Eran las tres de la tarde en La Habana y me encontraba en un solar de Los Sitios, Centro Habana, recogiendo mis maletas con ayuda de dos amigas. Tenía prisa y no pensaba con claridad qué ropa llevar y cuál dejar, sabiendo que las prendas restantes nunca volverían a mí. Era un viaje diferente. El billete de regreso no pensaba utilizarlo.
En la terraza del hotel Inglaterra me esperaban amistades para despedirse. El teléfono no paraba de sonar: llamadas y mensajes entrantes de mi madre, que estaba en Guyana; mi abuela en Hialeah; más amistades al pendiente. Entre el agobio, un mensaje de un número no registrado advirtiéndome que quedaba “poco tiempo para hablar”.
Yo no quería hablar con nadie más, menos con desconocidos. Solo quería tomar mi vuelo e irme. Por primera vez me sentí inseguro en mi casa, que había comprado año y medio antes, con el esfuerzo de mi trabajo como periodista para la prensa independiente durante cuatro años.
De nuevo el teléfono, antes de salir de casa. Otro mensaje de número desconocido: “Saludos, creo que todavía hay tiempo, la decisión es tuya”.
No podía existir nada más angustiante para despedirme de Cuba que seguir con el acoso de la Seguridad del Estado. Estaban decididos a no dejarme en paz, a no dejarme ir. Era una probabilidad.
Pero yo los ignoraba, siguiendo adelante con mis propósitos. Llamé al taxista que tenía previsto me llevara al aeropuerto:
—Por favor, recójame en el hotel Inglaterra. Lo estaré esperando.
Fue imposible mantener la calma, estaba más agitado que de costumbre. Mis amistades reían, discutían, recordaban momentos, y yo fingía estar a tono con la situación para no ser aguafiestas. Pero mi expresión corporal decía más.
Por momentos, los pensamientos se iban en otra dirección o quedaban completamente en blanco; aunque si veía a la gente riendo, también reía. En medio de conversaciones random, que no recuerdo, soltaba alguna de mis terribles frases de yutubereza para disimular.
Le pedí a Lisbeth, una amiga, que me acompañara al aeropuerto, cuando el taxi estaba por llegar. No me sentía capaz de ir solo. Necesitaba una persona que entendiera cómo me sentía y me diera aliento en ese momento de turbulencias.
No dejaba mucho atrás. La mayoría de mi familia estaba en el extranjero. Hasta mi casa había vendido. No tenía a dónde regresar en caso de no poder viajar. Pero escapar de la realidad nunca fue tan fácil.
En el aeropuerto me interceptó un oficial de la Aduana. Me pidió que lo acompañara y dejara a mi amiga en el andén de chequeo de equipajes y boletos. Dos oficiales de la contrainteligencia me estaban esperando en un pequeño cuarto en el segundo piso del aeropuerto.
—Hola, Nelson. Te dijimos que no te íbamos a dejar ir tan fácil. No has cumplido con ninguna de nuestras peticiones como para nosotros dejarte ir después de todo el daño que nos hiciste.
La Seguridad del Estado sabía que tenía intenciones de salir del país de manera definitiva con destino a Europa, en un vuelo a Serbia, para ser más específico. Durante tres años pesó sobre mí una prohibición de salida del país, popularmente conocida como “regulación”, de la cual me enteré cuando intenté abordar un vuelo a Colombia el 2 de diciembre de 2019.
Pero desde que la Seguridad del Estado supo de mis intenciones de abandonar el país, me puso como condición entregar un video grabado por ellos mismos donde hablara de mi trabajo en los medios independientes, qué tipo de trabajo realizaba, el salario y el vínculo de estos medios con ONGs y organizaciones que reciben beneficios del gobierno de Estados Unidos. También me pidieron renunciar públicamente a mi trabajo en los medios, a lo que yo terminé accediendo un mes antes de mi vuelo.
Lo hice público en mis redes sociales, pero no accedí para irme del país. Lo hice porque estaba sufriendo un trastorno físico debido a la presión a la que había sido sometido en los últimos meses. No podía más. Necesitaba detener de alguna manera tantos interrogatorios, arrestos, golpes. ¡Qué ingenuo fui!
—Al final renunciaste a trabajar en los medios, pero eso no me queda del todo claro —dijo uno de los tenientes—. Ahora, para que nosotros levantemos la restricción y te puedas ir, debes hacer el video o perderás el vuelo.
Me mantuve firme en mi decisión de no hacerlo.
—Entonces aquí esperamos hasta que tu vuelo se vaya. Tienes una hora y media antes de que cierren el chequeo.
En ese momento, un silencio rotundo se apoderó de la habitación. Ellos no hablaron mucho. Yo tenía mi cabeza baja y tampoco hablé. Por momentos tenían conversaciones breves entre ellos, sin sentido aparente, más allá de romper el silencio, que supuse también les era incómodo. Traté de tomar control de mi respiración para concentrarme y mantener la calma. La ansiedad crecía.
