El arte de no producir actualidad

La violencia es el denominador común principal entre dos eventos sociales fundamentales del siglo XX: la revolución y el totalitarismo. En Cuba se unifican ambos eventos tonificados por la violencia divina: la compuesta por la violencia revolucionaria y la represiva. El siguiente dossier, La violencia divina en torno al arte, da una vuelta de tuerca a la noción de violencia cultural de Johan Galtung, que consiste en utilizar aspectos de la cultura, o sea del condensado simbólico en cualquiera de sus tipificaciones, para legitimar la violencia estructural y justificar la directa. Cualquier efecto que emana de la misma resulta una condición sine qua non para comprender la Cuba contemporánea.

Henry Eric Hernández (ed).


Cuando en 1990 Ángel Delgado abrió el periódico y defecó en la inauguración de El objeto esculturado, última de aquellas exposiciones míticas celebradas a lo largo de los ochenta, estaba abriendo un espacio de violencia que podría ser pensado como doble, ya que la misma no solo “habla” de la escatología biocultural, tan bien estudiada por Florian Werner en La materia oscura, su estudio sobre la mierda y el devenir humano, sino de la escatología poder, la escatología que lanza un gobierno para asegurarse un lugar en ese más allá “revolucionario” que siempre exige, que siempre promete y desea.

Y si hablo de esa línea que se abre con Ángel, no es porque no sepa que antes de su performance no hayan existido otros eventos aislados que igualmente le hablaron al poder desde la skatós, desde la sangre u otros fluidos corporales…, pero La esperanza es lo último que se está perdiendo ―así se llamaba el performance de Delgado―: por su radicalidad, por su agón, por su política, por su simbología, por el castigo a que dio lugar y por su irrupción en el tiempo, no solo significó el fin de una era (la de las varias generaciones que confluyeron en los ochenta), sino el comienzo de otra. Menos central, es cierto. Pero a su vez más fuerte, más lúdica.

Lejos de ese “coso” light que pareció dominar a la plástica cubana posterior, a partir precisamente del éxodo de la mayoría de los artistas del momento y el ingreso a prisión de Ángel Delgado, y lejos de todo glamour, toda apariencia, toda aceptación. Lejos de las disímiles fuerzas que se interceptan ahora mismo en el gallinero cubano.

Una de las obras que alimentan esta línea (escatológica, contrapolicial, extensa y no mainstream) de la que hablo sería Una nación en pocas palabras (2015-16), de Jesús Hdez-Güero, por ejemplo.

Obra que como dice el mismo artista en conversación con Nathiam Vega, directora del museo Alejandro Otero, en Caracas, “consiste en mostrar las dieciséis páginas intervenidas de la Gaceta de Cuba, donde fue publicada la última edición de la Constitución Cubana del año 2003. De dichas páginas fueron eliminadas todas las palabras, dejando solamente los puntos, comas, acentos, guiones, y paréntesis; conformándose una composición abstracta, una constelación de signos, casi invisibles, en todo el papel. Concepto de una nación que ha sido descompletada, diría más bien ‘desconstituida’, y que quizás no podrá constituirse jamás”.

Desconstitución, para continuar con el acertado término de Hdez-Güero, desde donde el estado cubano reprime, encarcela o esclaviza a todo un pueblo, ya que lo que se supone es el cuerpo de ley máximo junto al Código Penal en el país, ha sido violentado desde dos de sus territorios más importantes, el de la relación benefactora con la ciudadanía (y su horizonte de posibilidades), y el de su puesta en práctica por el Estado totalitario, que convierte una constitución en sí ya injusta en un aparato absurdo, en una máquina de guerra subordinada al Partido.

Tal y como en algunos de sus artículos ha mostrado la politóloga Marlene Azor (véase por ejemplo “La legalidad y el nuevo proyecto de Constitución”) y tal como en esta pieza Hdez-Güero hace evidente al convertir la Constitución castrista en una performance ortográfica, es decir, en algo que no se puede leer, no se puede pensar, no se puede legislar, no se puede aplicar. 

¿No es justamente esta histerectomía, esta extirpación de lo legal, la única operación válida contra ese cuerpo (el de la Constitución, el del orden, el de la cabeza de los hermanos Castro) que no representa a nadie y ni siquiera habla a una ciudadanía que, entre otras cosas, necesita un mejor discurso nación, uno que por lo menos la represente en cuanto entidad civil y jurídica?

Seguro.

Y tanto es así que si intercambiáramos el vacío del que venimos hablando por lo lleno (lo lleno-ley, lo lleno-ideología) no cambiarían muchas cosas, procesalmente hablando.

