Lezama Lima a mediados de los años 30

La muerte temprana del pintor Arístides Fernández en agosto de 1934 lo convirtió en una de las figuras de eso que Lorenzo García Vega ha llamado “la atmósfera del folletín de la década del 30”. Novelón romántico sobre una grandeza heroica un poco inventada, melodrama de artistas y comunistas empeñados en una gran transformación social que quedará inconclusa, como la carrera de uno de los más prometedores pintores cubanos.

Sin embargo, esa muerte prematura hizo reflexionar a Lezama sobre las posibilidades de un prestigio en que pesara más la potencialidad que el simple saldo cronológico. Una trayectoria frustrada que demasiado pronto se compensaría con cierta intensidad intuitiva. En el amigo pintor, como en algunos artistas muertos por sorpresa, el escritor nota “un latido, una fermentación especial” que los eleva por encima del pragmatismo vulgar de la posteridad: “El tiempo que no se otorgó, que no adquirió su marcha desenvuelta sobre una extensión, parece abandonar su tirantez de prueba o aprovechamiento, para mantenerse como el halago invisible después de una desacertada sorpresa”.[1]

Contra un enfoque historicista del arte o las teorías generacionales que distinguían distintos niveles de realización en un creador, Lezama levanta la figura del malogrado ejemplar, ese artista que encarna la posibilidad de segregar una obra significativa “independiente de los favores dispensados por un tiempo que se extiende”. El artista que ha muerto joven y sigue siendo joven: este singular punto de partida en el análisis de una obra, con su negación del “áspero Cronos” y su “insolente cejijuntez”, es el embrión de lo que luego Lezama llamará “la tradición por futuridad”. Y no es coincidencia que ese razonamiento que celebra los méritos del ausente y le rinde merecido culto aparezca justo en un momento de pesimismo nacional, de frustración generalizada tras la Revolución del 30, “ida a bolina”, según la conocida metáfora de Raúl Roa.

Para García Vega, la originalidad de Arístides Fernández había sido captar ese lado sombrío de su época, “todo lo cenizoso de aquel momento sin salida”, cierta pobreza y sordidez que eran “el reverso, la ceniza, que como realidad última podían encontrarse, siempre, tras las cosas cubanas”. Esa capacidad para el reverso le habría permitido conectar con la sensibilidad de Lezama, que también era un “venido a menos”. Algo parecido opina Fina García Marruz: la obra de Fernández revela el desencanto esencial de su época, resumido en los versos del poeta y revolucionario Rubén Martínez Villena, muerto como él demasiado joven—: “¿Y qué hago yo aquí / donde no hay nada grande que hacer?”. [2]

En los numerosos ensayos dedicados a su amigo pintor,[3] Lezama hace una lectura enriquecedora de la vida y la obra de Fernández. Analiza tanto sus cuadros como los cuentos que dejó escritos, en los que ve una comprensión poética del “proceso subconsciente de las cosas”, una especie de historia secreta “que mantiene inédito y latente el mundo exterior”. Con su penetración en lo cubano “sin ningún ornamento” (“aquí lo cubano es como una manera de envolver lo externo en mirada cubana”), esta búsqueda del reverso de toda realidad se convierte a la vez en misión existencial y pictórica. Con su particular lenguaje, Lezama hizo, además, una lista de los cuatro mayores dones formales de Fernández a la pintura cubana:

Las ganancias que debemos atribuirle y en las que quedó son: A) La prisión del rostro como causa originaria y negación de espacio. B) La multiplicidad de las figuras en núcleos escultóricos que parecen haberse librado de la prisión del aire y de la fijeza de la caída en tierra. C) Como por un entrecruzamiento de la limpidez esencial con una fuerte fatalidad la historia no existe y el espacio nace. D) Como las figuras no reposan sino nacen en el espacio “blanco de todos los colores”, resolviéndose las contorsiones faciales y el tono interrogante en el grupo escultórico del espacio puro sin el demonio familiar de la ley del movimiento.

