Oleaje de la memoria (V y final)

 

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En el número doble 16-17 (Primavera-Verano de 2000) de la revista Encuentro, el narrador y ensayista José Prats Sariol dio a conocer el texto con que iba a presentar, en La Habana, mi libro Los dientes del dragón, volumen donde reuní ensayos sobre Vladimir Nabokov, James Joyce, J. K. Huysmans, Samuel Beckett y el vínculo de Ezequiel Vieta con la obra de Miguel de Unamuno.

Prats aclara en una nota al pie: “Estas palabras fueron escritas para ser leídas en la presentación del libro el 16 de diciembre de 1999, en el Palacio del Segundo Cabo, sede del Instituto Cubano del Libro. Las autoridades oficiales objetaron mi presencia y se decidió suspender el acto”. Al final de la nota hay tres puntos suspensivos.

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Hay cinco escritores cubanos muy dispares que, a lo largo del tiempo, han tenido contacto con mis libros y me han permitido, no sin generosidad, comprender o descubrir algunas cosas: Miguel Collazo, Beatriz Maggi, José Prats Sariol, Jorge Enrique Lage y Rogelio Riverón. A ellos les agradezco pequeños y grandes atisbos y el estar al tanto de ciertos detalles. Prats escribió aquel texto (preciso, clarificador, hijo de una lectura atenta, seria) y lo tituló “Garrandés y el dragón”.

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Antes de eso, cierto día, en la embajada de España, recibí una llamada de Daniel García, el entonces director de la editorial Letras Cubanas. El mismo que, tiempo atrás, cuando yo era el jefe de la redacción de narrativa, me había advertido que él no iba a hacer mi trabajo.

Me llamaba con la encomienda de comunicarme que, para el Instituto Cubano del Libro, Prats Sariol era persona non grata. Que su presencia allí no era bienvenida. Y que yo debía pensar en otro presentador. “Mi presentador es él y por supuesto que no voy a cambiarlo”, recuerdo que le dije. “¿Y entonces el libro?”, preguntó Daniel García. “Olvídense del libro, no se presenta y ya”, contesté.

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“Pienso que los tiempos están cambiando”, dijo Mick Jagger en el concierto habanero de The Rolling Stones. Pero hay cosas que no cambian. Ciertos hechos que siguen doliendo, por ejemplo. Por otro lado, en aquella época había una gran coherencia entre las opiniones y las decisiones de las autoridades oficiales.

Desde la presidencia (ocupada por Omar González) del Instituto Cubano del Libro circuló, a fines de 1997 o inicios de 1998, la afirmación de que yo navegaba por aguas turbias. O muy turbias. En el contexto del pensamiento oficial, un escritor “no confiable” es un escritor turbio. Y un escritor que renuncia a dirigir un proyecto editorial importante y se va a trabajar con españoles y (durante unos meses) en una embajada, claro que era un escritor turbio.

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¿Dirían lo mismo de Prats Sariol, con quien yo tenía una relación más bien familiar y muy profesional, y hablaba de Huxley, Borges, Lezama Lima y Virginia Woolf? Fue él quien me prestó la edición de Tusquets, prologada por Guillermo Cabrera Infante, de Contra natura (À rebours, con una traducción sin paños tibios del título), de J. K. Huysmans, novela que siempre me acompaña.

Sigo haciéndome las mismas preguntas que me hice entonces. ¿Era Prats Sariol acaso un malhechor? No. ¿Se había pronunciado contra su país, la cultura de su país? No. ¿Había agredido a la nación? No. Pero se atrevió (supongo que imperdonablemente) a disentir, a recordar los años de proscripción de José Lezama Lima, y ser amigo del poeta Raúl Rivero, quien poco después sufriría el horror inexcusable de la cárcel. Y, claro, su presencia no fue bienvenida en el Instituto Cubano del Libro.

