Cierra el 2020: año innombrable, pérfido en muchos órdenes, en demasiados niveles y subniveles. Madeja oscura enhebrada por meses interminables. Endemoniada angustia. Pensemos en sensaciones y adjetivos de ansias conciliatorias, más que en los hechos, pues estos fueron, son, desbordantes, desbordados en sabores amarguísimos.
Trago obligado de hiel este 2020. Garganta estrechada y sin consuelo a la deriva. La muerte, en círculos de ronda, traspasa el año. Simbólica, social, real, en cualquiera de sus funestos semblantes la muerte ha estado, está. Una paseante conforme que ha hecho suya la temporada. Traguemos bálsamo optimista, moderada la dosis: ilusionemos que, tras diciembre, su conformidad quedará colmada.
Mientras la realidad nos ajusta el cálculo, regalémosle un repaso a la muerte. Una especie de ofrenda. Iconografía sagrada, de ciclo infinito como ella misma, que le permita mirarse en el relato fotográfico de esta tierra. Un memorándum, si la palabra lo admite. Un examen de oficio que le devuelva algunos de sus rostros, le esboce los contornos conocidos y, de ser posible, que funcione como sosiego en su apretado paso.
La intención de “inmortalizar la muerte” a través de la cámara está en los orígenes de la fotografía. Aparejada al registro del suceso, surge la necesidad de eternizar al modelo y exponer sentimientos de apego, configurándose una visualidad de lo macabro que matiza álbumes y galerías familiares. Desde los mismos años de la invención y popularización de la máquina de Daguerre, el retrato de cadáveres dispone tendencia.
En 1847 se ofrecían en La Habana servicios a domicilio para fotografiar difuntos, por “módicos precios”, en exquisitas planchas de tamaño “ordinario”. En el Diario de la Marina de 1853 se anuncian los retratos “de colores al daguerrotipo sobre porcelana” de personas muertas o moribundas por el precio de 1 hasta 6 onzas de oro, según el formato. “Imperecederas e inalterables” imágenes.
María Cardell López, 106 años. Ariel Chang.
En 2009, como parte de su serie Longevidad, dedicada a los centenarios, el fotógrafo Arien Chang retrata el cadáver de una anciana por deseo manifiesto de la familia. María Cardell López, 106 años, asoma en su doble detención: en el ataúd de tapa abierta y en la fotografía monocroma de ese siniestro ataúd de tabla barata, forrado y con adornos de lata, reverenciado por el roce de una mano anciana.
Carros fúnebres y cementerios son otras de las aristas del tema. Los vehículos mortuorios, atrapados en cetrina alegoría más que en su funcionalidad, se convierten en piezas memorables. Como las de Iván Cañas, tomadas en Caibarién en 1969, que se publican en la página inicial del célebre fotolibro El cubano se ofrece (Ediciones Unión, 1982): dos autos “antiguos”, herencia de la República, en el hermoso claroscuro de su garaje, en el rítmico juego de sábana caída y sábana levantada, dejando al descubierto la puerta trasera, entrada de servicio al occiso.
Carros fúnebres, 1969. Iván Cañas.
Una discreta, más pobre; la otra más engalanada, con larga manija plateada y cortinaje en el cristal. Uno aparenta más cuidado (el de la blanca sábana en el techo); el otro, más desgaste (con su chapa lateral y sábana desplomada). Semejan una pareja de contraste: el auto de ocasión y el auto de rutina. Ambos en un pueblito del interior, asido entre remembranzas y contiendas obreras por la igualdad y el desarrollo.
El carro fúnebre más antiguo del país, aún en activo, figura como uno de los motivos principales de la serie Preston, la caligrafía del silencio (2016-2020), de Ángel Yusset Gázquez. Un Ford de 1928 con toda su marquetería posterior de cedro y “un motor original de tres pistones”, que funciona en el antiguo batey azucarero Preston, hoy Guatemala, en Holguín. En las piezas de este fotógrafo, de nostálgico blanquinegro, el automóvil circula la comunidad como un ave de anunciación. Con su arcaica belleza, el elemento infausto y bien conservado se detiene ante los talleres en ruinas y las chimeneas apagadas de un central no conservado.