—Nelson, piensa bien lo que estás haciendo. Es tu última oportunidad. Después de esto, no queda más que esperar a que entre en vigor el nuevo Código Penal en diciembre y tenemos todo para meterte preso.
No era la primera vez que escuchaba esa frase, se repetía en cada interrogatorio, cada semana. Se había convertido en una especie de ataque hacia todos los periodistas, activistas independientes; contrarrevolucionarios todos. Terminar privados de nuestra libertad, con condenas de entre cinco y diez años por dar a conocer la realidad del país y hacer reclamos para un cambio social y político.
Mis pensamientos no paraban. Antes de llegar al aeropuerto había dejado instrucciones precisas a mi amiga de poner en alarma a todos nuestros contactos en caso de que me interceptaran allí. Pensaba en mi mamá y en mi hermana embarazada que estaban en Guyana. ¿Adónde regresar si mi vuelo se iba? ¿Cómo sería mi vida en lo adelante habiendo renunciado a mi trabajo? ¿Cuánto más sería capaz de resistir?
—En el video solo diré quién soy, los medios para los que trabajaba y que estoy de acuerdo con no vincularme con el tema Cuba desde el extranjero.
Enseguida montaron una cámara profesional sin trípode, sosteniéndola con las manos, y conectaron un micrófono de balita que engancharon a mi sudadera.
Comencé a hablar después de que dieran la orden de acción. Mi tono de voz había cambiado. Antes de empezar, me preguntaron si había bebido. La verdad que ni una gota, pero mi comportamiento era el de una persona drogada. Mirada imprecisa, tono de voz bajo, poca movilidad corporal. El mindfulnessno había resultado cómo esperaba.
“Me llamo Nelson Julio Álvarez Mairata, tengo 25 años y trabajo para la prensa independiente”. Así comenzó mi video.
Apenas terminé de decir mi compromiso de “no vincularme nuevamente con la prensa independiente y el activismo desde el extranjero”, comencé a temblar. Primero era un temblor interno, que pensé podía controlar, hasta que el teniente dijo:
—Ese video era totalmente innecesario.
Al principio no entendí. Creí que no estaba usando bien la palabra y tampoco me atrevía a preguntar. Quería salir de ese lugar lo antes posible, sin hacer algo que pudiera dilatar ese momento. Salir del país o a Villa Marista, pero salir.
Era demasiado tarde para mis nervios. Mis temblores se hicieron visibles y también mi falta de oxígeno, no podía respirar con normalidad. Salían lágrimas de mis ojos. Ellos, quizás, se asustaron y de inmediato dijeron:
—Todo terminó, Nelson. Cálmate.
Fui al baño, me eché agua en la cara y creo que fue peor. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Lloré con más fuerza, con desesperación y rabia.
—Cálmate, Nelson. Todo terminó. Te puedes ir.
El oficial de la Aduana me entregó mi pasaporte y bajé las escaleras hasta encontrar a Lisbeth en el andén de chequeo. La abracé fuerte y ella a mí. No hizo falta que le contara mucho, ella imaginó lo que había pasado.
—Lisbeth, les tuve que hacer el video.
—Cálmate, Nelson. Salgamos a fumar.
Mientras fumábamos, seguí temblando, tenía mucha incertidumbre. Tomé todo el dinero que me quedaba en pesos cubanos, unos cuatrocientos, quizás, y se los di a Lisbeth. Si podía pasar por Migración, mi esperanza de regresar a Cuba ya no existiría, hasta que el gobierno fuera otro. Ver nuevamente a la familia que me queda en el país, a mis amigos, era cada vez más lejano.
Lisbeth no pudo acompañarme hasta Migración por políticas del aeropuerto. Pero lo hizo el primer teniente Roberto, que durante los últimos meses me había torturado en cada interrogatorio.
Estaba pendiente a distancia, no se acercó mucho, incluso mientras hicieron la verificación de mis datos en la garita de Migración.
Y si había logrado bajar dos rayas a mis nervios, estuvieron a punto de desbordarse de nuevo cuando mi pasaporte saltó una alarma y Migración no me dejó pasar. El chico de la garita me hizo esperar a un lado, en lo que otro oficial de Migración verificaba mis datos en un cuarto al fondo de la sala. Miré desconcertado a Roberto, que estaba al final del pasillo.
Después de 20 minutos de tortura, volvieron con mi pasaporte y me dejaron pasar. No miré atrás. Sabía que estaba Roberto observando mis pasos. Ya no estaba Lisbeth, no estaba mi familia, no estaba Nelson el periodista.
Una hora y media más tarde, la última imagen que tengo de Cuba son unas cuantas selfis que tomé para mi madre, a bordo de mi vuelo en Condor, con destino a Frankfurt, Alemania, donde pedí protección internacional bajo el Acuerdo de Dublín.
No estás obligado a decir de qué color es tu sexo
Disidencia que se ha tornado carnaval, agenda política, una nueva forma de homogeneidad a la que es más fácil controlar.