Uber Cuba 0035

En la soledad de la noche. En el silencio de Norteamérica, ese cadáver sin ataúd. En lo slippery de las autopistas, cuando se forma el hielo negro, hielo invisible, y la muerte de los adolescentes comienza su zafra de tendones, cartílagos y masa encefálica sobre el asfalto interestatal. 

Sirenas. Ulular, aullidos de lobo herido. Flashes, titulares, redes sociales al instante. 

Entre estas estatuas del terror, avanzo. Entre estos monumentos de una frontera sin patria. Entre toda esta muerte monumental. Avanzamos. Somos los cubanos sin Cuba.

Así pedimos nuestros taxis por internet, gracias al servicio de data-transfer de las dos o tres compañías de móviles que quedan en USA. Así esperamos en una esquina del planeta, hasta que aparece un albanés o un sirio al volante, tartamudeando un inglés en son de paz. A veces, también, una paquistaní con halitosis de nueces y aceiticos baratos. 

Llega el taxi Uber a nosotros. Siempre preciso y, sin embargo, siempre demasiado tarde. No le preguntamos nada al chofer. Lo que se sabe, no se pregunta. Simplemente nos montamos en medio de la debacle. Solitarios, silentes, resbaladizos como una capa fría de blanco invisible, blanco necrológico, blanco brutal. Irreversible.

Le respondemos a la cortesía del chofer con aún más cortesía de clientes, mientras la vista se nos escapa, ventanilla afuera, a ver si al menos por esta vez recordamos en cuál ciudad estamos hoy regresando a casa. “A casa”, es un decir: es decir, decir “a casa” es decir por decir. Lo decimos sólo para no desdecir al resto de la humanidad.

―Cochero, a palacio.

Pero, en la práctica, los cubanos sin Cuba comprendemos que nadie nos lleva a ninguna parte, sino al cadalso. Alita de cucaracha llevada hasta el cementerio.

―Pajarito, yo estoy loca: llévame a donde él voló.

Damos las gracias en inglés. Dejamos una magra tip de nunca más de 1 dólar. Pero, en cambio, siempre marcamos la quinta estrella en la aplicación de Uber. Somos más que generosos, en definitiva. Iluminamos y matamos. 

Así, en el abismo digital de las calles sin norteamericanos de Norteamérica, todavía nos queda cierto atisbo de humanidad. Hacemos el bien por hacer el bien. Somos buenos porque sí. Porque no pudimos ser buenos en otra vida real pasada. Porque ya lo perdimos todo, de tanto mal que hicimos y nos fue hecho. Y porque para hacer el mal hay que estar mínimamente vivo, mientras que el bien resulta más o menos inercial.

Nos dan un democratiquísimo “de nada” en inglés. Una bienvenida, incluso a la hora de despedirnos. Son más que generosos también, en definitiva. Nos iluminan y matan con sus buenas noches en dos sílabas doblemente foráneas. Un gudnait transatlántico que resuena en nuestros tímpanos como una bofetada.

Entonces subimos a nuestros apartamenticos de alquiler, solos o acompañados por delicados desconocidos que hacen su mejor esfuerzo sentimental y carnal para que no se nos pudra del todo el alma. Y es un esfuerzo conmovedor, por tardío. Tremendamente tardío. 

Llegas, amor, demasiado tarde a mi vida. Si el resto del mundo supiera, no se arriesgarían a tanto con los cubanos. La prueba es que a ni uno solo de los cubanos se le ocurriría decirle: 

―Vete de mí.

Arrastramos al abismo, según nos arrastramos al abismo. Y no hay manera de advertir sobre esto en nuestro perfil automático en el Uber App.

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