No sabía cómo describirlo. Se sentía distante. Incapaz de articular una frase completa. Fueron aquellos días extraños los que antecedieron a su internamiento en el Faustino Pérez.
Recordó la conversación con su padre.
Había llorado.
―Papá, qué ganas tengo de verlos.
―¿Cuándo vienes?
―No sé, las fronteras están cerradas, ¡maldita pandemia!
Esa noche tuve un sueño, mi padre era el paciente. Lo sometían a tratos crueles. Me sentía culpable por haberlo entristecido con aquella llamada.
En una de las puertas que atravesó, Erika se encontraba en un reino tan antiguo como el de Nabucodonosor: mi padre, de apellido Gomer, era un rey cruel, pero por pura inconsciencia. Sus acciones no eran más que expresiones selectivas de la naturaleza.
Animales afectivos. Sentí que las primeras mascotas fueron humanas.
Rechazaba todo tipo de convenciones. Era inevitable terminar siendo apartada, anulada de la vida social donde se está más cómodo en la simulación.
Erika había tomado la decisión de vivir en la verdad y la verdad es siempre una: quedarse sola.
Todo parecía más viejo
Todo parecía olvidado.
Como el final de un cataclismo.
Vacío, hueco…, sin emoción alguna.
La casa moderna envejeció de repente.
La veía en la distancia.
El timbre del teléfono sonaba y papá decía: “¡escucha!”, como si estuviera soñando.
Imaginaba un viaje junto a mi madre y mi hermano Máximo.
―Una vez que subamos al camión y que el camión arranque, iremos dejando el pasado atrás. Yendo hacia el porvenir ―dijo mamá con una luz especial en la mirada.
Pero no era precisamente de felicidad. No sabría definirlo. Era una mezcla de entusiasmo con nostalgia. Pero como era luz, al fin y al cabo, se trataba de un rapto de optimismo que no suele caracterizar a mamá. Ella tiende a ser pesimista.
Un viaje con todos los muebles, artefactos, pertenencias, y la ropa de papá.
La ropa destrozada por la ausencia, pero intacta.
Aún.
Al menos en apariencia.
Como yo, desde aquel día en que entramos al hospital y no volvimos a salir juntos.
Papá salió por otra puerta y, por más que corrí, no logré alcanzarlo.
Se fue por una de esas puertas donde se pierde la noción del tiempo…, espacio… La locura amenaza.
De regreso al origen del mundo.
El lenguaje se vuelve metáfora.
La palabra no alcanza para silenciar el grito.
En el fondo no quería que apareciera un comprador.
Vendimos la casa.
Los fantasmas se quedaron dentro.
Nadia aseguraba que sus mangos eran los mejores desde San Pedro de Mayaibón, Los Arabos… y hasta la ciudad de Matanzas.
Eran mangos hidropónicos.
Del tamaño de una sandía.
“Mangos revolucionarios”, decía con orgullo y el brillo de sus ojos marchitos resplandecía casi de inmediato.
Su shining.
Como un bombillo incandescente.
No sé por qué creyó que yo era “revolucionaria”.
Claro, me han interesado las revoluciones, pero por razones distintas.
Papá le decía a Nadia, “policlínico”.
Nació en 1940 y dice que estudió “medicina por cuenta propia”.
Su sufrimiento pasaba en pocos segundos desde la tristeza más desoladora, hasta la oscuridad más temida.
El veneno de su lengua era capaz de alistar a todo un ejército de creyentes hambrientos y olvidados.
Siempre que venía de viaje desde La Gana, hacía un viaje en el tiempo.
La comunidad de Helpy se resiste a “dejar de creer”.
Allí no ha habido ni un solo caso de rabia, a pesar de la lengua de Nadia.
Una creyente convencida, depositará toda su fe.
Nada será más peligroso que verla defraudada.
Yo trato de escabullirme.
Cualquier cosa la decepcionará de mí.
Devorará mi cadáver como un ave de rapiña.
De mi pellejo hará trizas.
Nadia sufrió un colapso y repetía sin parar: ¡la peste revolucionaria!
Aunque no había habido contagios en el barrio, solo hablaba de muerte.
Olvidó hasta su propio concepto de Patria.
Por supuesto, fue mal interpretada.
Al final pudo explicarse: la peste había venido a “salvar al mundo”.
Por primera vez un organismo microscópico sacrificaba a sus hijos “por el bien de la humanidad”.
Nadie pudo entender a Nadia.
Pero Nadia logró confundirlos a todos.
Había probado su fuerza.
Nadia tampoco era humana.
Paréntesis
Desde que las luchas de las minorías derivaron en una nueva ideología, Erika entendía que se trataba de ella. Se sentía como la última habitante del mundo.
Aunque se sabía inmortal, era capaz de sentir remordimiento. Ese sentimiento enfermizo que la ponía a dudar de cada una de sus acciones.
El sillón de su padre se quedó en el portal durante la mudanza. El camión era más pequeño que todos los muebles que debía cargar: la sumatoria de dos casas, la de sus padres adoptivos, y la de sus abuelos maternos.
Era un hecho que Erika había sido creada como Frankenstein. Pero ella se resistía a aceptarlo. Había luchado contra esa verdad durante su corta vida. Veintiséis años humanos. Nada comparado con el tiempo de Dios.
De su vida anterior sólo le quedaba su madre. Pero tampoco conocía su secreto.
Erika salió del vientre de Cristo, porque Cristo resucitó mujer.
En el nombre de la rosa está la cosa
No es verdad que cortaron el cordón cuando me separaron del útero de mi madre. Ni cuando a mi madre la separaron del útero de su madre. Ni cuando a mi padre lo separaron del útero de la suya.