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Recuerdo que en el año 2000 organicé (ya no era tan solo aquel bibliotecario del Centro Cultural de España, pues más bien emprendía algunas actividades sin dejar de cumplir con mis horarios como referencista), con Prats Sariol, César López y otros escritores, un panel sobre Lezama Lima para celebrar su 90 cumpleaños. Fue un encuentro discreto, sin jolgorio ni gran cantidad de público, pero eficaz. Lo titulé “90 años con Lezama Lima”.

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A los pocos meses, con conferencias sobre arte, lecturas diversas, presentaciones de libros y proyección comentada de varias películas, alcancé a desarrollar las que dieron en llamarse Jornadas de Cultura y Erotismo, que se extendieron por espacio de una semana. Y así, poco a poco, fui distanciándome de mis labores en la biblioteca.

Mientras estuve allí, cumpliendo con horarios rígidos que después se flexibilizaron notablemente (lo cual vino a ser el signo anticipador de mi desaparición, la seña tras la cual me invitaron cordialmente a desaparecer de allí), escribía mucho y acumulé bastante material narrativo que dio como resultado dos libros: Cibersade, un conjunto de piezas largas en forma de instalaciones, y la novela Fake, sobre un Lord Byron que renace en la impostura vital (y, claro, literaria).

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Para escribir Fake tuve que revisar una cantidad francamente enorme de libros sobre arte, pues quise narrativizar más de la mitad de la acción con figuras y figuraciones específicas de la historia de la pintura europea. En ese sentido, todas las referencias iban engrosando buena parte de las notas al pie que tiene la novela (147 notas a pie de páginas, de acuerdo con la edición más reciente, hecha por Hypermedia Ediciones en 2016). Y usé los fondos (abundantes y serios) de la biblioteca. Y, entre lecturas muy dispersas que bordeaban lo caótico, a mis manos fue a dar una nueva edición de Un oficio del siglo XX, el indispensable repertorio de críticas de cine de Guillermo Cabrera Infante.

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Mi programa de trabajo se reducía entonces a la divulgación de novedades como una forma de promover la lectura de libros significativos, y dado que La muerte de un ciclista (1955), de Juan Antonio Bardem, es la película española (creo que la única, si no me equivoco) que aparece en el libro, decidí presentar esa edición y reactualizar, con su proyección comentada, un clásico del cine español. El presentador general sería Rufo Caballero.

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Pero algo ocurrió. Cabrera Infante había vuelto a pronunciarse, me dijeron, en contra del gobierno cubano. Yo, por mi parte, había despachado numerosas invitaciones electrónicas y había impreso otras que dejé en la Asociación de Escritores de la UNEAC. Y una tarde, sudoroso y disgustado, José María Rodríguez Coso, el consejero de cultura, se presentó en la biblioteca y me dijo que tenía que suspender la presentación, cancelar las invitaciones, dar marcha atrás y olvidarme de todo el asunto de Cabrera Infante. El embajador lo había reprendido. ¿Cómo era aquello de que un escritor organizaba algo a sus espaldas y, de paso, ponía en peligro ciertas cosas?

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Fue el principio del fin. Tras promover dos o tres actividades más, y luego de la célebre Cabalgata (así llamada) de los Reyes Magos, prescindieron de mis servicios.

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Cierto día, no mucho después de aquellos hechos, recibí (mera posdata) una citación de la policía. Al acudir a la estación me hicieron pasar a una oficina y me informaron que se me había puesto una multa (2000 pesos) por trabajar, sin la autorización correspondiente, en una institución extranjera.

Días después pagué la multa en un local ruinoso de la Calzada de Diez de Octubre (“en la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte, donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo”… ¡polvo, hollín, basurales, derrumbes!) y me fui a casa. A escribir. Y publiqué Cibersade en 2002. Fake ganó ese mismo año el premio “La Llama Doble” de novela erótica y apareció en 2003.

Estaba en mi cuarto, casi a solas con mi trabajo, en compañía de mi familia, dentro de una rutina silenciosa. Un libro de Robert Graves aguardaba por mí: Good-Bye to All That, memorias muy tempranas (llenas de estupor y aflicción, pero también de regocijo) cuyo título no dejaba de parecerme providencial.

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