De la serie Preston, la caligrafía del silencio. 2016-2020. Angel Yusset Gázquez.
Solo entrada es el título de la legendaria serie de Rogelio López Marín (Gory) dedicada a los cementerios. En La Habana y en Cienfuegos, el artista aborda el camposanto desde una subjetividad incisiva, aprensión nada amable de una realidad que tampoco lo era. Lirios blancos en un tanque, una bicicleta solitaria ante la cuadrícula de nichos en el concreto, flores secas en el más inesperado ángulo; esculturas de ángeles sin cabeza, ángeles completos y caídos, ángeles caídos y sin cabeza, fragmentos de ángeles; cruces sin tumbas, tumbas abiertas, Cristos en figuras diversas…, y el cartel de “Solo entrada” en la puerta del Cementerio de Colón, dotan el corpus expresivo de estas imágenes sin época.
Solo entrada, 1976-79. Rogelio López Marín, Gory.
Alfredo Sarabia, uno de los fotógrafos documentales más influyentes en el panorama cubano desde la década de 1980, trabaja el tema desde ese matiz subjetivo e inquietante que enhebra una poética de lo cotidiano tan propia de esta isla. Una poética donde no se hacen imprescindibles los rostros, donde a veces ni la gestualidad o la impostura del objetivo a fotografiar se vuelven determinantes. La lectura de la escena, apoyada sin dudas en la preferencia del encuadre exacto, se concentra en la extrañeza de cada elemento atrapado, y entre ellos mismos y el ambiente.
Alfredo Sarabia. 1989-1992.
Maestro de la vieja escuela, José Ney Milá es un documentalista de lirismo y rigor. En su serie Diálogos in mutis, articulada en los años iniciales del Período Especial, este creador se concentra en la aparente relación entre lo estático y lo contingente, el encuentro eventual y a la vez perpetuo de los monumentos y aquello que acontece en su órbita de proximidad. Imprevistas, calmas, paradójicas, se develan estas escenas donde la muerte se entrampa desde una narración de la sospecha, de paciente sigilo.
De la serie Diálogos in mutis, 1990. José Ney Milá.
Mientras en estos autores se deja ver el desconcierto, a través de diferentes niveles del mensaje, en la obra de otros asoma lo hilarante, la tórrida incongruencia de esta realidad. Imposible no referenciar la fotografía El último empujón (1992) de Carlos Mayol: en tiempo de privaciones, tres hombres propulsan un camión varado en el cruce de las avenidas Zapata y Paseo, en el Vedado eterno, con la preciada carga de ataúdes. El título que escolta la obra nos recuerda de improviso, entre la argamasa de consignas que nos regala el sistema gramatical del gobierno, el esfuerzo decisivo.
El último empujón, 1992. Carlos Mayol.
En 2006, Alfredo Sarabia Fajardo presenta la serie Lo sé pero no puedo decirlo, puedo decirlo pero no sé cómo: impresión de retórico lenguaje que se centra en el borde indefinido y cada vez más desdibujado entre la vida y la muerte. El joven Sarabia asume como centro la “Necrópolis dentro de la Metrópolis”; cámara en mano, se sitúa en el mismo muro, el margen del principal cementerio de la capital, y desde esa ilusoria simetría fotografía las eventualidades de ambos lados: el sendero adosado de tumbas y la calle de los vivos. Hasta el punto en que el límite llega a ser irreal, de admisible apariencia. Desde varios puntos de la extensa muralla, bajo la luz del sol cortante o la noche plena, el fotógrafo atisba mundos de semblantes análogos.
Alfredo Sarabia Fajardo. 2006.
