Cae la noche. Repica en el asfalto el ardor de cama de un joven excitadamente colérico. Anda y le quema su cuerpo rabioso, sus ganas que, con la pinga casi erecta, olfatean distante un beat sincopado, insensato, morboso. Llegan a su deseo imágenes de cuerpos sudados que se escurren, se restriegan, se salpican la libido y sus orgiásticos modos de intentar singar, de venirse, de sentir y sentirse.
Todos bailan, todos beben, todos sueltan las manos más allá de lo formalmente adecuado. Todos, o tal vez algunos, juegan a deshacer límites, a componer nuevas formas de entenderse, a perseguir la satisfacción, la validación, las sábanas, o simplemente, a tratar de eyacular.
Este pudiera ser el retrato más o menos acertado de cotidianidades nocturnas para un amplísimo sector de la juventud cubana en la actualidad.
Saben de ritmos que prometen desbordes, situaciones íntimas entre la multitud y el baile, de momentos prestos a despertar la voracidad carnal, la voluntad ardiente de cuerpos húmedos que, entre roces, apretones y siluetas provocativas, seducen y subvierten la significación de un producto musical, consiguiéndolo como máquina incitadora, promiscua, pecaminosa; catalizadora de lo visceral y lo caótico.
Es prácticamente imposible desligar al reguetón[1] del sexo, de la histeria genital provocada por un meneo de caderas o el crecimiento del bulto en la entrepierna, del vapor de tetas inquietas, de las nalgas rebotando, de las andanzas de la lengua.
Nada palidece, ni nadie escandaliza luego de un coqueteo bien puto cuando tienes el sostén sonoro, la energía de un género relatado desde el ansia de hacer chocar las pieles y dar forma explícita y musical a los afanes del cuerpo.
Para la narrativa conservadora de un país colonizado como Cuba, el sexo, la sexualidad y sus matices son un tabú enraizado en las diversas estructuras mediáticas, ya sea como medio de moralización de sectores preteridos o fórmula de manipulación mercantil.
Tal fenómeno consiente modelos de segregación cultural y estigmatización creativa, así como estandarizaciones de grupos sociales mal mirados desde el monóculo hegemónico. De esta forma se marginan discursos estéticos encaminados a relatar la sexualidad desde zonas antagónicas al tratamiento floreado y pudoroso, pues lo relatan desde la cercanía y la correlación directa con la esencia de su medio.
Mucho se intenta deslegitimar al reparto, por ejemplo. Mucho se promueven desde múltiples medios y espacios, ya sean estatales o paraestatales, campañas de blanqueamiento y purificación estética. Los márgenes elitistas de nuestro país trazan su discurso en base a la supuesta pérdida de valores, de respeto social, de educación. Enarbolan su retórica antivulgar, sus mandamientos morales, su alta jerarquía, sus postulados de exclusión y violencia factual/simbólica sobre cuerpos e identidades culturales incompatibles con su dogmatismo.
Intentos ejemplificantes, con pie en la censura o en la crítica hedionda de ciertos academicistas, han puesto en innumerables ocasiones la mira de sus fusiles en el pálpito carnal del reparto. Han moralizado su soltura, sus pocos prejuicios verbales, su libertad expresiva, donde las palabras no pueden alejarse de los dictados del placer mediante metáforas deficientes. La claridad del verbo legitima los mandamientos del sexo. Lo ornamental es una pose que para singar no funciona.
Ariadna Estévez anotaría que “está muy de moda manifestarse contra el mal gusto del género musical del reggaetón, […] la crítica a este género abiertamente sexual está plagada de falacias, que un prejuicio sobre la sexualidad esconde un prejuicio de clase. Recientemente a raíz de mis clases he reflexionado que en realidad es lo contrario: un prejuicio de clase esconde lo real: la negación de la sexualidad de las mujeres”.[2]
Tal aseveración conduce el análisis hacia la represión descrita por Foucault en su Historia de la sexualidad. Sobre el papel supeditado a género, raza y clase que jugó el acto sexual como medio exclusivamente reproductivo dentro de las lógicas coloniales, nada rechazadas por la contemporaneidad.
El sexo por placer, sobre todo en casos extra o posmatrimoniales, significó —y en cierto grado significa— un privilegio, dado que en un entramado social inquisidor del coito como necesidad espiritual humana, solo desde estatus legitimados por las estructuras hegemónicas, la libertad sexual no es sancionada.
En cambio, los múltiples cuestionamientos en torno a la libre explotación de placeres corpóreos, que las narrativas conservadoras enarbolan, sitúan al sexo por placer como inmoral y deleznable. Desde esta óptica, expresiones orgánicas como el reguetón o el reparto, medios asidos a discursos abiertamente sexualizados y sexualizantes, no representan más que una afrenta a su moral parametrada y un mal social, síntoma de la pérdida de valores o del auge de la vulgaridad; conceptos que, de más está decir, son constructos con fines de exclusión y subordinación.
