Beuys intentó todo el tiempo pasar por chamán. Pocos le creían. ¿Podían creerle? La función del chamán es curar, pero no podemos creer en la existencia o la necesidad de un chamán si ni siquiera creemos estar enfermos.
La principal función de Beuys como chamán cristiano fue irse curando a sí mismo. Al final, cerca de la muerte, declara al jesuita Mennekes que todo lo que ha hecho es plegarse al Movimiento de Cristo, a la Energía del Eros.
¿Podía haber hablado en estos términos antes? Tal vez no tenía la claridad o la decisión de hacerlo, pero también su voluntad de comunicarse y curar hubiera sido todavía más difícil.
Nada de eso importa. No hay que andar mencionado a Dios para lo que se hace en su espíritu; los que demasiado lo mientan, por lo general mienten. El fieltro, la grasa, la miel, la batería, todo lo que significaba en su obra calor de salvación, energía amorosa, venía de Cristo, de la Cruz Dividida, imposible de reunir para completar la imagen del hombre perfecto en un mundo desgarrado por la maldad. Venía también del Triángulo, imagen de la justicia que había heredado de la antroposofía de Rudolf Steiner, pero cuyo significado dentro de la teología cristiana no podía ignorar, puesto que era católico de origen.
Las crucifixiones de Beuys están entre las más convincentes del arte contemporáneo. Pero ese Movimiento que rige toda su Obra de Arte Total no es la del Crucificado, es la del Resucitado. Este hombre que ha sobrevivido a la muerte una y otra vez en el mayor conflicto bélico de la historia, y que tuvo que dejar morir en sí mismo la versión errónea de su legítimo amor patrio que le inculcó a su inocencia la barbarie fascista, estaba como resucitado en vida y necesitaba curarse de sus propias muertes y ayudar a curar a los otros, como una expiación y como un destino.
Era una idea de la época: su contemporáneo, el monje Thomas Merton, identificaba a los poetas como “dervishes locos de un secreto amor terapéutico”.
Monje del juego del arte, Beuys practicó esta terapia, para sí y para el prójimo. Tal vez se trataba de una predestinación. Pero lo increíble es que ese Movimiento, ese Impulso, esas Acciones Curativas, ese Arrebato del Eros realmente existió ante nosotros en el ateo siglo XX, como una metáfora de la Acción de Cristo Resucitado, de la presencia activa del Espíritu Santo en una época en que la santidad ha sido declarada innecesaria.
Beuys se curó de las insuficiencias del catecismo católico atendiendo al materialismo, y se curó del materialismo estudiando ciencias y haciendo arte. Veamos el proceso: hasta los dieciocho años, de 1921 a 1939, es el niño y el adolescente que ve el mundo como una gloria, colecciona y exhibe plantas y animales con sus amiguitos, se interesa por la música y hace una escapada al circo: ya se ocupa pues de la materia y de las personas, del arte y de la representación como acción.
Entre 1940 y 1945 participa voluntariamente de la fuerza aérea nazi como piloto, pelea en los dos frentes y recibe las mayores condecoraciones por ser derribado y herido. Al final de la guerra será encarcelado por poco tiempo. Este héroe fascista dice haber sido auxiliado en la Unión Soviética por unos tártaros, que le salvaron cubriéndole de grasa y fieltro: más tarde serán sus materiales emblemáticos.
La guerra en Oriente, Centro y Occidente le ha convertido paradójicamente, entre los diecinueve y los veinticuatro años, en el hombre euroasiático, pacífico, ancestral, universal.
Bienal fatalité
María de Lourdes Mariño Fernández
Fatalité es la única expresión que me viene a la mente cuando camino por las exposiciones, oficiales o no, de la XIII Bienal de La Habana.
De 1946 a 1948 estudia arte en la Academia de Düsseldorf, y también ciencia, filosofía y alquimia —y antroposofía, la línea de pensamiento creada por Rudolf Steiner unas décadas antes. A los veintisiete años todavía el brillante joven, retrasado en sus estudios pero también nutrido por la experiencia del nazismo y la guerra, no ha comenzado a crear. Empieza entre 1949 y 1955, en los que dibuja, graba y esculpe, entre otras imágenes, las del Cristo Crucificado, Triunfante y Resucitado, a la manera tradicional.