Múltiples resultan las apreciaciones de Reinaldo Cid sobre la muerte: iconoclastas los sentidos, exquisitas las facturas de sus piezas. Tres trabajos suyos afrontan el tema desde los estratos del significante: 180º de nada (2010-2012), Noche especular (2016) y Pendientes (2017).
En el primero, desde un lente “ojo de pez”, se modela la conjetura de la última visión del condenado a fusilamiento:cinco fotografías de óptica circular, sujetas por lo inasible, ejecutadas en el Complejo Histórico Militar Morro-Cabaña. En el segundo la acción se torna corpórea, aprehensible, al reproducir en impresiones por contacto el “dibujo” estampado por la descomposición de los cadáveres en los cristales de los féretros: paisajes abstractos de formación autógena, huellas de lo pútrido; al ser obtenidos tras la exhumación y el proceso de positivado, se truecan en inexactos paisajes de la nocturnidad.
De la serie 180 grados de Nada, 2010-2012. Reinaldo Cid.
En la última serie, una aldaba sobre paño negro ocupa toda la imagen. Recurso y motivo retratados in situ (Cementerio de Colón) con el más absoluto rigor, cual modelo en estudio, con la pausa del narrar analógico propio de este autor, en negativos de 120 mm. Aros de sepulcros, anotados en tipologías de una curiosa herrería que se descifra en toques de indicio al mundo de los difuntos: aviso de la presencia del visitante (es conocida la tradición de repicar aldabas cuando se visita una tumba), alteración del significante primario, alegóricos colgantes de la muerte. De las tumbas, se incauta aquí lo simbólicamente bello.
De la serie Pendientes, 2017. Reinaldo Cid.
Así de cuidada es también la fotografía de interiores de Leysis Quesada, con esa estética del color, esa mirada pictórica; con la manera directa de interpretar el objetivo y ese balance de luces y sombras que remite a la visualidad o la conformación de las escenas típica de los años 50. Sus interiores de las bóvedas, los detalles en ambientes íntimos, urden el angustioso diálogo con lo ausente. Vasos espirituales, flores yertas, fotos enmarcadas, venerados íconos, rostros de la tristeza, responden en su obra al evento cíclico de la partida.
Leysis Quesada. 2015.
Más allá de epitafios, criptas, ofrendas, esculturas, cruces y simbolismos están los sepultureros, ejecutores de la ceremonia final, tramitadores de las sombras. Misteriosos personajes trasmutados con los tiempos: ya no parecen los mismos obreros de azadones y sombrero de El cubano se ofrece. Ayash Basu, fotógrafo de origen indio que gusta de mirar a Cuba, publica este año la serie El cuidador de los difuntos. Su protagonista es “el hombre que domina los oscuros espacios”, el guardián de las catacumbas del insigne cementerio habanero. Su cámara va tras la persona que acomoda y cataloga las cajas de cemento donde habitan los huesos, las cápsulas de despojos dentro de una gran cápsula soterrada. Claroscuros bien cuidados acentúan el ambiente de quietud, penumbras que por momentos se quiebran por la próvida sonrisa del velador.
De la serie El cuidador de los difuntos, 2019. Ayash Basu.
Entre remolques y sospechas la muerte nos enmanta, silenciosa. Y esto sin hablar de enfermedades crecientes y de muertes cívicas en el plano macro, o de interpretaciones intensas en la fotografía construida en estudio, en el plano de los enunciados. Esperemos que el año próximo ponga más cascabeles a sus meses y se abrevien las preferencias de tan caprichosa dama.
Evelyn Sosa: “Quiero que me mires”
Más allá de caras lindas y actitudes consentidas ante el acecho del lente, las mujeres de Evelyn Sosa exponen una libertad sin turbaciones en un territorio doliente, de cultura patriarcal crónica. Al menos así parecen asomar, desde la imagen robada, las nuevas emprendedoras, gestoras, chicas independientes, dueñas de negocios y sonrisas infalibles.