‘Crowdrunning’ (monje que arde)

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Para Ahmel Echevarría.

Un escritor debería hundirse en el lago, tranquilo y fresco, de cierto conocimiento: el lago capaz de hacerle saber a las claras que, en algún momento de su andadura, si vive en un país como Cuba, deberá arder como un monje rociado (autorrociado) con gasolina especial, que combustiona bien y rápido a pesar de todo.

Esto no deja de indicar que el monje es un guerrero.

Gasolina eficaz, volátil y fragante. No como esas municiones de pacotilla que un día vi disfuncionar en un depósito de armas corroídas por la humedad y el tedio, en circunstancias también de pacotilla: la invasión norteamericana (hace 40 años de eso) a la isla de Granada, la “inmolación” de los cubanos, la agitación patriótica, el honor, la soberanía exaltada y otras inútiles zarandajas por el estilo.

Yo tenía 23 años y cumplía con una especie de Servicio Militar y escuché a uno de los jefes decir, emocionado, que estábamos en guerra.

Pero esa es otra historia. 

Antes de arder, el monje reúne en un libro sus pensamientos y proposiciones de interpretación. El libro, por su talante apremiado y multitudinario, no puede llevar otro título que no sea el de Crowdrunning.

Y, como círculo donde concurren sugestiones y emblemas, garfios inescapables y vestigios, Crowdrunning va a contener una parte de sus desvelos, perplejidades y zozobras como escritor y como persona. Ni más ni menos.

Según el monje, la cavilación especulativa sobre la inevitable fragilidad del mundo es un océano de rizomas interconectados. La célula básica es la que forman tres elementos: la observación contemplativa, la representación de hechos y cosas, y las verdades admisibles.

Al estar sumido en semejante dilema, le da la espalda, en cierto sentido, a una realidad groseramente conminatoria. Sin embargo, ¿puede él, acaso, dejar de ser un monje insular?    

La observación contemplativa,
la representación de hechos y cosas,
y las verdades admisibles.

Durante los últimos años el trabajo ensayístico del monje ha sido pendular, con el añadido (o “agravante”) de que el péndulo acaso esboza ahora mismo un complicado dibujo. No se trata de un péndulo clásico, por llamarlo de ese modo, sino más bien de un péndulo neobarroco: sus movimientos no renuncian al vaivén, y, aun así, el vaivén es asimétrico, como si estuviera dominado por la agitación de un alma en pena.

Nada que ver con el péndulo letal de Su Majestad Edgar Allan Poe, que descendía con precisión unos milímetros sobre su víctima cada vez que completaba su filoso, recto y mortal itinerario.

El ensayo, y en especial el ensayo literario, le parece al monje un asunto confuso debido a un hecho: esconde una cautelosa aproximación a un fenómeno cuántico. El ensayo literario es un problema cuántico. Lidia con el pensamiento, con el lenguaje y con un objeto equis que cambia sus propiedades y estados, según sea observado.

Se trata de un experimento cuya única premisa nos indica que el monje es otro objeto cuántico. Tan cuántico como ese objeto (en realidad son muchos) al que pretende acercarse con deseos de arrancarle su misterio y manifestarlo, por medio de las palabras, en toda su esplendorosa sencillez.

El monje que va a arder se dice a sí mismo que Crowdrunning debería ser un desnudamiento entre el deseo y la espera. El arte siempre ha venido a custodiar sus incursiones en la narrativa, el ensayo y la poesía, con una especie de preeminencia que resulta perturbadora a causa de su incógnita y sus sacramentos.

El monje se desnuda y mira las aves de la pagoda, que cruzan en libertad el espacio, volando hacia el jardín.

Alguna vez el monje fue pintor. Abandonó ese camino, quizás antes de tiempo. Pero frente a esos dilemas uno no tiene por qué ponerse dramático. La vida pasa a toda velocidad y las cosas son como son y ya. Lo importante, ahora mismo, es tener un bidón de gasolina especial y un encendedor que no falle.

La vida pasa a toda velocidad
y las cosas son como son y ya.

El jardín es un jardín zen situado detrás de la pagoda. Con sus prudentes trazados de grava de distintas tonalidades, con su pétrea vegetación (de rocas estrictas, muy precisas), reproduce un antiguo ideograma que habla de la protesta más escandalosa: la de la inmolación frente a la faz abyecta y atroz de la autocracia.

Pero el monje sabe que, para pensar en los objetos cuánticos y atreverse a describirlos, hay que tener serenidad y entusiasmo. El ensayo hoy, para él, es un conjunto de pulsiones cada vez más ligadas a la imaginación, y también cada vez más intervenidas por los problemas de la representación, el cuerpo, el sexo, lo sagrado, el lenguaje, lo distópico, lo que se denomina artisticidad y los sincronismos donde el concepto de historia tiende a derogarse.