Tiene treinta y cuatro años y comprende que no ha hecho nada, que ese camino está agotado. Muchos críticos desprecian esas primeras obras, pero yo encuentro en ellas una ternura inusitada, una delicadeza que uno no espera en un hombre con esta historia, y que es más dulce que la de un Klee: plantas, animales, personas, los mismos soportes son tratados con suavidad amorosa.
A los treinta y cinco años cae en una crisis de depresión y es ingresado. Probablemente está viviendo su crucifixión personal, en el sentido que le confiaría al jesuita: “tienes que perder primero tu fe, lo mismo que Cristo perdió la suya por unos instantes, cuando estaba en la cruz”.
Sale de la depresión ayudado por sus amigos y se lanza a un segundo período creativo, entre 1957 y 1962, de los treinta y seis a los cuarenta y uno, durante el cual se casa y le nace un hijo, y a los cuarenta años goza de su primera exposición personal con catálogo: es la época de Fluxus, el grupo de artistas mayormente norteamericanos que atrapa a este provinciano de Düsseldorf con sus aires de desafío y novedad; pero lo decisivo que Beuys encuentra en Fluxus es el nacimiento del performance, que él llamará Aktions.
Pero estas Acciones no gustan a la gente de Fluxus, que las encuentran demasiado simbólicas, atrasadas, provincianas: Beuys siempre querrá ser un artista Fluxus, pero en vano: él no le simpatiza a la mayoría de los artistas de su tiempo.
Durante estos años, hasta finales de los cincuenta, la imagen de Cristo retorna pero ahora encajado como un profeta histórico y moral en una visión mitologizante y panteísta, que tampoco llega a satisfacerle. La solución la encuentra en las Acciones, en las que el impulso cristiano ocupa el lugar central. El problema artístico ha sido resuelto: no hay que representar a Cristo, sino actuar en el arte como un Cristo, para lo que hay que ampliar, nunca romper o superar, el concepto mismo de arte. El resto de su vida constituye ciertamente esa aventura.
De 1963 a 1966 es el período de las Aktions: en la llamada Sinfonía Siberiana usa por primera vez, a los cuarenta y dos años, grasa y fieltro. Le nace una hija y hace una primera versión de su malentendido Curso de Vida/Curso de la Obra, unos datos que no pueden ser comprendidos por los artistas y los críticos que separan la vida de la imagen. En este curso afirma que en 1966 al fin se ha encontrado a sí mismo: el año termina con la acción Manresa, donde Beuys se purifica y renueva para alcanzar la madurez a los cuarenta y cinco años.
De 1967 a 1970 está listo para unas acciones más amplias: surge su activismo político, en un desesperado y carismático esfuerzo por sanar a Alemania, a Europa, al mundo. En su cumpleaños cuarenta y seis proclama la fundación del Estado Libre y Democrático de Eurasia. Crea también el Partido de los Estudiantes Alemanes o Fluxus de la Zona Occidental. Surgen en este período las Vitrinas, en las que coloca, es decir, recupera, reordena y salva como en una urna funeraria, los objetos que ha usado en sus Acciones.
A los cincuenta años Beuys se siente menos dispuesto al derroche de energía de las Acciones —aunque este hombre perjudicado por la guerra estará autodestruyéndose todo el tiempo en un arrebato creativo y de pensamiento pocas veces visto en la historia del arte—, y de 1971 a 1980 disminuye sus Acciones a favor de las Conferencias, que a su vez generarán las Pizarras y los Ambientes.
En las Conferencias expone sus criterios a favor de una reorganización de la sociedad como una obra de arte: la Escultura Social, y las pizarras que le ayudan en la exposición de sus ideas son consideradas como obras en sí mismas —siguiendo al maestro Steiner, las pizarras de cuyas conferencias habían sido coleccionadas por sus discípulos—, o como elementos para los Ambientes, salas en las que agrupa objetos como una escultura habitable.
Participa en la fundación del Partido Verde alemán y luego se aparta de él. Crea y se incorpora a otras organizaciones sociales, que no acaban de convencerle. En su período final, de los sesenta a los sesenta y cuatro años, entre 1981 y 1986, Beuys prefiere el activismo político independiente, y crea Ambientes y exposiciones de inspiración explícitamente religiosa, en cuyo título resuelve ya su condición de discípulo de Steiner: Imagen del Hombre/Imagen de Cristo.
La antroposofía se ha develado como lo único que puede ser en Occidente: cristianismo. Pero al mismo tiempo Beuys ha hecho realidad, muchacho fiel, tal vez el único, la doctrina de la antroposofía, cumpliendo en su vida personal la investigación y el testimonio de las realidades divinas: ha realizado su semejanza posible con Cristo.
