Reproducir aquellas fiestas, citar a los participantes, es convocar a los fantasmas. La mayoría se han ido. Otros andan silenciados. Vuelven los días y las noches, la irresponsabilidad, las borracheras.
Nos deleitábamos con Marcello, no el de la belleza delicada de Mastroianni, pero atrayente para cualquiera. Todas las chicas querían llevarse el gato al agua, cuando lo conocían. Tirarlo contra el colchón, como se dice vulgarmente.
Era el organizador de las fiestas, encantador y de gran labia. Comedor de libros, el ratón de biblioteca podía recitar de memoria el monólogo de Hamlet, sin equivocarse.
También poseía esa rara colección de discos de Chopin, interpretados por el pianista y actor Oscar Levant.
No había sitios en su apartamento donde no hubiera libros, volúmenes y revistas atiborrados, hasta en la repisa del baño. Aclaro que no se usaban como papel higiénico, sino para no perder el tiempo en la normal y evacuadora intimidad.
Se buscaba un espacio, prestado o alquilado. Después, los más pudientes se encargarían de proveer comida y bebidas. Los pichones de pinchos, los vástagos de estrellitas opacas, aportaban el groso de los víveres. No había que preocuparse, eso estaba resuelto.
Añado, como dato curioso, que las ninfas del barrio eran las invitadas de honor, prestas a amenizar, a mover la carne trémula, y a vaciarle los bolsillos al que se le pusiera delante.
Las agraciadas vivían inmersas en la dulce vida. Una vida disipada y feliz. Aunque no se puede negar que aportaban sus sacos de arena para que sus familias no sufrieran, en los mismos años de siempre: los del hambre crónica.
Desde la cuna, todos hemos sido marcados, estigmatizados, diríamos. Quizás, un designio divino nos puso a prueba, como discípulos de Hércules, con sus doce trabajos, pero multiplicándose con los años.
Pepito y yo, amigos de las acompañantes, servíamos, básicamente, de floreros. No queríamos vernos envueltos en disputas con ellas. Nadie podía hacerles sombra en sus conquistas. Por lo que mi ropa tendía a ser muy masculinizada: pantalón ancho, camisa y un par de tenis.
Nada sexy que despertara los apetitos; un verdadero enmascaramiento de atributos. A pesar de tal estalaje, algunos se ponían zorrear conmigo, pero yo tenía novio y estaba enamorada.
Ay, la verdadera, dolce vita, Evocamos, otra vez, la escena de la película de Fellini. La que todo el mundo conoce, por H o por B. Muchos no han experimentado la cinta fino alla fine, con sus tres horas de duración. Sin embargo, han visto la famosa escena o el cartel.
El contexto es Roma, la ciudad y sus vapores, ese nimbo viviente que nos lleva por los recovecos de sus callejuelas misteriosas, pobladas de personajes que aparecen y desaparecen. También recorremos los barrios marginales, ausentes de la vetusta arquitectura.
Anita Ekberg se mete en la Fontana di Trevi. Con ese vestido negro y sus senos al borde del escote, casi enseña aureolas y pezones. Su blancura y los cabellos platino. Melena ondulada, suelta. Luego, empapada. Como su cuerpo.
El chapoteo en el agua, su voz llamando a Marcello, que huía del agua fría como el diablo del agua bendita. Como sufrió el pobre, a pesar de que tenía doble capa de traje, pues el agua estaba helada, además de asquerosa. Así que se fue a un bar y tomó una botella de vodka para poder resistir.
Entonces él, arrobado (borracho en realidad) ante la magia de la fémina en el agua, tocándola sin tocarla, tímido por su inquietante belleza, hecha para la masturbación de los hombres. No era más que una Marilyn sueca, pero sin la dulzura de Norma Jean. Noche trascendental para el periodista y la actriz.
Alejados de esos años, también quisimos recrearla.
Fuimos en comitiva, a media noche, a la Fuente de la Juventud, en La Habana. La diosa rubia era Odalys, una ninfa subyugante, de ojos leonados, no muy alta. Sin embargo, de pecho prominente y blancura de alabastro.
El vestido negro, largo y ceñido, semejaba al de la diva. A diferencia de la otra fuente, el agua era tibia y limpísima. Nuestro Marcello se metió vestido sin problemas.
Fue un ratico, no muy largo. Alrededor, el público (nosotros) aplaudía y coreaba “Viva La dolce vita”, “Abajo el cine cubano”.