Por otra parte, más adelante en el artículo mencionado, Estévez señalaría que “la crítica al reggaetón es el inconsciente de clase hablando por las buenas conciencias que dicen que el reggaetón es odioso porque cosifica a las mujeres, pero el argumento de fondo es uno de raza y clase que va dirigido a lo que es muy evidente en ese género: el deseo sexual. No hay nada de más mal gusto [dentro de las lógicas hegemónicas] que mujeres diciendo que sí al sexo. Es la represión clasista del deseo”.[3]
Aquí es válido detenerse en la reproducción de los distintos enfoques de violencia que conducen estos géneros, consecuencia de la situación de vulnerabilidad en que se hallan, si tomamos como referencia las hegemonías culturales. Aunque no es secreta la instrumentalización del reguetón por parte de grandes industrias capitalistas, las que acomodan los discursos y finalidades estéticas a imposiciones del mercado, sustrayendo la sinceridad y organicidad de los productos.
Los preceptos clasistas que intentan enjuiciar estos géneros como dañinos para el orden, bienestar y las buenas costumbres de la sociedad, transitan plagados de dictados excluyentes que por siglos fueron impuestos a las clases populares, las mujeres, las personas negras y la clase obrera. Cargan el acento colonial que empobreció, explotó, sustrajo libertades y que hoy, colocándose una risible máscara de bondad, desentona con otra herramienta. Así moraliza expresiones viscerales y auténticas, nacidas del ingenio y el deseo carnal de una mayoría.
Tanto el reparto como el reguetón son plataformas que amplifican, en gran medida, la esencia de una generalidad popular para quienes el sexo es savia liberadora y no medio que propicie la vergüenza o el escarnio. Negar la espontaneidad sexual como elemento de bienestar y armonía es negar la sinceridad de los deseos humanos.
La libertad corporal propuesta en sellos musicales de este tipo, que va desde dejar las suelas bailando, hasta el reconocimiento de muchos cuerpos como sujetos sexuales que desean y son deseados, no debe ser reconocida como terapia de la sexualidad o teorización vacua sobre el hedonismo, sino como expresión sincera, en correlación con un contexto donde provocar la eyaculación de una pinga tibia, el estremecimiento de piernas que trae consigo el squirt, la apertura de labios, la penetración, los chupones o las mamadas, es parte de una dinámica cultural mayor, donde singar, sudados a pleno mediodía, significa satisfacción, nunca humillación.
Para el contexto cubano, el discurrir contrahegemónico que, desde diferentes productos, propone la no moralización del sexo como placer, así como la liberación y normalización de un discurso frontal y desprejuiciado, es herramienta necesaria de descolonización, así como para hacer frente al orden dogmático instituido y a las jerarquías blanqueadas y obsoletas que pretenden discursar sobre la sexualidad, sentadas en presupuestos que por siglos tienen enclaustrados al sexo como tarea secundaria de análisis y tratamiento.
El sexo es más que un medio de reproducción o mercantilización, como quieren hacer verlas élites conservadoras y mediáticas; el sexo es un espacio de intercambio cultural, de comunidad y bienestar, tanto corpóreo como psicológico. Descolonizar las concepciones en torno a la actividad sexual es tarea que se impone y, quiérase o no, expresiones artísticas como el reparto lo consiguen, al tiempo que lo hacen desde el lenguaje sincero de su gente, desde la organicidad que abunda en las expresiones populares.
El reparto, desde temas como Sexo (Chocolate feat. Chacal & Yakarta), pasando por Búmbata y ya (El Yonki) o Kimba pa que suene (Iré Omá), hasta Zinghame (Chocolate MC feat. El Chulo) o Manguera (Bebeshito), por citar algunos pocos ejemplos, ha sabido relatar la idiosincrasia sexual de una mayoría para quienes los estándares hegemónicos de colonización/moralización sexual, que no toleran la sinceridad de los cuerpos, no representan sino una chealdad inconexa con su medio social, su morbo y sus genitales.
© Imagen de portada: Adrián Socorro.
Notas:
[1] Cuando hablo de reguetón hablo también del reparto y viceversa, a fin de cuentas, ambos juegan el mismo papel dentro del fenómeno descrito.
[2] “Feminismo heteropop, Madonna y reggaeton. Ya basta de tener que ser las malas feministas”. Replicante.
[3] Ídem.
Tiradera de esencia y conciencia (Pauta I)
El reparto es una consecuencia del orden estructural cubano, dada la verticalidad existente entre las funciones internas de su dinámica social y sus poderes hegemónicos.
Tiradera de esencia y conciencia (Pauta II)
Poco saben, quienes sostienen la narrativa de la alta cultura como única alternativa, qué pinga es en plena adolescencia escaparle al rugido de las tripas, mientras te aprendes el último pasillo que se pegó.