Este macho germánico prototípico, tan Cristo como el Durero ideal, muere de neumonía en su estudio de Düsseldorf a la inaceptable edad de sesenta y cuatro años. Se ha achicharrado en su propia Batería. Se ha cristificado.
“La muerte me mantiene despierto”, era uno de los lemas personales de un artista que tuvo que arriesgar la vida cuando empezaba a vivirla, y que sabía que la vivía por salvación. Eso es lo que significa el episodio o el mito de los tártaros: que el hombre salva al hombre, puede salvarlo, no por sí mismo, sino por una solidaridad tan inexplicable como inexorable, que está incluso en la grasa y el fieltro, en la materia misma.
“La muerte nos lleva el dedo por sobre el libro de la vida”, dijo otro José, Martí, nada menos que en su discurso político más famoso, y Beuys ejemplifica esta verdad, realizable para pocos, desde luego: mientras sus contemporáneos se lanzaban al culto de la vida terrenal como si fuera propia y eterna, Beuys tenía la evidencia contraria: la de la herida —Muestre su herida, es un título suyo—, y la de la necesidad de la sanación.
Ernesto Leal, o la disidencia creadora
El arte de Ernesto Leal actúa como un poder dentro del poder.
Por supuesto, los gozadores no le entendían; siguen sin entenderlo.
Los críticos hablan de Beuys como un gran artista del performance, como un renovador de la escultura, como el autor de esta o aquella obra resonante, como una personalidad social pintoresca, pero en modo alguno pueden tragarse su óptica, su manera de ver y vivir la realidad. Su Curso… es para ellos un chiste, una extravagancia, una payasada, porque, digamos, comienza con esta anotación: “1921, Exhibición de una herida cerrada con una curita” (traduzco de la versión al inglés que aparece en Joseph Beuys, Actions, Vitrines, Enviroments).
¿Podemos tomarnos en serio que el recién nacido ha hecho ya su primera exposición, y que sea esa? No, si uno cree que el artista es un adulto que hace arte adulto para adultos. Pero Beuys fue siempre un niño que no se rindió, un infante que, como Eliseo Diego, se batió todo el tiempo por su propia inocencia como la sabiduría máxima y única que necesitaba para vivir y crear. Esa primera entrada es de veras sobrecogedora, y Diego la hubiera envidiado: el niño expresa conciencia del sufrimiento y de la posibilidad de una salvación.
¿Fue el propio niño el herido? Debe tratarse, desde luego, de un recuerdo de sus padres; pero lo que importa es la voluntad del artista de señalarnos que su vida y su obra comienzan con la experiencia de la herida y de la curación, de que su expresión actual no se diferencia, no quiere diferenciarse, del grito, la sorpresa, el alivio del recién nacido frente a la herida de ser y la salvación posible.
A seguidas, Beuys sigue anotando como exhibiciones, es decir, como obras de arte, sus más notables juegos infantiles hasta los doce años (incluyendo lo que parece ser la iniciación sexual: “exhibición de conexión”), y entonces hay un salto enigmático y significativo hasta 1940, cuando ya es un adolescente de diecinueve, y anota las “exhibiciones” de un arsenal con tres amigos, y de unos aeropuertos.
La guerra es otra forma de juego para él: hay tres entradas, una de ellas dice: “Sebastopol, exhibición de mi amigo”. Lo interpreto como el derribo, ¿espectacular, mortal?, de unos de sus compañeros; las otras dos, como caídas suyas en Sebastopol en Crimea, y en Oranienburg en Alemania.
¿Cómo es posible pasar tan tranquilamente de unos juegos infantiles a unas terribles realidades de destrucción y muerte? La respuesta resulta evidente e insoportable: porque el sujeto es el mismo niño anterior.
En 1945 anota una “exhibición de frío”, y en 1946, una “exhibición cálida”. Puede tratarse de una alusión al clima de los duros años de posguerra, pero téngase en cuenta que en una entrada que parece corresponder a 1970 leemos: “Beuys asume la culpa por la nevada del 15 al 20 de febrero”.
¡Vaya manera de aceptar su puesto en el cosmos, para un iluminado como este! ¿Puede un cínico artista de hoy tomarse en serio semejantes tonterías? Pobrecitos ellos.