En todos esos ensayos, el escritor se refiere al mismo conjunto de rasgos biográficos, lo que García Vega llama “las anécdotas borrosas y destartaladas de la vida de Arístides y del momento de Arístides”: su condición de benjamín de una familia dueña de varios ingenios, pero arruinada a principios del siglo XX; su desalojo familiar en 1914; su paso fugaz por San Alejandro, que lo lleva a rebelarse contra el academicismo; su presencia en las tertulias habaneras de Rodríguez Correa; sus estancias en la finca de un amigo (seguramente Arche) donde leía a Dostoievski y a Balzac;[4] sus estudios de unas reproducciones de Cézanne, su pasión por Beethoven, sus brillantes apuntes en un diario y la lectura de las Meditaciones de Marco Aurelio poco antes de su muerte por leucemia sobre una colchoneta por la que se filtraba la sangre que le brotaba de todos los poros.


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En esas anécdotas se revela, según García Vega, la gran intuición narrativa de Lezama, asociada a “lo conmovedor y último de la pobreza nuestra”. Entre esas historias que el escritor le contará a su discípulo origenista a finales de los años 50 y principios de los 60, aparece también algo que será incluido en Paradiso como un episodio de la vida de Cemí: su visita tras la muerte de Fernández, acompañado de un amigo pintor (¿Arche, Víctor Manuel?) y otro, definido como “magistrado” (sin duda, Emilio Rodríguez Correa) a una espiritista habanera para que les hablase del pintor muerto.

En la novela, las palabras de la médium, una mulata que vivía en la calle General Lee del reparto Santos Suárez, y a la que Lezama llama Chacha (pero que puede haber sido la famosa médium Ñica que asombró a una desconfiada Lydia Cabrera), causan una gran conmoción a los tres visitantes. La anciana primero adivina que vienen a preguntar por una “persona de mucho valor, pero no como se dice eso de un político, de un hombre rico o de un comerciante cualquiera”, sino alguien “muy distinguido, algo así como un artista, un pintor tal vez”. Luego les dice que no se preocupen por su triste destino, “pues la persona por quien ustedes se vienen a interesar ya se había muerto varias veces. En su vida tuvo tres muertes, eso le permite ahora tener más paz, pues está como en su propia región”.

Ese Arístides Fernández, “muy amigado con la muerte”, comenzará realmente su carrera pública con una serie de exposiciones póstumas. La primera de ellas fue organizada por sus amigos Arche y Rodríguez Correa en el Lyceum el 19 de diciembre de 1934. Mañach tuvo a su cargo unas palabras de elogio, y se presentaron 15 óleos y 19 dibujos, la mayoría hechos en sus últimos dos años de vida. Sus amigos (Correa, Villarnovo, Gaztelu) compraron algunas de las mejores obras. Lezama, que no tenía dinero para comprar, conservó durante toda su vida las dos que el pintor le había regalado: el óleo titulado indistintamente Idilio o Los novios, y Las lectoras (1933), un boceto en tinta y acuarela para un posible mural en la sala de lectura de la cárcel de mujeres.

Al año siguiente de aquella exposición del Lyceum, en diciembre de 1935, Lezama dedicará a Arístides Fernández su primer ensayo impreso, “Tiempo negado”, que apareció en la revista Grafos.



GRAFOS, FUNDADA EN 1933 por dos viudas, María Radelat (para entonces viuda de Enrique Fontanills, periodista en el Diario de la Marina y “zar” de la crónica social cubana) y María Dolores Machín de Upmann (que había estado casada con Herman Albert Upmann, una de las grandes fortunas del tabaco cubano), asesoradas fugazmente por el diseñador y editor Carlos M. Zoehrer, es una revista clave en la historia de la prensa cubana. No sólo para entender el proceso de renovación estética que siguió a los esfuerzos de Avance, sino también para estudiar el cruce de esa nueva estética con el mundo, por entonces en boga, de la publicidad comercial. 