Game of the Internet: la guerra de las redes sociales

Game of the Internet: la guerra de las redes sociales

Lesly Fonseca (Less)

No hay vuelta atrás: si usted no aparece en Google, no existe.

Como de manera muy particular subrayan Celia-Yunior y Henry Eric Hernández, con uno de los proyectos colaborativos más interesantes que han atravesado el arte cubano en los últimos años: Bendita prisión (2017-2019).

Un proyecto que a la misma vez que pone a girar varios videos (cápsulas donde se cruzan la historia, lo civil, lo carcelario, la memoria y lo cotidiano), desempolva dos documentos muy sintomáticos del imaginario represivo en Cuba: el Reglamento de los establecimientos penitenciarios (1964), folleto donde se perfila la disciplina y burocracia de los presidios que a partir del mismo año 1959 se multiplicaron por toda la isla, y De inadaptados sociales a: hombres útiles de la patria (1964), librito que, a diferencia del primero, habla de los reformatorios de menores, además de explicar cómo la Revolución combate a las “lacras sociales creadas por la vieja superestructura”, cómo las aplasta.

No está de más decir que este último folleto contiene una selección de textos o poemas patrióticos que los menores de estos centros debían aprender para mayor gloria de la castropatria.

Ideología que no solo olvida lo que se supone es el por qué de una Constitución: la separación del poder ejecutivo, legislativo y judicial, como es de sobra conocido, sino una serie de monumentos u objetos que por su valor histórico deberían estar bajo protección y no en fase de deterioro.

Fase muy bien mostrada, por cierto, por Celia-Yunior y Henry Eric Hernández en la intervención que realizaron de la Antigua Cárcel Real de la Villa de San Julián de los Güines para este proyecto, al desenterrar, históricamente hablando, el lugar-cárcel, y colocar a uno de sus costados una identificación lumínica de la misma con una reproducción del mismo presidio más los años en que operó como tal: desde 1856 hasta 1963, activando de esta manera no solo a la comunidad, su memoria, sino haciendo ver cómo el poder crea vacíos intencionales, cómo desactiva el relato nacional, cómo lo “blanquea”, cómo lo vacía, cómo lo estafa, cómo lo esconde.

Operación que Henry Eric ya venía desmembrando desde aquellos cortos de Sucedió en La Habana (2001-05), filmados junto a Dull Janiell en diferentes zonas de la capital, donde es precisamente el sujeto marginal el que reflexiona sobre el delito-poder, y que continúa junto a Celia-Yunior en Práctica cívica (proyecto al que pertenece Bendita prisión), al despolitizar varios espacios construidos por la ideología y contraponerlos a otra lectura.

Una más urbana, si se quiere.

Pero también más irónica, más conceptual, más burlesca.

Véase sino la sustracción de la placa conmemorativa de Colectivo de Tradición Heroica en una empresa abandonada de La Habana, edificio que sin el medallón no solo pierde su aura ideológica, esa que en apariencias solo el sacrificio llenaba, sino que se convierte en un homenaje al absurdo, al que estuvo y al que está, a la ruina.

¿Hay algo en el totalitarismo, más allá de la ideología, que haga que todo lo que toque se destruya, se carcoma, se derrita, muera?

La pintura hechizada de Noel Dobarganes

La pintura hechizada de Noel Dobarganes

Antonio Correa Iglesias

Noel Dobarganes revisita una tradición clásica con mirada oblicua, como quien transita entre dos aguas. 

Sándor Márai, quien se dio un tiro en California meses antes de que cayera la cortina de hierro en Hungría, diría que no. No existe en el totalitarismo ningún más allá. Ninguna sobrevida. Ningún horizonte.

Su perversión es la ideología misma, y de esa solo se sale a partir de la destrucción. La destrucción del sistema y la destrucción que impone el sistema, quien necesita mantener en “estática milagrosa” a toda una ciudadanía para hacer factible su “crimen” y lo que quizá podría pensarse como ideonepotismo.

Variante que, como bien saben los húngaros y la mayoría de los habitantes del bloque oriental, define muy bien a los que ostentan el poder ahora mismo o se insertan en posiciones económicamente privilegiadas después de haber sido, en su momento, cuando el brazo de hierro del padrecito Stalin señalaba el futuro, los más integrados, los más rectos, los que castigaban al otro por cualquier infracción u ocupaban altos cargos en los ministerios.

Para no hablar de los hijos, las hijas, los cuñados y los nietos del Gran Hermano, como ya ni siquiera se puede ocultar en la isla, devorada desde hace mucho por el implacable y corrupto Moloch.

Deglución que, metáforas aparte, donde mejor se ve es en los manicomios, en esos panópticos desquiciados que más allá de la psiquiatría, el poder se ve obligado a reproducir para eliminar a todo aquel que invierta el orden, que se enfrente a su Ley.