A partir de 1947 la mayoría de las entradas se relacionan con la actividad intelectual, pero incluyen también la de un Beuys trabajando en el campo o recuperándose de ese trabajo; incluso las de tipo intelectual revelan la mente distinta de este hombre, cuando en 1961 anota que ha añadido dos capítulos al Ulises, a petición de Joyce. Yo no tengo por qué estar demasiado seguro de que el humorista Joyce, muerto ya, no le haya pedido ese trabajo a Beuys.
La gente que lo rodeaba parece haber tenido la misma actitud, como cuando realizan con él un viaje imaginario a la ciudad de Manresa, en España, a fin de obtener una iluminación. Cómo no, es la posibilidad infinita de la poesía que defendiera Lezama, no apta para posmodernos y comebolas lúcidos.
El orfismo de Beuys: José Lezama Lima hubiese infartado con este contemporáneo suyo que verificó lo que él quería hacer con la poesía: la encarnación del espíritu en la materia.
No el músico, ni el poeta, sino, necesariamente, el artista plástico: Beuys ama la energía de la materia, sabe que él mismo es esa energía elevada a la categoría de espíritu, y ahora él, portador del calor del Espíritu, se inclina amorosamente sobre toda materia, natural o creada por el hombre, para hacerla participar de una significación que la salva.
Beuys hereda de la vanguardia la capacidad para usar cualquier material, incluso el más innoble, pero lo que le caracteriza es la gestión totalizadora, la suma de los objetos provenientes de los Reinos, Mineral (tierra, piedra, polvo, metales como el hierro, el cobre, el zinc), Vegetal (plantas, flores, semillas, ramas de árboles, madera, árboles vivos), Animal (liebre, ciervo, caballo, cisne, vivos o muertos, huesos de ratón, carne seca, excrementos, miel), y Humano (de origen: uñas y pelo, o de producción: grasa, fieltro, alimentos, objetos de uso diario, industriales y científicos, etc., pero sobre todo el cuerpo mismo del artista performático) —sobre la base de la Energía, de la Batería, de la Acción que los une y los proyecta hacia el Espíritu.
Mientras que el conceptualismo preconiza la eliminación o por lo menos la evaporación del elemento sensorial del arte a favor del concepto, el concepto de Beuys intensifica la percepción sensorial de los objetos modificados por el concepto, en un acto de humildad y de amor que rescata cualquier cosa existente, hermosa en sí o aparentemente fea, en aras de una significación espiritual.
La acción artística de Beuys no quiere ser pues una manipulación de los objetos del universo para el recreo artístico del hombre, sino un acto de curación, resignificación y salvación de todo cuanto existe. O lo que es lo mismo: Beuys tiene el descaro de igualarse a Cristo.
No en balde hizo chistes reveladores sobre Durero, y como han notado los críticos, si el renacentista se pinta como el Hombre Perfecto, Beuys se hace fotografiar también iconográficamente. Solo que Durero se muestra como un caballero artista, lujosamente ataviado y sentado como un monarca en su trono, mientras que la famosa foto de Beuys nos lo muestra con el ripio corriente del hombre contemporáneo, con su personal uniforme de pobreza —que en él era auténtico—, tal como él era, sin mejorarse ni explotar el carisma de su cara, y además no sentado: en movimiento.
La foto se titula, ya lo sabemos, La revolución somos nosotros. No él: cada uno de nosotros, no la revolución del nosotros: la de cada uno de nosotros, en movimiento permanente, en búsqueda y cambio continuos, evolucionando en forma consciente, revolucionando el universo con el espíritu.
Pero este espíritu, ¿es el Espíritu Santo? Piensen lo que quieran: hay que tener en cuenta que yo soy nazi, quiero decir, católico.
Para Beuys es el espíritu que está en la materia, que está en las plantas y en los animales, que habita en el hombre primitivo y que está en especial movimiento después de la Resurrección de Jesús, para que el arte reestructure la sociedad en la dirección del espíritu, convirtiendo a la sociedad misma en una Obra de Arte Total, más allá de un espectáculo wagneriano transitorio para entendidos o millonarios: una vivencia continua, diaria, de todo hombre reconciliado consigo mismo y con el ser, con la belleza de la vida como el esplendor de la verdad.
25 / 50. Un recorrido visual
Desde Ojos que te vieron ir… (1994) hasta Últimas fotos de mamá desnuda (Trabajo en progreso, 2017).
