Además de los supermercados, las playas nudistas, las redes sociales y las discotecas, en el mundo abundan las “curiosidades”, como por ejemplo los festivales de poesía. O, Miami, enclavado desde hace más de cinco años en el norte de Miami, es uno de ellos.
El festival dura un mes y en ese mes hay lecturas, conciertos, exposiciones de arte, performance, desfile de modas poéticas (y proteicas), presentaciones de libros, traducciones, y, cómo no, si se trata de Miami, eventos dedicados a la cultura y la poesía cubana.
La poesía cubana es un producto que también participa en festivales, y los festivales son orgías económicas con caras de corderitos.
Recuerdo el Festival de Poesía de Medellín, a donde fui en 2014 con cara de corderito y orgullosa, y en el que terminé paranoica por la intriga poética (y patética) de la que te hacen cómplice, sinuosamente. (Además de la visita al “aeropuerto”, zona de tolerancia para fumar marihuana, regalo de los organizadores, par de fumadores natos.)
El día quince de abril, como cada año desde que los proyectos de poesía cubana son asumidos por el festival O, Miami, leyeron en el “barrio de los negros” diez poetas cubanos, casi todos clasificados dentro del Team Cuba, la reciente antología confeccionada por Oscar Cruz para la editorial Hypermedia. La idea era agrupar, hacer coincidir, mezclar, en una misma mesa poética, autores de allá y de aquí.
El azar es un demonio, o un ángel, o por lo menos tiene poderes.
Los extremos de la mesa fueron Reina María Rodríguez y José Kozer; ya se sabe quiénes son y de qué pata (no) cojean. Los cuatro visados de Cuba fueron (el lujo es permitido): Soleida Ríos, Marcelo Morales, José Ramón Sánchez y Oscar Cruz. Los cuatro anfitriones de Miami: Joaquín Badajoz, Carlos Pintado, Yosie Crespo y Legna Rodríguez Iglesias, quien escribe estos párrafos desde un sofá brown en Little Havana.
La lectura, gracias a la dedicación y el interés personal de José Portela, escritor, investigador y coordinador del festival O, Miami, encontró asilo en un lugar místico del Northwest (la 7th Av. con la 32 St.) llamado Museo Perú, que además de museo viene siendo un templo y que guarda varias de las piezas principales de esa cultura. En el Design District, uno de los pocos lugares de Miami donde se te ocurre que no todo es plástico, y colindando con el Downtown, Allapattah y Opa Locka, lugares exóticos y a ratos peligrosos, el templo resultaba un verdadero holly garage.
La expectativa de los poetas es siempre un poco ilusoria: que alguien venga a escucharlos, aunque sea una sola persona. Porque leerse los unos a los otros, si no son amigos, conocidos o admiradores mutuos, no sirve.
Y efectivamente, aquello estuvo repleto. Al principio no parecía que fuera a haber muchedumbre, pero de pronto empezó el desfile, y ante las palabras de apertura del propio Portela el salón hizo silencio y las cabezas, si alguien las hubiera contado, ascendían a un número de tres dígitos.
Los poetas leían fuerte. El público escuchaba fuerte. El público escuchaba absorto, correspondía a la poesía, aprehendía la poesía de manera voluntaria, una manera sin duda en extinción.
Sin embargo, otra de las expectativas de cualquier lectura de poesía, es que asistan el resto de los poetas que viven en la ciudad. Al menos los más despiadados. Y los críticos, que también asistan los críticos. Este detalle faltó.
Al final de la lectura, debió haber un conversatorio sobre el estado (también ilusorio) de la poesía cubana actual. Pero lo que hubo fue un trío de preguntas amorosas, y expresiones admirativas del público, y catarsis.
Ya pasó un mes, pronto habrá pasado un año, un quinquenio, los poetas se fueron por donde mismo vinieron y no hubo algarabía, ni tira y encoge, ni escándalo.
La gente está busy, caballero. Los poetas de Miami no tienen tiempo para la poesía. Los críticos de Miami necesitan comida. O el asunto es otro, o la gente está profundamente busy.
Las gamas grises de la poesía se diseminan sobre la atmósfera de una ciudad donde todos están busy y frenéticos, donde hay que elegir un presidente demócrata o un presidente republicano en menos de medio año, donde hay que comer, matar y salar, donde los libros de poesía solo constituyen adornos en los living rooms.
¿A qué vienen los poetas a Miami? ¿A qué regresan a Cuba? En ese ir y venir, ¿qué pierden?
Yo no creo en el pudor de la poesía. No hay moral en la poesía, por suerte, para reconstruir el hecho de venir a Miami a leer poemas.
¿Dónde están los poetas que viven en Miami? ¿Qué comen los poetas? ¿A quiénes matan? ¿Cómo se llama el festival?
Desde mi posición de participante, solo puedo hacer el cuento tal y como lo vi, con Soleida Ríos a mi derecha y Joaquín Badajoz a mi izquierda, todo un pri-vi-le-gio.
Al fondo del templo, como cualquier garaje que se respete, la editorial Hypermedia y Jai Alai Books vendieron sus libros y se vendieron otros libros que los autores llevaron para vender, pero la venta fue exigua y afuera llovía y el público aplaudía y todos estábamos excitados, emocionados, ebrios, y no nos dimos cuenta o no nos quisimos dar cuenta del halo extraño que envolvía al templo, amenazando con disuadir.