Fernando Bécquer y otros recortes de prensa

Una semana antes de que apareciera el texto sobre los presuntos abusos sexuales del trovador Fernando Bécquer en El Estornudo, hablaba con mi amiga B acerca de la violencia sexual. Ella me relataba un caso de su barrio en San Miguel del Padrón: un joven diagnosticado con un trastorno psiquiátrico había abusado de dos niños a la vez, un varón y una hembra de menos de cinco años. El violador era vecino de sus víctimas de toda la vida, la cuadra entera sabía de sus antecedentes y, sin embargo, lo justificaban diciendo que era un enfermo, que estaba mal de la cabeza.

“A esos tipos habría que cortarles la pinga”, le dije a mi amiga.

“¿Para qué? Aún tendrían las manos y la mente, que es donde está toda esa cochinada”, me respondió ella.

Lo primero que leí en las redes el 8 de diciembre fue el mencionado artículo. Habría querido que ese día, que se conmemora la iluminación del Buda Gautama, hubiera sido apacible y hasta feliz. Nada más alejado de lo que sentí y aún siento. Ese texto me revolvió la vida, enfermé físicamente, porque mi alma se enturbió con tanta mierda.

Lo que vendría luego no fue nada mejor. Gente en Internet justificando al sospechoso y poniendo en duda el testimonio de las denunciantes, los amigos del susodicho diciendo y desdiciéndose luego, personas tratando de convertir la acusación múltiple en un tema político porque el trovador de marras es un oficialista militante, toda una marea de revictimización y opiniones nada empáticas.

Pero lo peor, lo peor por sobre todas las cosas fueron los recuerdos. Ellos dijeron: Abre la puerta que aquí estamos, y se hicieron presentes con su carga dolorosa.

No he conocido a una sola mujer que no haya sido violentada de una manera o de otra.

He hablado estos temas con mujeres de la familia, con amigas, conocidas y todas hemos vivido cosas horribles. También he conocido hombres abusados y no pretendo minimizar sus historias, pero creo que la cantidad de veces que tenemos que vivir estas situaciones las mujeres no tiene comparación.

Desde niñas eso está presente. 

A N el esposo de su madrina le tocaba los genitales y le decía que si se lo contaba su madre caería muerta; el resultado fue que ella nunca ha sabido lo que es un orgasmo; el fantasma de aquellas experiencias denigrantes la rondó toda su vida sexual.

R me contó que con 16 años salió embarazada. El doctor que le prácticó el legrado le dio turno para unos días después. En la consulta le pidió que se quitara la blusa y le masajeó los senos mientras le rozaba los muslos con el miembro turgente debajo de su pantalón de ginecólogo.

La primera vez que recuerdo esa violencia en mi vida fue también en una consulta médica. Yo vestía el uniforme de primaria, no recuerdo en qué grado estaba, pero aún tenía pañoleta azul, así que sería a lo máximo en cuarto grado. El doctor me hizo un examen físico completo en la camilla, yo estaba vestida. No recuerdo si habrá tocado algo más, pero fue bien insistente con mis muslos de niña gordita, hacía movimientos circulares con sus manos ásperas en lo que me pareció un acto eterno y muy desagradable.

El episodio más reciente, y nótese que excluyo aquí los indeseados piropos, las miraditas lascivas y las señitas con los ojos del día a día, fue en mi consulta de Psiquiatría, en enero de este año. Fui a renovar mi tarjetón de Sertralina y llegué al Hospital mucho antes de las 8:00 a.m. porque debía ir de allí hacia mi trabajo. En la sala de espera había solamente un hombre de más de setenta años. Me senté frente a él con gran inocencia; sentí alivio por no estar esperando sola. Me sumergí en el teléfono y no le presté atención al hombre hasta que noté, con la mirada periférica, el movimiento. Levanté los ojos y allí estaba, sin inmutarse pero masajeando una verga enorme por debajo de su ropa. Me dio tanta tristeza, tanta decepción, que solo atiné a preguntarle si eso era realmente necesario, y salí a esperar a mi doctor en otra salita.

Yo no estoy buena. Voy a cumplir 45. Los peores años fueron entre los 12 y los 24. Tiempos de escuchar groserías a diario, de que me tocaran en la calle, de que se me pegaran en las guaguas y otras cosas más. Incluso embarazada, dos días antes de ingresar para mi cesárea, mi madre y yo tuvimos que salir huyendo del Tencent de 23 y 12 porque un tipo me perseguía tocándose y sacándome la lengua. Nadie vio nada, solo nosotras. Nadie ve nunca nada, solo a quien le pasa.