Nos encantaba la sofisticación, la decadencia de los reyes de la madrugada, los que se emborrachaban hasta caerse de cabeza. Ellos se vestían elegantes, y después hacían un streep tease que duraba la madrugada entera.
El clásico es puro hedonismo, sexo, lujo y banalidad. Miseria, hipocresía, escándalos, suicidios, falsas apariciones religiosas…, liderados por la desfachatez de un periodismo insulso.
Toda una gama de pecados. Para la iglesia, sería el colmo de la inmoralidad. Se alertaba a los fieles a no ver La vita oscena.
En Cuba, cosa rara, el ICAIC sí la estrenó. Fue todo un éxito, con largas colas en los cines. Desde luego, hubo un periodista, de los dogmáticos, que le echó con el rayo, porque no reflejaba los valores morales de los revolucionarios.
La burguesía era un mal que no rimaba con la ideología, ni con los ideólogos censores. No se puede obviar la estética del arte, en pos de unos ideales con camisa de fuerza.
La dolce…, con sus siete episodios, alienta modernidad. Los sucesos son acumulativos y avanzan, aunque no lo parezcan. Sobre todo, eso se nota en las reuniones entre amigos. La transformación de Marcello Rubini, primero como cronista de la jet set, y finalmente convertido en publicista. El sueño de ser escritor se ha ido por la cloaca.
Hay similitudes entre las fiestas.
Una de las últimas, se hizo en la casa de Osvaldo. Un pelele, un mimado que provocó polémica en el grupo. Él había dejado la universidad en primer año. Entonces, por una influencia, le consiguieron una carrera en las artes. Si bien no era bueno ni destacaba, lo metieron a estudiar en una institución cultural de renombre. No diré cual.
Allí, en su apartamento de lujo, sin mamá y papá, que andaban por Varadero, se hicieron travesuras. Se sirvió abundante comida, incluso canapés de mariscos y pastelería fina.
Había barra abierta, cerveza, vino, y hasta whisky. Las chicas estaban contentas porque esa noche no tenían que ir a cazar en los hoteles.
Entretanto, avanzaba la putería legal con invitados foráneos, muy olorosos ellos a perfumes franceses. Carlitos se esmeró con la música. Eligió muchísimo pop, Madonna, Billy Joel, Michael Jackson y Olivia Newton John. Nos imaginamos en Xanadú, en ese país milagroso donde todos son millonarios.
A las doce campanadas, salió Cenicienta. Llevaba un vestido negro con una túnica transparente encima, dejando entrever un hombro desnudo. El maquillaje, bastante discreto. Llamaba la atención la peluca castaña de pelo rizado y con brillanticos.
Por otro lado, iba calzada con unos Manolos originales, que le quedaban un poco pequeños. Y la mujer, o lo que fuera, hacía unos ademanes muy extraños, moviendo con suavidad coordinada los brazos y las manos.
¿Quién era?
Al principio, no logramos identificar al personaje. Su rostro se daba un aire, un no sé qué, a la estrella de Sunset Boulevard. Después, cuando comenzó el acto de desnudarse, nos dimos cuenta de que era el niño bien, pero travestido.
Le encantaba ser un fetiche para los mirones. Ahí tuvo sus quince minutos de fama, de los que hablaba Andy Warhol.
Nos reímos hasta dolernos la panza. Las aventuras no tenían fin.
Pamela se metió borracha en la bañera llena de agua y empezó a llamar a los demás para compartirla, aunque fuera con un pie o una mano, porque evidentemente en esa estrechez no cabía tanta gente.
Una pareja se coló en la habitación de los padres de Osvaldo y se vistieron de ellos. Luego aparecieron en la sala para dar la sorpresa. Y ese fue el comienzo del baile.
Hubo intercambio de atuendos y el desfile resultó burlesco, como los personajes de La dolce vitadesfilando por el ruinoso palazzo, y escondiéndose en espacios con ecos. A diferencia de nosotros, que nos escondíamos en la terraza o en la cocina, jugando a los ocultamientos.
Ya era de día cuando abrí los ojos. Tenía puesto el vestido negro de Osvi y había cogido de almohada la camisa de un francés. No veía mis zapatos por ningún lado, hasta que los encontré en la bañera, enchumbados en agua, junto a tres botellas vacías.
Me despedí de todos en silencio. Después de ese fiestón, se hicieron dos o tres más. Hasta que se extinguieron.
Adiós, fiestas. Adiós a todos los que participaron. Quizás no nos volvamos a encontrar.
Ahora solo queda la película, restituida y reestrenada en 2010, sin cortes. También el glamour de una época y el halo de un país de cartón.
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