les mereció respeto alguno —afirmó el director—. Sin embargo, señalaron algunas cosas de valor que sí aparecen en las recomendaciones que te entregamos.
—Dos de esos lectores son mis amigos y no tienen por qué mentir.
—Te mintieron, brother.
—¡No! Tú me estás mintiendo a mí. Tú y la Seguridad del Estado. Lo sabes bien.
A esto siguió una andanada de insultos que terminaron por destrozar el día del director. Había hecho lo posible por acabar aquello de una manera decente. El director se repantigó aun más en la silla. Se había quedado sin fuerzas.
—Esos tipos reclutan a cualquiera —aseguró el escritor—. Mira lo de Capote. Un super agente y nadie lo sabía.
—El agente Daniel —dijo el director.
El escritor se había puesto ronco.
—Lo vi por la televisión. Con música de ocasión y el morro detrás para hacerlo más patriótico. Tremenda noticia.
El director decidió arriesgarse. Una vez más.
—Vamos a hacer una cosa, brother. Y esto va a quedar entre nosotros.
—Soy un hombre y tú lo sabes.
—Por eso me voy a arriesgar —dijo el director.
Entonces sacó de una gaveta varios files y le extendió uno. Aquí están los dictámenes de tu libro, le dijo al escritor. Espero que esto quede entre nosotros.
El escritor empezó a leer. A medida que lo hacía su expresión se hacía más hosca, brutal.
—Hijos de puta —dijo cuando terminó—. Cómo pudieron decirme que me aprobaron. Cómo pudieron tomarse las cervezas que compré para ellos.
El director sonrió.
—Pero tú te vas a callar ahora. Te guardas el secreto y se acabó el escándalo de tu libro.
—Soy un hombre, qué pasa. Pero qué hijos de puta son esta gente… ¿Tú viste lo que pusieron aquí? ¿Soy yo tan malo escribiendo? Además, a quién le importa si me pegaron los tarros. Si yo les hago caso termino ahorcándome.
—Es la opinión que tienen, aunque considero que fueron poco profesionales. No son las palabras para un dictamen.
—Son unos cochinos —dijo el escritor—. A nadie se le hace esto.
El director se levantó. La reunión había terminado finalmente. Se dieron la mano.
Dos días después se enteró de que el escritor estaba diciendo en la calle que los lectores especializados trabajaban para la Seguridad del Estado, y que él, como director, no era mala gente pero que no podía evitarlo. Pudo enterarse también que debía comparecer ante un comité de ética constituido por prestigiosos miembros de la UNEAC por haber mostrado dictámenes que se suponían secretos.
Daniel García Rangel (Juan Primito)
Fragmentos del libro Memorias de Juan Primito, de Daniel García Rangel, publicado por la editorial Letra Minúscula, en 2020.