¿Recuerda alguien todavía aquel documental donde sale el comandante Eduardo Bernabé Ordaz, director vitalicio de la triste Mazorra (una de las instituciones militares más siniestras de la Revolución), hablando de la higiene y las bondades del manicomio mientras con unos guantes blancos tira maíz a unas gallinas? 

Pues yo no he dejado de pensar en esos guantes blancos desde que vi Diez días en Mazorra, la serie fotográfica que Damaris Betancourt hiciera en 1998, cuando junto a una “sombra vigilante” ―confiesa la misma artista hablando del “acompañante” que le asignaron para recorrer el lugar― hizo más de cien imágenes sobre la vida en el hospital psiquiátrico más longevo de Cuba.

Fotos que no solo muestran una realidad potemkin, lejos de áreas de castigos y electrochoques, sino que narran desde su blanco y negro, desde cierta pose, desde la tristeza (la de los ojos, la de la ropa, la de la boca torcida, la de la silla ergonómica), todo eso que pacientes e investigadores han denunciado alguna vez.

“La extinta Unión Soviética maximizó el abuso psiquiátrico sistemático”, dice Ramiro Argüello Hurtado, un psiquiatra nicaragüense que anduvo investigando alguna vez la relación entre ciencia y centros de castigo en la Isla, e “incluso se sacaron de la manga una ridícula categoría diagnóstica: esquizofrenia retardada. La categoría de marras fue creada ad hoc para serle aplicada a los desafectos al Estado totalitario comunista. Los cubanos han ido más allá al utilizar con soltura tres métodos pertenecientes al arsenal de la psiquiatría científica: electrochoques, químicos y medicamentos psicotrópicos”.

Espacios de punición a los que a la misma fotógrafa no dejaron acceder (imaginen lo que hubiera podido fotografiar DB si la dejan diez minutos sola en la sala de electrochoques), pero que de vez en cuando logran rebasar su secreto, como cuando murieron congelados veintisiete pacientes en 2010, suceso que puso en el candelero al despotismo castrista no solo por los muertos que salieron a flote, sino por lo desnutridos que se veían, por su mal estado físico. 

El video como espectáculo de la memoria

El video como espectáculo de la memoria

Carlos Gámez

La memoria que percibimos hoy está permeada de múltiples filtros informativos. Las imágenes se disuelven en una red de hipervínculos.

Mal estado que ―repito― intentaron escamotearle a la autora de Diez días en Mazorra en el momento que realizaba sus fotos y, sin embargo, más allá del guiñol de felicidad montado por el hospital cubano, su cámara (como si se tratara de un ruido de baja intensidad) capta.

Capta y devela.

¿No es exactamente ese ruido ―ese ruidito― el que en un esfuerzo más paródico intenta mostrar Khadis de la Rosa, otra artista cubana de la última promoción, en Frames (2012), una serie que aborda de manera directa la vigilancia, el catastro, el control político?

“Cada vez que De la Rosa se muda a un nuevo domicilio”, se lee en El Estornudo, en la excelente presentación que realizó de estas fotos, “se pone en marcha el engranaje: ‘conocer y evaluar la rutina’ de sus vecinos: ‘la dinámica del lugar’; no solo espiar: también (…) registrar y narrar, con la lente de mi cámara y mi libreta de notas, cualquier suceso y dato de interés”. 

Ritual, responde la misma artista, “que me ha acompañado a lo largo de estos años” y convierte a la serie en casi una telenovela, si pudiera existir alguna escrita por Robert Crumb, aunque con el ojo científico de Robbe-Grillet (el de La celosía y no el de sus aburridas películas).

Proceso que en el caso de Khadis remite a una cerradura, 

una ventana, 

una claraboya, 

un hueco. 

Un hueco desde donde todo se pueda vigilar y anotar…

Como si hablar, mirar, esperar, señalar, masticar, levantarse, abrir una puerta o correr fueran hechos sospechosos en sí mismos.

Subversivos.

“Vamos a implantar ―gritaba la noche del 28 de septiembre de 1960 Fidel Castro, dando pie a lo que la revista Bohemia apodó Operación Vecino―frente a las campañas de agresiones del imperialismo, un sistema de vigilancia colectiva revolucionaria, que todo el mundo sepa quién vive en la manzana, qué hace el que vive en la manzana y qué relaciones tuvo con la tiranía; y a qué se dedica; con quién se junta; en qué actividades anda. Porque si creen que van a poder enfrentarse con el pueblo, ¡tremendo chasco se van a llevar!, porque les implantamos un Comité de Vigilancia Revolucionaria en cada manzana…  para que el pueblo vigile, para que el pueblo observe, y para que vean que cuando la masa del pueblo se organiza, no hay imperialista, ni lacayo de los imperialistas, ni vendido a los imperialistas, ni instrumento de los imperialistas que pueda moverse”.