Esta Escultura Social arrastra al mismo tiempo a los animales, las plantas y el universo todo. Beuys podía explicarle un cuadro a una liebre muerta o declararse culpable de una nevada excesiva, pretendía que nuestra conciencia humana triunfante por Cristo tomara responsabilidad de todo lo que existe, asumiera la responsabilidad cósmica como su deber por derecho de coronación, o de cooperación.
Si semejante utopía se cumpliese, la República estaría al borde del Reino, estaría llamando al Reino de Dios para que venga. No importa que esta utopía no se cumpla jamás, porque el reino del arte, como el del espíritu, no es de este mundo, pero no por eso deja de ser poderosamente un reino en este mundo, y cada vez más lo es, puesto que sus miembros son cada vez más libres, más autónomos, más respetados y escuchados, y sus profetas salen de este mundo, como Beuys, coronados de espinas y también de la gloria de Dios y del hombre.
“Si es preciso soñar, soñar despierto”. Oh, qué despierto estaba Beuys en sus sueños, como si intentara cumplir, desde su experiencia de la muerte y de la vida, el maravilloso endecasílabo de Eliseo Diego.
Yo no comparto una parte del pensamiento social de Beuys, o al menos no lo comparto hasta ahora, pero de lo que no me queda duda es que nada de lo que pensó o propuso es una tontería o un dislate. Son cuestiones difíciles, pero él sabía, por sus estudios de ciencia, que ningún científico ha acertado totalmente en sus tesis, que Darwin es poco sin Mendel, y Mendel sin el descubrimiento del ADN, de manera que las propuestas de los iluminados del arte, los sueños de los artistas acerca de cómo debemos o podemos vivir tienen que ser tomados con cuidado, y no lanzado al basurero común de las utopías y los políticos.
Peor todavía es que muchas de sus propuestas, presentadas en un lenguaje convenientemente provocativo y a veces con la insuficiencia de expresión de un artista plástico que tiene que expresarse en un medio que no le es propio, se hayan desvirtuado hasta llegar al fraude y a la idiotez.
Veamos esa tan popular de que “todo hombre es un artista”, interpretada como que es posible sacar un escultor de la moza de la limpieza, para avalar a la gente sin talento que quiere pasar por un Beuys, pero con dinero del contribuyente. Beuys aclaró desde luego que se refería a la creatividad de cada ser humano, que incluía cualquier actividad, no solo la artística, y que podía y debía ser atendida y cultivada como solución de los problemas sociales.
Estoy en desacuerdo con la totalidad de este planteamiento: no todos los seres humanos tienen alguna creatividad, porque hay dementes y personas de capacidad muy disminuida que también son humanos, que hay que tener en cuenta y de los cuales no nos podemos ni debemos deshacer, porque nos exigen precisamente un grado sumo de creatividad moral, personal y social, que nos conviene. Creo que debe exhortarse y ayudar a cada hombre que pueda y quiera desarrollar sus creatividades, pero no me convence que ahí esté la felicidad para todos, ni la solución, ni siquiera una solución parcial, de los problemas sociales.
El hombre y la sociedad son mucho más variados y más complejos que estas propuestas. La creatividad hace felices a unos, a otros no; y en la lucha por la propia creatividad se puede hacer mucho mal a otros.
Como Marx, Beuys padecía de un narcisismo intelectual muy alemán. Pero a diferencia del filósofo devenido político, Beuys siempre fue un hombre del diálogo, de la inclusividad, de la posibilidad infinita. Sabía que, en ciencia, una hipótesis es ya un resultado.
Tampoco padecía de la soberbia marxista. Si algo me asombra en él es que esta tremenda personalidad alemana fuese un hombre tan modesto de veras. Ni siquiera intentó moverse de su provincia, mientras discutía con los jefes de Estado y se hacía famoso, a destiempo, en medio mundo.
En un documental lo vemos colaborando con los tipos del carnaval de Düsseldorf —comparado con un carnaval cubano, más bien un sepelio—, que se están burlando de una famosa obra suya. Para él, la libertad individual y la autodeterminación personal, indispensables, tenían que coincidir con la modestia. Vivía con modestia, él y su familia: con pobreza, en la RFA del milagro económico y el desenfreno consumista.
Tenía una confianza innata en los demás, como el niño que cavaba túneles con sus amiguitos o se iba a la guerra con ellos. Nada que ver con la soberbia teórica violenta, que le acosaba junto a sus conciudadanos desde el terrorismo de la Fracción del Ejército Rojo. “Durero”, dice una de sus obras, “yo mismo he conducido a Baader plus Meinhoff a través de Documenta V”.