Una mañana, tras largo tiempo de no hacerlo, el monje se mira en un espejo y decide que el día de la inmolación vestirá una túnica del color de la masa del mamoncillo criollo. Esta presunción, tan coqueta, no lo disuade de pensar que el meollo de la cuestión del ensayo (su eje, su médula) está en una suma básica: ideas hipermóviles + un estilo personal que tenga filo, contrafilo y punta.

El único algoritmo funcional para entrar en algún objeto cuántico (literario o no) es el de un tipo de imaginación que, trufada con preguntas, se acompañe de la facultad de (y la autoridad para) modelar y analogizar los fenómenos creativamente, más allá de los diálogos que uno sostenga, persuasivo, con las tradiciones y sus rupturas.

Pensado así, el asunto se metamorfosea en un poliedro y el monje decide tomar a un discípulo para educarlo en la imposible perfección moral y en la bondad.

Alejado de la academia (no perteneció a ninguna, nunca supo lo que era pertenecer), del “insularismo” cultural (en concreto literario) y de las ortodoxias presumibles del ensayo, el monje que va a arder ha optado por borrar las fronteras entre lo nacional, lo internacional, lo postnacional, la literatura, el arte, la ficción, la suposición y la certeza.

Alejado de la academia,
del “insularismo” cultural
y de las ortodoxias presumibles del ensayo.

Sabe que no son otra cosa que tretas convertidas en parcelas corredizas, y a él le interesan los misterios de la escritura y los encandilamientos de toda índole.

En Crowdrunning testifica el monje las correlaciones repentinas de la literatura con la pintura, el what if, los trenzados del ensueño con las atmósferas del porvenir, los personajes postnacionales, los pliegues del oficio de escribir y el hostigamiento de determinadas imágenes que van presentándose sin orden aparente y que, desde luego, se hallan fuera de toda compartimentación esquemática, en la literatura, la pintura, el cine y otros mundos de gran porosidad. 

Así, pues, y para que se tenga una idea de sus tesituras, en ese libro remansante el monje de fuego va de la “escritura discreta” a la narrativa distópica, de la Erotika Biblion Society al bikini car wash, del acto de escribir en tiempos de Facebook al Latin Horror. De Belladonna, Mia Khalifa y la pornografía clásica, a la cualificación estética de la sexshop. De Su Majestad Edgar Allan Poe a José Rodríguez Feo, Mary Wollstonecraft Shelley y Franz Kafka.

De la modernidad inicial del cuerpo femenino (el culo boscoso y aromático de Lady Chatterley) a Demi Moore y las vulvas sin rasurar. De los relatos neo-noir y H. P. Lovecraft (la frontera del horror) a la zoofilia, de Egon Schiele a la libertad del sexo, de Oscar Wilde a Wilhelm von Gloeden, de la celebración de la desnudez a la falofobia, de las llamadas anónimas por teléfono y el sexting al nudismo barely legal. Del facehugger preñador de Ridley Scott y H. R. Giger a las chicas y los chicos trans, del coronavirus y la COVID-19 a los consoladores caseros de silicona industrial.

El monje descubre que su discípulo es un twink mudo, de 19 años, que posee un pene pequeñito. Erecto, no pasa de los 3 cm. Parece un clítoris exacerbado. Todo esto se le revela al monje una noche, después de leerle al discípulo sus meditaciones sobre la diferencia entre superficialidad e ignorancia.

El discípulo se queda dormido junto al monje. Este lo acaricia, lo excita y acaba poseyéndolo. Comprende que el twink es un bottom genuino. Y le propone que sea su ayudante en el instante de la inmolación. El discípulo, conmovido, accede. Y agradece.

En el momento indicado, verterá la gasolina encima del monje.   

Crowdrunning ofrece tal vez una imagen de los rastros, rayados, garabatos y signos del péndulo aludido. Lo demás, con perdón de los optimistas impenitentes, se halla en el silencio.

En estos tiempos de crueldad, mentiras al por mayor, banalización y estupidez incontrolable, el arte y la literatura auténticos (lo mismo del pasado que del presente) invitan al recogimiento esperanzador en medio del escepticismo y la decepción.

No es pesimismo, sino sentido común.

El monje lo sabe. El bidón y el encendedor lo aguardan junto al hermoso y entristecido discípulo.  




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© Fotos: Malcolm Browne / AP.




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Rumbo al carnaval

Alberto Garrandés

Modulaciones neobarrocas sobre eso que hoy se llama el ‘Síndrome de La Habana’.