El voyeur sí participa: posporno, cotidianidad y sexo virtual


© Fotografía de Omar Sanz a propósito de esta columna, 2023.


Pensar en la relación que existe entre el emplazamiento del yo y la libertad del yo. 

El emplazamiento como construcción privada, íntima (a room of one’s own: Virginia Woolf) para derrotar al infortunio y la desdicha. La libertad como resultado de esa construcción, cuyas puertas se cierran y abren cuando necesitas y/o quieres hacerlo.

El emplazamiento en la virtualidad tecnológica del sexo. Y, según los acuerdos, la libertad de “ejercer” el sexo como quieres, cuando quieres, con quien quieres.

No sé si te he contado que tuve sexo virtual con una embarazada de 8 meses y medio”. La frase suena y resuena. Y no es que resuene solo en mi cabeza, sino que también lo hace en la cabeza de otras personas: lectorxs y oyentes. 

Hace tiempo llegué al punto en que mi vida real y la literatura se han convertido en el anverso de una moneda cuyo reverso es mi vida irreal y esa literatura que no desmerece de sí —de su telos— ni se estropea cuando se mezcla con la meditación.

En la descripción hay cierta forma de contar, así como en la narración hay cierta forma de pensar.

No tienes idea de cuánto me gustaría que una mujer embarazada se ajustara a un plan de rebelión y pusiera en su vagina un espéculo para exhibir luego su desnudez como un relato antiporno: la historia de una vulva y de un tramo vaginal que despide/segrega/excreta belleza sentimental no negociable, y que es ajena a la belleza estetizante convencional de la imagen pornográfica.

La libertad de ‘ejercer’ el sexo como quieres, cuando quieres, con quien quieres.

Con el propósito de confirmar lo que ya sospechábamos, J, K y yo (soy L) nos reunimos en la antesala de la sección del hospital donde J debe/ha decidido hacerse una regulación menstrual o un legrado —ignoro si es este procedimiento o el otro. 

El ámbito donde estamos difiere mucho del que/de los que solemos ocupar, como inquilinos muy habituales, cuando tenemos eso que se llama “sexo virtual”.

Tenemos un grupo de WhatsApp. Se llama “La Familia”. El nombre anterior era “El abecé del placer”, pero se confundía mucho con el canal en YouTube de un ginecobstetra mexicano. 

Fue creado por K hace un año. Han sido muy pocas las ocasiones en que hemos tenido invitados. Cumplidas sus funciones, K se encarga de expulsarlos para mantener nuestra intimidad y nuestras simetrías. 

Salvo por el detalle de las mucosas/los tegumentos tangibles en El Otro, para mí se trata de un mundo muy alejado de lo que J denomina “colmar y calmar mis deseos”. 

J es muy lúcida. Vamos a hacer una prueba y de paso la acompañamos en esa siniestra aventura donde un médico metería la mano en su vagina y haría cosas indescriptibles de tan espantosas. 

Nuestros teléfonos están cargados al 100 por ciento y listos. Ignoro, por el momento, si K o yo mismo tendríamos la actitud y el deseo adecuados para introducirnos subrepticiamente en semejante escenario y filmar el proceso, caso de que el médico y la enfermera acepten negociar.

Pero —ya se sabe— hay una pornografía —amables paredes impolutas y silenciosas— donde figura el close-up ginecológico y el fisting involuntario. 

Tuve sexo virtual con una embarazada de 8 meses y medio.

¿Todo alcanzaría allí, en cuanto a J, a circunvalar una manipulación gore? Sin duda. 

¿En verdad nos gustaría registrar lo que va a ocurrir? No lo sé. 

En la testificación de esa realidad virtualizada y altamente clínica, hay una dosis de horror. Y el voyeur —lo diré tantas veces como me sea posible— sí participa.

De Santiago de Cuba me llega un extraño mensaje de un tal Brendan. Dice que es patólogo de una USM y me pregunta si queremos —lo ha dicho claramente en plural— hacer algo con muertos o muertas jóvenes. 