El matrimonio de terroristas de ultraizquierda, suicidas luego en la cárcel, son llevados imaginariamente por Beuys para que vean la diversidad del arte contemporáneo, que quiere como ellos el mejoramiento del mundo, pero por la vía de la paz, de la creación y de la belleza. “Durero”, clama. Está llamando al alemán ideal, al artista ideal, a su maestro y a su igual, al discípulo de Cristo en el arte, como al que cumple con su padre. La obra es ese cartel enganchado en unos zapatitos de miseria.
Beuys no se cansa de mostrarnos en sus Acciones que para él, como le dijo al jesuita, en el principio era el Verbo, la Imagen en Acción. Goethe hubiese aplaudido. Lezama lo hubiese abrazado como un corolario vivo de sus teoremas.
Ningún artista contemporáneo, empeñado en la conquista de imágenes cada vez más sofisticadas, variadas, personales, distintas, tuvo esta audacia: la de abolir esas imágenes por la Imagen. Por eso prefiere como colores el gris o el pardo, que para el código tradicional resultan aburridos o tristes y que en él se convertían en la posibilidad infinita de la Imagen: no esta o aquella imagen concreta y hermosa, sino la que usted puede leer ahí, con su ojo interior, sin límites.
El ojo interior, lejos de abolir la sensorialidad, la enriquece y multiplica: herir la piedra y luego curarla con grasa: he ahí una reverencia profunda a la materia desde el espíritu. En esto también se opone al conceptualismo, pues el objeto o material en cuestión no es indiferente, su fealdad o belleza es resignificada en busca de una percepción sensorial más amplia, más intensa, más vívida que la proporcionada por el arte anterior: su estética de la fealdad y de las cosas recias es revitalizante, multiplicadora desde la Imagen que la signa.
Él mismo vivía en la Imagen todo el tiempo, por lo que da igual si el episodio de los tártaros fue real o no: él, como cualquier niño, no padece una dicotomía entre lo real y lo imaginario, sabe que la realidad sale de la imagen y que por lo tanto la imagen puede ser más poderosa que la realidad. En ese sentido era un verdadero chamán, un regalo de Dios en la época que inaugura la total reificación del ser, el descreimiento completo, el pragmatismo como única vocación, el mundo desencantado que rechazara Max Weber.
Como Picasso, Dalí o Warhol, Beuys pertenece a la estirpe de los artistas show, en la que el performance, la representación que constituye la persona del artista es una obra tan resonante, al menos para sus contemporáneos, como las obras mismas.
Picasso es el genio de la innovación constante y el compromiso con las izquierdas; Dalí, el del engaño permanente contra el mundo, sin más compromiso que consigo mismo; Warhol es el aceptador de la realidad como la encuentra, el frívolo comprometido con la miseria del oro, el falso contestatario que resulta verdadero a causa de aceptar la realidad de la falsedad como un destino. Pero Beuys no alardea de genio, no está ni en la izquierda ni en la derecha, confía en los demás como en sí mismo, y se declara activo ante la miseria del mundo en nombre de la Imagen.
Más notable aún fue que intentara pasar de unas experiencias personales de vida o creación, y de sanación en grupos, a la reivindicación de la Imagen como reconstructora de la realidad social. Mientras sus colegas se suman a la mecánica del arte de las sociedades en las que viven, haciendo lo que pueden o simplemente claudicando ante ellas, o sumándose con sinceridad o cinismo a los proyectos utópicos de unos políticos que los usan como propaganda, Beuys reclama el privilegio del artista para decir y hacer, para proponer y ordenar, para vivir con independencia la autoridad de la Imagen que está en él, al margen o en contra de cuanto se oponga a la Imagen.
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Cuando propone que el muro de Berlín sea elevado unos centímetros, para que tenga mejor proporción, el bando occidental se escandaliza (el otro, ni se entera). La contemplación del muro, desde el ojo interior de la Imagen, como una obra de arte, ¿no significaba abolirlo? ¿Qué muro sobrevive a la gloria de la Imagen?
Tuvo que darles esta explicación a los ciegos de Alemania, que por sordos se quedaron sin entender. Y de la misma forma que este hombre tan autodeterminado era modesto, así su crítica a uno u otro bando propone más bien una conciliación, un socialismo democrático y libre, no un capitalismo o un socialismo, una reconciliación de Oriente y Occidente en Eurasia.