En ese ambiente Art Decó (“la década del 30 fue como el Art Decó cubano”, dice García Vega), Grafos competía con otras publicaciones llamadas “de variedades” como SocialChic o Carteles, que solían incursionar en la llamada “alta cultura”. En sus páginas convivían artículos sobre la técnica del make upy los sombreros de moda, y colaboraciones de Xavier Villaurrutia, Antonin Artaud (el “Manifiesto del Teatro de la Crueldad”) o Carl Sandburg (sobre Whitman). Lo mismo podía uno tropezarse con unos apuntes de Jean Giraudoux (que visitó La Habana en esos años) que con el “Relato de un encuentro con una prostituta andrógina” escrito por François G. de Cisneros, o “Remache”, un “cuento marihuanero” de R. López del Rincón. Todo acompañado por las ineludibles notas de sociedad y cierto feminismo reivindicativo, que caracterizó las pasiones folletinescas de las habaneras pudientes de la época. 

A diferencia de Avance, en Grafos lo negro era visto con desconfianza, y se discutía abiertamente sobre los “peligros” del afronegrismo para el proceso de la cultura nacional. Véase, por ejemplo, “Falsa interpretación afrocubana”, artículo del folklorista Juan Luis Martín Corona contra la moda de la poesía negra: “En toda expresión poética, además, están contenidos los valores de civilización, los elementos de cultura, espontáneos, vivos; y, precisamente, para fabricar mucha de esa ʻpoesía negraʼ, se eliminan los valores de cultura y se quieren buscar valores de barbarie, elementos que nosotros no sabemos interpretar siquiera ya y que los negros no interpretan tampoco, perdida la continuidad, la solución de enlace con los pueblos africanos. El negro nuestro es cubano; sus tradiciones son las de Cuba; sus héroes son cubanos; sus mitos son los del pueblo de Cuba y hasta la forma de sus composiciones juglarescas se confunde y acopla con la española”. 


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La República que buscaba refundarse luego del machadato y sus excesos, concebía la cultura nacional como un espacio de mestizaje pero dominado por los valores blancos: “Cultura para el negro y para el blanco, cultura para el cubano en general, una interpretación para el mismo dolor cubano y un empeño para la misma nacionalidad, no el humbug afrocubano es lo que demanda Cuba”. Primaba este enfoque “civilizatorio”, presente también en otro artículo que analiza si los delitos relacionados con las religiones afrocubanas (“crímenes brujeros”, se les llama) merecían una consideración especial desde el punto de vista del Derecho. Una frase de ese artículo resume la aspiración un tanto higienista de la publicación: “Nuestro pueblo… exige la restauración de ciertos elementos de civilización, el rescate de una enorme masa del influjo de los falsos dioses, la aniquilación del fetichismo, por métodos positivos”. 

La revista la imprimía Úcar García y Cia, y tuvo dos sedes: una casona del Vedado, en la calle I #199 y, a partir de 1937, uno de los edificios de la Manzana de Gómez (el número 202). Detrás de esas inversiones y el culto al lujo, planeando como fantasmas entre atractivas portadas y páginas de cuidado diseño moderno, la Moda y su inseparable acompañante, la Publicidad. Grafos era, en pocas palabras, una revista concebida para mujeres de clase alta y sus proveedores, que incursionaba en las por entonces frecuentes discusiones sobre el rumbo del arte cubano con ciertos coletazos modernistas.

Pero incluso estos lectores con ínfulas intelectuales debieron sentirse un tanto desconcertados ante aquel artículo de Lezama que arrancaba con un torrente de metáforas: “Clareada conducta y voz rebanada por la urgencia del tiempo negado pasaron en Arístides Fernández del rendimiento a las sombras, a un espacio pictórico rápidamente poblado que asomaba en la gracia de la expresión que renace”. Tras este arranque in media res, más tropos: “El tiempo estará para Arístides Fernández, tenso, espumado, esperando la violencia de su salto ponentisco, y el espacio en que se mueve su expresión, replegado, asustado, tendido, ofrecerá ocupación absoluta y asomo de figuras tartáricas golpeando en las ventanas con el tamborileo de las largas uñas, de las caras sin amanecer”. No menos sorprendidos debieron quedar los editores, que en un primer editorial habían proclamado: “Nuestra Revista no ha de exigir al lector el esfuerzo, sino, la emoción de su espíritu. Sus páginas le ofrecerán construcciones ágiles y breves a manera de miniaturas literarias”.