El mensaje me llena de horror —en especial, porque ignoro cómo adquirió mi número y supo de nosotros. Sin embargo, sé muy bien que la piel recién muerta, como órgano para la escritura, adquiere un grado de estetización sublime. 

Le pregunto, sin aguardar por respuesta alguna, si absolutamente todos los cuerpos son reclamados. Tarda en contestar. “No todos”, escribe. 

Le he enviado estos primeros párrafos a J, a ver qué me dice, y asegura que es un buen inicio. “Pero no teorices tanto, mijo”, objeta. 

Dulce María Loynaz me dijo que la muerte es la única realidad comprobable”, respondo. “No jodas, ¿tú conociste a esa señora?”, pregunta. 

Reenvío lo escrito a K y un momento después recibo una brevísima y entusiasmada contestación: “¡Eso!”. 

Vuelvo a la antesala y me acomodo sonriente en uno de los butacones. Imagino, en la futuridad, la creciente barriguita de J como si esto nunca hubiera ocurrido… y se lo comento. 

Un médico metería la mano en su vagina y haría cosas indescriptibles de tan espantosas.

Me observa socarrona y aburrida. Sabe muy bien que las embarazadas son mi debilidad más tierna y enjundiosa. “Sí, conocí a Dulce María Loynaz —contesto al fin—. Hubo un tiempo en que nos escribíamos cartas”.

Llevamos ya un año practicando sexo virtual al por mayor, esta es tan solo la tercera vez que nos encontramos físicamente. Las cosas en persona salen mejor o peor. 

Ellos dicen que no están seguros por dos motivos: 1) ya habían constituido una pareja en estado de convivencia; 2) yo soy un poco mayor y me ven como un magister ludi

Esto último equivale a decir, en concreto, que en términos virtuales mi presencia es muy recomendable y bienvenida, no tanto así en la realidad de la materia lúbrica. Ellos rondan los 30 años. Yo paso de los 50. 

El mundo de la comunicación sexual está lleno de palabras e imágenes, en especial si, en un paisaje de conocimiento mutuo y rizomático, las palabras y las imágenes se articulan bien. De modo que unas veces sean las palabras las que prevalezcan y otras veces las imágenes, pero sin menoscabo de “eso” que está sucediendo en las pantallas de los teléfonos. 

Por otra parte, no es menos cierto que ser bueno con la lengua equivale a poder encender el hielo cuando una imagen no alcanza. De cierto modo soy, pues, más virtual que real.

Lo más interesante es la transposición. Pero antes de explicar a qué me refiero, deberé decir que lo que usualmente ocurre entre nosotros ocurre no solo en las pantallas, sino además en nuestros cuerpos. 

Entre el sexo virtual y yo hay una bisagra bien aceitada: el morbo.

A ver, entiéndanme, no estoy merodeando por lugares comunes: en primer lugar, el estatuto de la compañía es inefable y corredizo, y, en segundo lugar, los orgasmos no son ya —y eso hay que tenerlo bien en cuenta— la meta anhelada. 

En un encuentro sexual virtual los orgasmos pueden hallarse al inicio, en el medio y —en honor a la tradición— al final.

Como ya he insinuado, toda virtualidad sexual encierra un grado equis de transposición. La transposición tiene que ver con el obvio componente ficcional de la memoria y con la modelación —entre los hechos y la ficción, entre la pobre verdad de los hechos y la rica verdad de esa ficción que brota de ellos— de la experiencia. 

Cuando miras videos pornográficos, ¿tu excitación se origina en lo que ves, en lo que ves y recuerdas, en lo que ves y quisiste/pudiste haber hecho en/con aquello que recuerdas, o en lo que ves y querrías hacer en el futuro? (Polonius: What do you read, my Lord? Hamlet:Words, words, words.)

