Es muy posible que en el curso de una vida dedicada a los libros (escribir, leer) y a la interrogación (del cuerpo, del sentido) sea verdad la afirmación de Philip K. Dick de que quien oye a Dios solo será consciente, a la larga, de su propia voz.
Por lo pronto, ya sería suficiente descubrir una y otra vez que el sentido nace y muere tan solo dentro de esa voz propia. En cuanto a Dios, sigo la recomendación de Wittgenstein: si hay algo de lo que no puedes hablar, mejor cállate.
Por lo general uno lee y escribe acostado, semiacostado o sentado. Distintas elevaciones en el espacio. Para mí, leer es hallarme apenas incorporado en la cama, o sentado en mi “butaca del sueño”.
Así llamo a un mueble bastante antiguo —tendrá unos 100 años— que ha sido forrado incontables veces y que tiene agujeros por donde se han extraviado monedas, lápices, palitos de tender ropa, bolígrafos y otras cosas. Su historia es tan densa que lo transforma en un objeto irreal. Sobra decir, muy en serio, que hay objetos reales y objetos irreales.
Sentarme allí es como estar a la altura de la cámara de Yasujiro Ozu. Me acomodo, cruzo las piernas y ya me encuentro a 80 o 90 centímetros del suelo. A esa altura ponía Ozu su cámara. Apenas la movía. Solo importaban el sosiego de la comunicación y la comodidad no conflictiva del encuadre.
Ante la avalancha de esos “nuevos escritores” —muchos no pasan de ser articulistas— que inundan las redes sociales y que piden ser llamados así, escritores…, y ante la proliferación de ciertas notoriedades de postín, trato de ser como la cámara de Ozu: emplazarme frente a libros de sabiduría (antigua o moderna o intemporal) o como alguien a quien esa cámara observa y que apenas habla o que hace un par de gestos y entiende que hablar, en estos tiempos, es un don reservado, lo mismo que escribir, y escoge, pues, el silencio y el cultivo demorado de las palabras.
(Entre paréntesis: hay que aprender a usar las preposiciones y las comas. Y evitar las rimbombancias y los efectismos huecos, que no llevan a ninguna parte. El tiempo dirá. Hay que aprender a escribir frases inteligibles. No puedes confundir al lector con la ininteligibilidad ―inmadurez― de tu escritura.)
Bueno: estoy como la cámara de Ozu, y tal vez componiendo un relato como lo hace Abbas Kiarostami cuando le dedica una película absorta (پنج o Cinco, 2003), donde el encuadre no varía ni la cámara se mueve y el relato (cinco módulos “abstractos”) deviene refractario al lenguaje, o, por lo menos, no se escucha porque no se articula.
Ligeros, luminosos y tranquilos serán tus pensamientos, como el caminar de los ángeles por un suelo de piedra cuando la Virgen aparece, escribe en “El milagro” la poeta sueca Edith Södergran. Y agrega algo sobre el hecho extraordinario de soñar varias noches seguidas con la felicidad del amor, imaginando dentro del sueño que llevaba un pesado cuchillo manchado de sangre perversa en la mano y su corazón adquiría la ligereza de un pájaro.
Es extraño, para mí, regresar, cada vez con mayor frecuencia, a la poesía, a los versos. He leído a Hölderlin en varios momentos de mi vida, pero intentando iluminarme bajo esa decencia moral y del sentimiento amoroso que Hölderlin despliega cuando confiesa que, si su corazón, que vive para el amor, dejara de encadenarlo al mundo, mucho le gustaría ser un roble. El paseo por la quietud fantasmática del bosque hurga en el origen de muchas sensaciones y las desata.
La cámara de Ozu tiene que ver con la fijeza, pero también con la caducidad, con el intento vano y heroico de apresar algo trascendental que, sin embargo, queda y dura. Algo que se expresa por medio del lenguaje pero que el lenguaje no alcanza a configurar. ¿Es esto la literatura, una parte de ella, o su médula?