A mi entender, el proyecto de Beuys iba más allá de un pacto o una convergencia de los sistemas sociales antagónicos, era otro orden de otro tipo, que trascendía sus posibilidades personales y tal vez la de la humanidad en nuestro período histórico, pero precisamente, su proyecto eurásico, su visión del hombre viajando de Novosibirsk a Palos de Moguer era una meditación histórica realmente válida, puesto que esa aventura de alguna manera ha ocurrido —aunque ciertamente no en uno de los trineos con fieltro de Beuys—, y esa visión está en una escala de milenios, como tiene que estar para un cultivador del arte del hombre, que dura tanto —y tan poco en la economía de la Creación— como eso.
Mientras que sus colegas están trabajando para unos manifiestos que duran meses y unos movimientos que duran años, condenado al arte a una caducidad que imita y compite con la de la tecnología, este señor se da el lujo de sentirse un contemporáneo de los pintores de Altamira.
Pero, ¿es que un artista puede mirar el arte de otra manera? Después que él lo hizo, parece evidente.
¿Quién no tiene el derecho, quién no está obligado a ser un hombre, a ser el hombre, a ser eurásico, africásico, afriurasiamericoceánico?
El interés del arte occidental contemporáneo por el arte o las religiones primitivas está superado en la actitud de Beuys de sentirse él mismo un hombre ancestral, pero un hombre ancestral hoy, actuando hoy como él, como un hombre ancestral, como un productor de civilización, es decir, de símbolos. Toda su obra única es eso.
En el siglo XX solo Saint John Perse tuvo una visión pareja, desde la poesía: el propio seudónimo, San Juan Persa, conciliaba el Oriente y el Occidente: pero el poeta no tiene el privilegio de Beuys de crear objetos de civilización, signados.
La existencia de la poesía de Perse es sin embargo una prueba de la necesidad y de la autenticidad de la visión de Beuys: la hazaña única del hombre sobre el planeta y con el planeta, con las lluvias, con las nieves, con los mares, con las sequías, con el universo. Perse y Beuys son la anunciación del hombre global, cósmico, que está a las puertas hoy, al final del proceso de mundialización del mundo.
Perse no propone, se dedica a cantar la majestad del suceso, desde dentro del suceso porque él mismo era un político, o más bien un empleado de la política, y conocía los límites de la política; pero también y por lo tanto con una cierta distancia. Beuys, que se dedica al activismo político pero no es sino un hombre cívico, se atreve a proponer desde Cristo, y la exigencia y la escala de su visión nos invita a tomar, con la modestia que él defendía y vivía, esas propuestas.
Examinémoslas con cuidado, estudiémoslas. La historia, que hemos creído dominar y proyectar, nos sorprende con los más inesperados cambios de rumbo. El interminable escepticismo postmoderno parece ya sepultado en su propio hielo. Nadie podrá siquiera afirmar que lo que nos resulta inaceptable ahora no pueda entusiasmar a los hombres del futuro. Las profecías han existido siempre, y dicen que suelen cumplirse.
Lo peor para los enemigos de Beuys es que enfrentan un profeta arduo, por doméstico. No se le puede acusar del vicio del púlpito, de pontificar desde la altura.
Perse era un ciudadano aristocrático, cantaba la majestad de la aventura humana desde la cumbre de su poderío poético personal; como diplomático de la República Francesa había tratado de evitar la Segunda Guerra, en la que fue perseguido y condenado al exilio y en la que perdió una parte de su obra: le gustaba la equitación y la vida exquisita. El alemán, soldado de esa guerra, trabajador de la penosa posguerra, vivió siempre como un hombre del pueblo, aunque a contrapelo de la voluntad consumista de su pueblo, innecesaria para quien se vivencia todos los días como el hombre creador universal; y habló siempre como uno más, como uno de su familia y de su casa, como amigo de sus amigos: eso sí, sin recortarse.
¿Puede verse la vida individual, diaria, como una obra de arte y vivir todos los días creando, creándose? Beuys demuestra que sí, es decir, que él sí podía.
En el documental lo vemos cocinando para su familia como un acto de creación. ¿Cómo es posible ese escándalo? Viviendo como un niño. Mirándolo todo desde el punto de vista de la inocencia, es decir, del amor.