Realizadas en tiempo real, las videollamadas que incluyen sexting (oral, no escrito) disfrutan de una lucidez que las otras —eso que aluden los jovencitos de ahora con la frase “folleteo mudo”— no poseen. Pero como J, K y yo estábamos donde estábamos —yo sentado frente a ellos, insisto—, resultaba poco menos que imposible no solo hablar —a no ser en voz muy baja—, sino sobre todo meternos mano delante de las cámaras de nuestros teléfonos.

La lengua equivale a poder encender el hielo cuando una imagen no alcanza.

Rendidos bajo semejante imposibilidad, optamos por hacer, según K, “pausas materialistas”. (K es un artesano del lenguaje: lee ciertos textos de Guillermo Cabrera Infante acariciándose el bulto de sus numerosas erecciones por encima de la ropa.) 

Estas pausas consistían en visitar a J en el baño con el mayor de los sigilos. Allí íbamos haciendo, por turnos, ciertas cosas. La idea germina cuando J anuncia que necesita orinar. Entre el sexo virtual y yo hay una bisagra bien aceitada: el morbo. 

Devotos, a ratos, del emparejamiento sexoafectivo, J y K me escogieron precisamente por eso. El morbo, y más en la virtualidad, es lenguaje. Es lengua. Ambos coinciden en afirmar que soy bueno con la lengua, como he apuntado. Agregaré que conocen la parte salaz de mis libros.

Lo más importante, lo más misterioso, lo que en verdad movía el pensamiento, era el hecho de que en la articulación de las visitas al baño con los mensajes de texto y las fotos —la mayoría viejas— y las videollamadas de J mostrando su masturbación, sentada en la taza, con toda su maleza/malicia expandida, se creaba una tierra-de-nadie-del-sexo. 

Ya no sabíamos si era virtual o si era real, si es que esas nociones mantenían su pedigrí. Fueron varios los mensajes de audio que les envié a ambos. Mensajes susurrados mientras olía la hermosa babaza de J ya seca en mis dedos.

Hubo un instante en que K y yo coincidimos apretujados, por 2 o 3 minutos, junto a J. El baño estaba milagrosamente desierto, aunque podíamos ser sorprendidos. 

La fragancia del semen de K persistía en la boca de J. Ella me lo inyectaba durante un beso rápido, casi abstracto, tras lo cual yo me volvía hacia K y lisonjeaba su glande. 

Eso que aluden los jovencitos de ahora con la frase ‘folleteo mudo’.

Cuando salimos de allí y regresamos a la sala de espera, J se puso unos auriculares y cerró los ojos. Tardó 2 o 3 canciones en abrirlos. Nos miró. “Vámonos de este lugar, invítenme a tomar helado”, dijo. 

Había decidido cuidar de su gravidez —la pesantez terrestre desde donde la Gracia se impulsa— y parir a su bebé.

En cuanto a este complicado asunto, que conecta tan bien con las cepas de mis fetiches, ¿podré manifestarlo polimórficamente en palabras, dentro del sexo virtual, durante el tiempo que a J le tome leer La gravedad y la gracia, de Simone Weil?

La activación más realista de eso que llamamos la inmediatez del presente del sexo se produce, curiosamente, en su pasado, en su memoria, su reminiscencia. A no ser por su efímera manifestación dentro del presente, todo sexo es virtual.

Al observar nuestro tangible/intangible emplazamiento y calibrar nuestra libertad, tuve la impresión de que, en un futuro más o menos mediato, ingresaremos en algún capítulo cripto-cultural del porno insular. 

Si así fuera, no habría forma de calmar nuestro goce ni de contener la cascada de mis pensamientos. En definitiva, yo tornaba a confirmar que es el lenguaje (la lengua) el principio dinámico de todo eso y, asimismo, su desenlace, su ceniza. Ya no recobraré mi paz, es innegable, pero sí una porción de mis certidumbres.




Enzzo Hernández

Enzzo Hernández y la arqueología poética

Ray Veiro

“Comencé a escribir para conjurar algo a lo que no sabía cómo dirigirme”.