¿No es entonces esto lo que hace Khadis de la Rosa en Frames, implantar un Comité de Vigilancia Revolucionaria pero en tono paródico, llevando la contrainteligencia, la paranoia, la persecución, la psicosis a otro grado, uno cero, digamos; trivial; donde la vigilancia se desarme por sí misma porque no tiene en verdad nada que vigilar o denunciar, sino datos ridículos, cotidianos: placas de autos, marcas de bolso, horarios, gestos… Gestos que en esencia no le importan a nadie (ni a la policía casi), y transforman la orden totalitaria de aplastarlo todo en nada, en ferretería antipolítica?

“7: 20 a.m.
Fuera de ángulo de visión.
Individuo 1. Parece haber sacado el auto del garaje.
Vecina. Ocupación (ama de casa).
Conocida.
Establecen una conversación corta”.

Si estos apuntes de Khadis en los bordes de sus fotos devienen banales por asumir un procedimiento común a la inmensa cárcel en que el castrismo convirtió a la Isla, aunque eran de rigor ya en todo el bloque socialista, los apuntes (y los dibujos y los memes y la burla) de Maldito Menéndez en El Fifo & The machine time 1 & 2 (2015) ―este cómic tiene continuidad en El Fifo & The machine time 3. La infancia de Hipólito, aún no terminada―, artista sobre todo conocido por su actividad en ArteCalle a mitad de los ochenta, pero que después ha continuado levantando una obra que a veces ni siquiera parece obra ―en el sentido canónico que suele tener esta palabra en el mundo del arte―, vendrían a ser entonces la apoteosis total, la violencia contrahistórica y contrabiográfica.

Carlos Rodríguez Cárdenas y el arte redentor

Carlos Rodríguez Cárdenas y el arte redentor

François Vallée

El cuestionamiento de la práctica pictórica, la crítica de la sociedad y del régimen, hicieron de Carlos Rodríguez Cárdenas uno de los artistas líderes de la generación de los 80.

Y no solo lo digo porque el Comaandante (travestido bajo uno de sus motes, Fifo, contracción burlesca de Fidel) se embarque en una máquina del tiempo y decida visitar a José Martí en Dos ríos para salvarlo…

Un Martí “arrebatado” por el hachís y con ojos de faraón.

O socorrer a Camilo Cienfuegos, quien en un ataque de amistad le confiesa a Fifo que conoce su secreto: su relación bujarrónica con Juan Almeida en la Sierra Maestra y, por supuesto, lo que al principio eran buenas intenciones ―demostrarle a los “gusanos” y a las malas lenguas que no fue él, Fifo, el Gran Fifo, Fifo I, Don Fifo Sin Sombra, quién lo mandó a desaparecer― se convierte en un complicado ajedrez de tiempo, en una pregunta sobre la verdad y la caricatura. 

Sino, porque no hay nada más contrafáctico que desestructurar la Historia que el Estado y el Partido y los periódicos y los libros de texto escolares han secuestrado durante varias generaciones. (Historia que, por cierto, en la historieta de Menéndez solo avanza hacia atrás, gracias a cierto tic pavloviano del panóptico castrista).

Sin aceptar además ningún otro relato, por muy desacertado o paralelo que este fuese.

Por muy confundido que estuviera con respecto a la identidad, la república o el duopolio Estado-nación.

¿No ha sido este: el no aceptar, el censurar, el torturar, el secuestrar, el desterrar, el malversar…, la obra magna de un gobierno que durante demasiado tiempo ha devenido padre castigador de todo aquello que gira alrededor de lo cubano o incluso de las ideologías de izquierda en Latinoamérica y a grandes rasgos en Occidente?

Por desgracia sí.

Y digo desgracia porque soy de los que piensan que después necesitaremos el mismo tiempo, como mínimo, para borrar o superar esa grieta que el totalitarismo cubano ha causado en la “extensión” Cuba.

Una grieta tan pero tan profunda que ya ni siquiera parece una herida (en caso de que alguna vez lo haya sido).

Una grieta tan pero tan profunda que ya ni siquiera puede producir actualidad.

Joseph Beuys: cristificar el arte. Rafael Almanza. Artes Visuales.

Joseph Beuys: cristificar el arte

Rafael Almanza

Los críticos hablan de Joseph Beuys como un gran artista de la ‘performance’, un renovador de la escultura, una personalidad pintoresca, pero en modo alguno pueden tragarse su óptica, su manera de ver y vivir la realidad.