Desde que mi hija nació, he estado en guardia. Me horroriza pensar que algo así pueda pasarle. He tenido que aprender a vivir con ese pensamiento, sabiendo que en este país un hombre puede esperarte en la esquina de tu casa y decirte cochinadas; otro puede venir en la noche hasta la ventana de tu cuarto y masturbarse mientras intenta espiar; y otro, que se cree seguro más inocente, puede citarte a una entrevista supuestamente laboral y luego decir que en realidad quería conocerte para invitarte a salir. Todo eso le ha pasado a ella y desgraciadamente no será lo único.

Estamos terminando el 2021 y hasta 2028 no se analizará un proyecto de Ley Integral contra la Violencia de Género en Cuba. Entre tanto, habrá feminicidios, violaciones, abusos y otros actos de violencia suficientes para llenar varios tomos de reportes. Es vergonzoso e indignante y me sumerge en un ambiente de indefensión al que me niego a ingresar, pero del que no escapo.

No pasa nada con aquel doctor de mi infancia.

No pasa nada con el vecino que me esperaba al salir de la secundaria. 

No pasa nada con los profesores de La Lenin que cambiaban favores sexuales por notas. 

No pasa nada con el escritor que me tocaba el muslo en Sancti Spíritus mientras su esposa embarazada ya dormía.

No pasa nada con el amigo de mi familia que cuando me metió una cañona, a los 19 años, me dijo que le gustaba desde niña. 

No pasa nada con el locutor de Radio Reloj que me dio un beso baboso en la cabina y que inocentemente denuncié al sindicato. 

No pasa nada con el custodio de la UNEAC que me haló por un brazo cuando iba al baño y no me soltó hasta que le di una patada en los huevos. 

No pasa nada con los pajusos que solo yo detecto en los parques, a los que reconozco a la legua con sus bolsos vacíos que dejan caer convenientemente sobre el regazo.

La primera vez que vi una pinga parada no fue en mi inaugural experiencia sexual. Regresaba de la secundaria con una amiga y un tipo que venía de frente a nosotras nos pasó por al lado con su portañuela abierta y aquella cosa horrenda asomando sin el más mínimo pudor.

Desconozco las estadísticas de otros países, pero estoy segura de que Cuba es uno de los paraísos de los depredadores sexuales. Aquí pueden hacer y deshacer a su antojo, y eso me lo ha demostrado la vida.

Por alguna razón que no alcanzo a entender, en estos días me ha rondado insistentemente un cuento de Julio Cortázar. Se llama Recortes de Prensa y aborda el tema de la violencia. 

Trata de una escritora que debe hacer un texto para el libro de un amigo escultor que aborda el tema de la violencia en todo su espectro. Hay dos recortes de prensa. En el primero, una mujer denuncia los crímenes de Estado cometidos contra su hija, su marido y su yerno, desaparecidos y asesinados durante los años de la dictadura argentina. El segundo recorte se refiere al cuerpo torturado de un hombre encontrado en Marsella. La hija y la mujer del occiso han desaparecido. 

Cortázar, con su magistral capacidad para contar, hace que la escritora intervenga en esta historia aparentemente lejana. Sin saber cómo ella entra de la mano de una niña a la casa de Marsella, aunque en la historia está en París, y llega a tiempo para observar al hombre que tortura a la madre de la niña quemándola repetidas veces con su cigarro. Todo sucede de golpe y la protagonista se ve involucrada en el acto violento, interviene para salvar a la mujer y luego la ayuda a torturar y matar al hombre con idénticas prácticas a las usadas por él.

Todos llevamos un animal por dentro. Algunos pasamos la vida silenciándolo, sin dejarlo salir.

Por eso, cuando B me dice que no vale la pena cortarle la pinga a un depredador sexual, yo me le quedo mirando largamente y recuerdo el cuento de Cortázar mientras respiro al menos tres veces para no contestar lo que tengo en mente.


© Imagen de portada: Artem Maltsev.




Eduardo Chibás

La maldita pesadilla de Cuba

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¿Por la patria? Todo, casi todo. Entre la espada y la pared no hay acomodo.