Cuando te haces preguntas como esas, ya descrees de esas actitudes “serias” tras las cuales no hay sino oropel, relumbrón, esnobismo. Sucumbir ante el resplandor de lo efímero es tan fácil. He ahí una especie de oportunismo.
Su Majestad Edgar Allan Poe se interroga: “¿Todo aquello que vemos o nos parece ver no es más que un sueño dentro de otro sueño?” (Is all that we see or seem / But a dream within a dream?). Pero igual uno intenta capturar lo que nos pertenece solo por un instante, como la luminosidad del amor de Annabel Lee.
El núcleo de la célebre novela The Hellbound Heart, de Clive Barker, es lírico. Poético a más no poder, como si dijéramos. Desde Edgar Allan Poe sabemos que el arte y la metáfora cumplen la función de describir la muerte dentro del amor cuando el espectáculo primario no es la muerte en sí, sino el camino de la muerte hacia la belleza, hasta llegar, así, a los límites de lo efable.
Barker usa unas palabras de John Donne como epígrafe de ese libro suyo, el más famoso, conocido como Hellraiser. Dice Donne: “Me gustaría hablar con el espíritu de algún antiguo amante, fallecido antes de que el dios del amor viniera al mundo” (I long to talk with some old lover’s ghost / Who died before the God of Love was born).
Cuando nace, el dios del amor deja escritas unas Tablas de la Ley donde es muy posible, y hasta habitual, que el amor no correspondido florezca como algo imponente y excelso. No se explica la primacía del amor sin su desventura, su fracaso, su no correspondencia, su hambruna mortífera, su tristeza.
Y todo eso es muy del hoy, a diferencia de lo que debió de ocurrir, según las insinuaciones de Donne, antes de que esa modernidad amorosa llegara al mundo, cuando la entrega era furia, sangre, fusión duradera en pos de la expiración —como en el caso de Annabel Lee, envidiada por los ángeles que le mandan la muerte—: fusión en tanto absoluto universal de la devoción más dulce.
El sentir que Barker dinamita y recompone en su noveleta lo aleja de esos destellos facilistas de la literatura de misterio y horror. Al ser un escritor tan difundido y vendido, pareciera que es un avanzado y lujoso espécimen del espanto contemporáneo, y me parece que, aun cuando sí lo es, también deviene el responsable de una escritura que interroga los límites del lenguaje sin escaparse hacia el poema. Es un narrador, cuenta una historia, y en ella cifra su esperanza de testificar, por medio de un artificio, cuán inexpresable y radical es el amor antes del Amor.
Esto conecta a Barker ni más ni menos que con Emily Dickinson, cuya expresividad atónita, casi taciturna, nos invita a imaginarla frente a la cámara de Ozu. Es muy posible que la aproximación de Dickinson al asunto de la muerte no descarte la presencia de Dios, pero también es posible que sí la descarte frente a la oscuridad, frente al hecho de entrar en el laberinto sin hilo y sin Ariadna, como observa en uno de sus poemas. El colapso del conocimiento de la muerte es el colapso del lenguaje que intenta acceder a ella. “Caminar en el Enigma” es una de sus metáforas sobre el fin.
La vida es pequeña y breve, según Dickinson. Con enorme aplomo asegura que, primero, el corazón pide placer, y después pide excusarse del dolor, antes de pedir, al final, las “sencillas bagatelas que amortiguan la angustia”.
Por último, se va el corazón a dormir y entonces, si fuera esa la voluntad de su amo —se refiere al amo de su corazón: Dios, o el Amor—, pide el privilegio de morir.
Me imagino los tatami shots de Ozu con una mujer como ella, la misma que escribe forgive me, if the Grave come slow for coveting to look at Thee: “Perdóname si vino la Tumba tan despacio por la codicia de mirarte”.
© Imagen de portada: Shima Iwashita en un fotograma de ‘Una tarde de otoño’ (1962), de Yasujiro Ozu.
Quiero que un hombre me mire y me vea
Una mujer que quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Proponerle y ofrecerle al hombrelo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.