La novedad del ensayista Lezama no era sólo cuestión de estilo. Basta comparar su artículo sobre Fernández con otro de Carlos Enríquez que apareció en Grafos ese mismo año, titulado “El criollismo y su interpretación plástica”. Allí el pintor defendía, primero, su enfoque subjetivo y expresionista contra el arte académico, pero luego vinculaba el subjetivismo de su romancero guajiro al sentido esotérico del paisaje cubano, defendiendo lo rural como lo verdaderamente vernáculo, la médula de la auténtica cultura cubana. Lezama estaba muy distante de posiciones como esta, y en general del espíritu de aquel grupo llamado modernista, algunos de cuyos integrantes habían viajado a Europa en sus años de formación y trataban de adaptarse a los diferentes ismos de la Vanguardia europea. Tras luchar contra la Academia, esos pintores buscaban ahora definir una identidad cubana dentro de cierta atmósfera rural y popular. 

El canon pictórico de 1935 (que podría resumirse en los nombres de la Primera Exhibición Nacional de Pintura y Escultura: Víctor Manuel, Abela, Gattorno, Arche, Ponce, Peláez y Carlos Enríquez) le otorgó un lugar póstumo a Arístides Fernández. También en su obra aparecían referencias a lo rural, pero sin el menor asomo de criollismo. Su gran logro, como explica Lezama en “Tiempo negado”, había sido elevar la búsqueda propiamente pictórica para conseguir símbolos y arquetipos de la cotidianidad e intimidad de la isla. En ese hermético y amistoso texto inaugural, Lezama ya dejaba ver, entre líneas, el proyecto de una nueva generación de artistas cubanos.




Grafos, cuyo jefe de redacción era el escritor Ramón Guirao, se convirtió en una de las referencias para la pequeña élite interesada en los debates literarios y artísticos en la isla durante aquella época turbulenta, de huelgas, protestas y forzado asueto universitario. El precio a pagar, como revela Guy Pérez Cisneros al cumplirse diez años de la aparición de la revista,[5] era mezclar “los más refinados manjares” de la alta cultura con la vanidosa pasión por la moda y el culto a una elegancia afrancesada. Importa precisar este perfil para marcar la esencial diferencia entre estas revistas donde publicó el joven Lezama, y las otras que él mismo fundará, Verbum y Espuela de Plata, donde no se hacen concesiones a la frivolidad comercial. La publicidad siempre le pareció a Lezama algo de otro mundo, y consideraba la crónica de sociedad como uno de los peores males de la prensa cubana.

Según dice su hermana Eloísa, la persona que invitó a Lezama a colaborar en Grafos fue el propio Guirao, amigo suyo en esa época. Tanto esta amistad como la invitación son extrañas, puesto que la obra de Guirao (hijo de españoles, devenido una de las voces fundamentales del negrismo) representaba todo lo que Lezama criticará en los años 30 y 40. Pero sin duda fueron muy cercanos, de rumbos no literarios (Guirao era dependiente en una famosa tienda habanera) y cierta bohemia urbana. Años después, Lezama le abre las puertas de Espuela de Plata para que publique una fábula lucumí que anticipa los cuentos negros de Lydia Cabrera. De cualquier modo, Guirao no era la única conexión de Lezama con Grafos. La familia Fontanills había tenido relación con los Lima, como ya hemos visto. Y la publicación también estaba vinculada con la familia de su amigo Guy Pérez de Cisneros, cuyo tío sustituirá a Guirao como Jefe de Redacción, hasta que el propio Guy tome el relevo a mediados de los 40.

Además del ensayo sobre Arístides Fernández, Lezama, que aún firmaba como “J. Andrés”, publicó, en mayo de 1936, sus primeros poemas en una revista: dieciocho décimas de bizarra métrica, bajo el título genérico de “Poesía”.[6] Iban precedidas por un exergo extraído del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz —con una deliciosa errata: en lugar de “en solo aquel cabello que en mi cuello / volar considerase”, pone “en solo aquel caballo que en mi cuello…”. Meses después, en agosto, aparecerá “Soledades habitadas por Cernuda”, su primer ensayo sobre poesía.