Por eso Beuys se entendía muy bien con los animales y muy mal con sus contemporáneos, especialmente con los norteamericanos, un país que ha inculturado desde su puritanismo original la desconfianza por la inocencia, la adultez de la culpa y la culpa de la adultez; por eso se entiende con el coyote yanqui y canta en público contra el presidente Reagan.
“Si miras bien”, decía Eliseo Diego: y eso es lo que propone Beuys para sus obras, para su Obra: un ojo interior que le da sentido a las cosas. Le puso una piedra a cada uno de sus siete mil robles, para que el alemán viera al árbol como lo que es, como lo que puede ser para nosotros: un monumento. Nos exigió que miráramos cada cosa, cada hora nuestra, con nuestro ojo interior, que casi todos disfrutamos.
Nada que ver con la espantosa consigna de los minimalistas —que no en balde le combatían y le odiaban—, de que “lo que usted ve es lo que usted ve” en la obra de arte, una creación sin símbolo, sin alegoría, sin metáfora, sin sugerencia, sin trascendencia: un producto que no puede trascender la experiencia sensorial, una cosita autolimitada, un mundo sin más realidad que la ausencia voluntaria de realidad, puesto que el símbolo, la alegoría, la metáfora residen ya de forma indeleble en nuestro ojo interior, y no hay manera de abolirlos.
Beuys, en cambio, nos sugiere ver el todo del amor en todo, el juego de ver viéndose y de verse viendo. Lo que se ve es el Árbol de las Imágenes. Cada obra de Beuys presenta un descubrimiento, una hazaña virtual, un tono distinto, muy a menudo doliente, desgarrado; también gracioso, jubiloso, brillante; siempre con un don de claridad, de fuerza y de orden, pero en una variación constante y una opulencia que no se niega nada, y que a la vez está centrada en ese Movimiento del Eros que parte de su propio cuerpo y conforma la Obra Total.
Estamos lejos de haber investigado y asimilado, de haber visto esa exuberancia. Hay un azar y un orden en esa proliferación de imágenes, hay un vértigo en ese movimiento continuo, hay una conversación permanente con el prójimo y con Dios, hay el artista que representa al hombre paradigmático en un agon, un combate por el esplendor de la verdad.
Todas las dimensiones del juego que he estudiado en Eliseo Diego, las encuentro en Beuys, como también esa mirada del niño, que ve el paraíso en las cosas. Pero Diego tiene una continua sensación de pérdida: el paraíso se ha perdido y solo podemos recuperarlo metafóricamente, nombrando las cosas del mundo.
Beuys, criado en una familia católica como el poeta cubano, conoce esa doctrina, pero él es un agonista, no un elegíaco, él se opone con toda su inveterada inocencia a la maldad del mundo, a la pérdida del paraíso, y propone que lo reconquistemos con alegría, mediante la lucha de cada uno por desplegar su propia creatividad. Beuys, como buen alemán, es un dialéctico: le interesa el uno de la Visión, el dos de la Lucha, el tres de la Solución.
La mayor de las derrotas de Hitler ha sido tal vez que un muchacho ideal supuestamente suyo, un adolescente heroico que arriesgara la vida por la patria en una guerra infame, acabara siendo un héroe de la paz, un constructor del paraíso mediante la modestia y el diálogo, la gracia y la amistad: partidario de su lucha, sí, guerrero vitalicio, pero de la batalla del calor, de la Energía, de la Batería del Amor, en medio del hielo euroasiático. Ningún artista tuvo nunca un concepto tan elevado de su arte, del arte; y él generó ese concepto y además lo vivió como un desafío de humildad.
Enemigo del capitalismo como de cualquier forma de totalitarismo, Beuys se quedaba sin partido, como no fuese el que fundó con sus discípulos y sus animales. ¿Le hacía falta otro?
Al final no habrá logrado el paraíso posible sobre la tierra, no habrá obtenido la República que reclame el Reino, ni siquiera habrá visto a sus hermanos del arte moverse un ápice en esa dirección, pero habrá erigido el Palacio Real de su mente, iluminado, como San Ignacio de Loyola en Manresa, por su fabuloso juego agónico, donde resplandece esta verdad simplísima: nosotros somos el paraíso, el paraíso está ya en nosotros.
Venga, Resucitado, a nosotros Tu Reino.
El primer yuma que me pagó en La Habana
Nelson González se fue de su país cuando los venezolanos aún no emigraban en hordas, como ahora.