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Es interesante comprobar que a lo largo del periodo en que la Universidad estuvo cerrada, es decir, entre marzo de 1935 y principios de 1937, Lezama se mueve libérrimamente entre las revistas de la clase alta habanera y las publicaciones de sus amigos comunistas. Publica ensayos y poemas en Grafos y en Social,[7] pero también en Compendio y Polémica, donde tiene amigos. En junio de 1936 le escribe, por ejemplo, a su condiscípulo José Antonio Portuondo, pidiéndole que saque su poema “Noche insular”, que fue uno de los títulos del finalmente titulado “Fiesta callada”[8]

Quisiera —si no asustase mucho por allí—ver mi poema “Noche insular” publicado en Polémica. Debes procurar, me parece que por lo menos sería salvador perseguirlo, que la gente joven que por allí asome, no se apoltrone y se tome en serio y se tome el pulso y crea ingenuamente que vamos a entrar todos en un virtuosismo neo-clásico.
Comprendo que los bárbaros chillarán, pero yo creo que la única manera de saltar de tantos bizantinismos es abrirle la puerta a los bárbaros, o como dice Claudel, al viento del este. El que pueda entender entienda.
La única inmoralidad que ya empiezo a reconocer es la de quedarse a medio camino, a negado decir. Todos estamos obligados a vitalizarnos persiguiendo nuestras posibilidades hasta la auto-destrucción, hasta el paraíso de los paraísos.
Si hubiese muchas dificultades, te mandaría algo menos asustador, por ej.: Manuel García le roba a los pobres y se lo dá a los ricos (romance), o La niña de las algas le escupe a García Lorca. Sería tremendo y delicioso.
Por lo demás se deberá leer este poema sin anhelar un desarrollo sinfónico, sino como un simple juego de artificio en la quejumbre del Trópico. Lo conceptual deshecho por lo sensible, la carga de los sentidos potenciados por la conciencia vigilante.

La carta que cito in extenso (entre otras razones porque se conserva inédita) demuestra el sentido del humor y las pretensiones del joven Lezama, agent provocateur de la poesía insular.

El poema, definido en un apunte al margen como “relación jurada de bárbaros y barbaroides”, habla de “oidores” que “clavan juncos para apuntalar la monarquía”, y critica a unos cisnes (¿los mismos del Discurso académico en La Habana de Stevens?) que “se han esclavizado voluntariamente para ofrecer un simulacro de espumas”. Estos oidores, es decir, los abogados, están amenazados por profecías que parecen posibilidades abortadas: 

El que juega pierde, el que no duerme esperando nueve meses
también pierde y si pasan las banderas,
y si los malayos siembran en el río, 
y si los ciegos amansan las inundaciones, 
o seguían hablando de la elegancia y de la fuerza, 
de las fresas robadas y de la mano guardada 
en la urna de la categoría sensible, de cartón y de nieve, de pecho mojado, 
de armaduras salobres mordidas, de coral lastimero,
y si pasan las banderas, parará su máquina o seguirá cantándole a la lotería.

Se trata de la descripción satírica de un contexto social, pero desde una nueva óptica, un intento por traducir la farsa política republicana en términos mallarmeanos, y ello quedará más claro en la siguiente estrofa donde se dice que “Los pajes, los comunistas y los sultanes / han desfilado provocando la inclinación de las banderas y el voceo de los periódicos”.

Con el tiempo, Lezama llevará a cabo un enmascaramiento progresivo de esas visiones críticas “en la quejumbre del Trópico” (los siervos se vuelven ciervos, para entendernos), pero aquí interesa, sobre todo, fijar la imagen de ese joven poeta iconoclasta que aprovecha todas las oportunidades para hacerse visible y se mueve con libertad entre “los pajes, los comunistas y los sultanes”.


Fiesta callada, version junio de 1936






Notas:
[1] JLL: Arístides Fernández, Publicaciones del Ministerio de Educación, Dirección de Cultura, La Habana, 1950.
[2] Lorenzo García Vega, LAO, pp. 91-92. Fina García Marruz en: HomenajeArístides Fernández (1904-1934), Orígenes, n. 26, La Habana, 1950, pp. 60-64.
[3] “Arístides Fernández: tiempo negado”, Grafos, n. 33, La Habana, diciembre, 1935, pp. 76-79; Arístides Fernández, Dirección de Cultura, La Habana, 1950; “Exposición póstuma Arístides Fernández”, Ministerio de Educación, Dirección de Cultura, nov. 15-30, 1950 (reverso de póster plegable); “De nuevo, Arístides Fernández I”, Diario de la Marina, 6 de marzo de 1958, p. 4A; “De nuevo, Arístides Fernández II”, Diario de la Marina, 7 de marzo de 1958, p. 4A; “Arístides Fernández, otra de sus visitas”, prólogo al Catálogo de la Exposición de Arístides Fernández, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965.
[4] “Recordaba José Cemí cómo el pintor había extraído de su billetera, y aquí había que recordar también que el nombre no hacía la cosa, una cita de esa obra de Balzac. ʻTal vez haya en la naturaleza humana una tendencia a hacer soportar todo a quienes todo lo sufren por humildad verdadera, por debilidad o por indiferenciaʼ. Y el comentario sencillo: qué bien ha hecho Balzac en unir la humildad, la debilidad y la indiferencia”. Paradiso[edición crítica], Archivos UNESCO, Madrid, 1988, pp. 410-411.
[5] “A pesar de su apariencia social, de sus páginas elegantes, a pesar de pequeños sacrificios a la vanidad y la moda, Grafos Havanity, puede ocupar hoy, en su mayoría de edad, un puesto muy alto en la gran tradición de las revistas cubanas: llámese Revista Bimestre, Revista de Cuba,Revista de Avance, Fígaro, Habana Elegante, Social o Cuba Contemporánea. Y no será seguramente el menor de sus méritos, el de haber ofrecido en elegante presentación, los más refinados manjares, a aquellos que no eran precisamente especialistas ni intelectuales. [G[uy]. P[érez]. C[isneros]: “Grafos Havanity tiene diez años”, Grafos Havanity, n. 110, La Habana, abril de 1943, s. p.
[6] La pereza de los bibliógrafos ha llegado a considerar estas décimas como un solo poema. Aún hoy, en la página de Wikipedia dedicada a Lezama, se lee: “En 1935 publicó su primer trabajo, el ensayo Tiempo negado, en la revista Grafos, en la que al año siguiente se publica su primer poema titulado Poesía, al mismo tiempo que retomaba sus estudios universitarios”.
[7] La publicación de cuatro sonetos de Lezama en el número de Social correspondiente a diciembre de 1937 (vol. XXI, n. 12, p. 20) tampoco aparece recogida en su bibliografía, a cargo de Araceli García Carranza (Arte y Literatura, La Habana, 1998).
[8] El primer título de este poema fundamental fue “Bahía de La Habana” (1932). Después, en 1936, se llamó “Noche insular”, según revela la carta mecanuscrita conservada entre los “Lezama Lima Papers” de la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami. Para un análisis detallado de los cambios entre la primera y la última versión del poema incluida en Enemigo rumor (aunque no menciona esta versión intermedia que aquí citamos), véase el ensayo de Marie-Christine Seguin (Université Toulouse II Le Mirail) “Emergence d’une identité culturelle à l’époque de la Republique ʻmediatiséeʼ: ʻBahía de La Habanaʼ convertie en un fête silencieuse pour une clameur inegalée dans la poésie de José Lezama Lima”. En Hesperia: Anuario de Filología Hispánica3, 2000, pp. 83-96. La académica francesa hace notar cómo los versos “donde los siervos han creído ver un mar de petróleo, / helado jardín persiguiendo una rosa / hasta la terraza donde los turistas no quieren pagar” se convierten, en la versión final, en “donde los ciervos han huido el paisaje”.





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