Sol tuerto

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No es sábado 14 de octubre y 2023. Pero tal parece que lo fuera. El sol tuerto que permaneció suspendido a lo largo del día sobre mi cabeza persiste, aunque en verdad ya de la nueva semana se ha consumido casi un tercio.

Sobre mi cabeza y la nuca ahora cae la fresca y oscura claridad de una mañana de frente frío. Desde las ventanas de mi cuarto, lo vi llegar.

He aprendido a leer las señales del tiempo y las estaciones en el mar confinado entre las riberas de una ancha hendidura, en la costa donde además desemboca un río que atraviesa parte de la periferia de La Habana.

Un mar a los pies de mi ventana. El espejo de agua y sal termina en un arenal donde recala toda la mierda del mundo, esa playita que algunos creen la de Los zapaticos de rosa.

Se sientan,
beben,
comen,
fabulan y confabulan y orinan
los pobres
y
los viejos.

Conozco o intuyo la estirpe de los bañistas en esa ribera. Incluso podrían ser los mismos del poema del Apóstol Martí. Encima del mugriento roquedal se sientan, beben, comen, fabulan y confabulan y orinan los pobres y los viejos.

Lezama en Paradiso echa mano del término “pobreza satisfecha”. Me he bañado a los pies de ese roquedal que hiere la carne y las suelas. Cuando aceptas zambullirte allí, automáticamente se ponen en marcha ciertos engranajes que te sitúan en una zona de confort que estará, cuando menos, en la cancha de la conformidad, y a varias millas de un ecosistema donde el dinero no es un concepto o ilusión.

Puesto que allí me he bañado, los engranajes se pusieron en marcha por mí. Para mí. Me han mordido, con lo cual es preciso mantener la alerta, y salir de la zona de confort, y entender que es preciso clavar una tranca o una estaca afilada en el corazón de esa máquina.

A su manera, toda esa gente está, estamos, en Paradiso. Podemos ser los moradores de una casona de patio enorme y circular narrada por Lezama. Un caserón ubicado muy cerca del muro donde José Cemí, tiza en mano, garabatea en blanco sobre un estuco casi sepia y desconchado.

Cemí escribe y congela el tiempo de la “vecinería”, esos que tienen por techo, pared y lecho, habitaciones sencillas, habitaciones repletas de una pobreza satisfecha.

“Este es el que pinta el paredón. […] Este nos ha dejado sin hora y ha escrito cosas en el muro que trastornan a los viejos en su relación con los jóvenes”, dice alguien de la vecinería.

Hay una peculiaridad en la jerga de Lezama, tanto en su labia de andar o de salir, como en la de su literatura. A mí me lo dijo Cintio. En realidad, lo leí en un largo prólogo de Vitier: un muy largo texto, parecía que ese escritor del mundo moral me daba un paseo por la gran casona de patio interior y circular llamada Paradiso.

“Impasible” por “impasibilidad”,
“su insaciable” por “su insaciabilidad”,
“el perplejo” por “la perplejidad”,
“el estupefacto” por “la estupefacción”.

No es que haya en la novela una gramática pobre, no es una peña pobre la que treparemos cuando leamos a Lezama: “Impasible” por “impasibilidad”, “su insaciable” por “su insaciabilidad”, “el perplejo” por “la perplejidad”, “el estupefacto” por “la estupefacción”, o “vecinería”, “ingurgite empotrado”.

Es la casa de Lezama. La hizo a su imagen y semejanza. ¿No quisieras tener tu propia casa, una que se parezca a ti?

Pero hay que escapar de esas páginas. O nos veremos literal o simbólicamente bajo la mano de Baldovina, que frotará nuestras ronchas con alcohol y la página de un periódico. A la hora infausta de cortar el asma, nos dejará caer cera derretida en el pellejo del pecho.

Vivir para ver. Ver para creer. Creer para sentir.

Escapar de Paradiso a como dé lugar. O al menos escapar a otra página o a otro capítulo del libro. ¿Acaso al mítico capítulo VIII?

“Necesitas ser feliz”, leí en un grafiti blanco sobre la vieja puerta metálica y oxidada de lo que parece haber sido una bodega prerrevolucionaria. Una bodega anterior a la revolución de 1959. Anterior incluso a la del 30, que está en la novela de Lezama, como también está el apolíneo Mella.

Necesito ser feliz, me digo tras hacerle una foto al grafiti y luego de que una mujer, tan blanca como aquella frase, lo guillotinara con la cámara de su Smartphone. Ella y sus futuros recuerdos de un viaje a un parque temático. Yo y mi presente continuado.

Ella y sus futuros recuerdos de un viaje a un parque temático.
Yo y mi presente continuado.

Parece escrito con tiza. Parece incluso una extensión de las ideas de Cemí inoculadas por Fronesis o Foción, o por el fuelle furibundo y febril que es la respiración y la cabeza de José María Andrés Fernando Lezama Lima.

Pero en la novela, en el momento en que Cemí echa mano de la tiza, es un niño de diez años. La escuela lo ha agotado, lo cual lo motiva a encontrar en la tiza “apoyo y distracción”. Es la variante naif de un Banksy bebé sobre “un paredón que mostraba su cal sucia y el costillar de sus ladrillos al descubierto”. En el muro, el niño estampa su deseo.

La caligrafía semeja la de un escolar sencillo, aplicado. Su mensaje se enmascara no en la sencillez sino en la simpleza. Pero el diablo está en los detalles: es una alerta, es un ultimátum, es el deseo del otro para contigo.

Un escritor anónimo que se ha visto en ti. Un sujeto sin identidad deseoso de que en él te veas reflejado. Él delinque y de paso es feliz, y de paso te incluye en una pintada que además es un minicuento realista, porque te habla de tu pasado, de tu presente y el del país, y de un porvenir.

En Paradiso, la tiza se instaura sobre un muro al interior de un campamento, en ese campamento vive el niño Cemí y su padre es coronel.

Bajo el duro sol que todo lo calcina, la tiza mana su blanco. La mano empieza “a exigir precisiones”, las mismas que se exige el grafitero que me ha incluido en su pintada.

El artista callejero nos ha dejado sin hora y ha escrito en el muro algo que trastorna a los viejos en su relación con los jóvenes. El ultimátum enfatiza la dramática reducción del tiempo presente, para que el tiempo del futuro supuestamente crezca de manera exponencial.

Necesito aspirar a otra zona del paradiso.

Necesito aspirar a otra zona del paradiso. Para ello fui a Regla en la ruta A66, hacia la casa de la Virgen, aunque de antemano intuía cerrada la iglesia. Sí: formas de la ilusión y la fe, formas de la desesperación y el miedo.

Cuando bajas del breve montículo donde erigieron la iglesia, a pocos metros está el muro y el mar. Sucia y rizada sábana tendida de costa a costa. A los pies del muro verás las mismas ofrendas que lanzan a la playita extendida bajo mi ventana; formas de la ilusión y la fe, formas de la desesperación y el miedo.

Hay un punto en ese muro que, de trazar una línea recta y transversal, se parte en dos la bahía. A la izquierda está la fortaleza de San Salvador de la Punta. A la derecha se levanta el castillo de Los Tres Reyes del Morro.

La línea imaginaria se extendía ante mí como una imaginaria línea de fuga. Blancas letras sencillas y de muy pequeño puntaje: una caligrafía nacida en mi cabeza y a través de mis ojos, extendida a ras de mar, mojándose y embarrándose incluso. Vector imaginario: formas de la ilusión y la fe, formas de la desesperación y el miedo.

La línea imaginaria
se extendía ante mí
como una imaginaria
línea de fuga.

Bajo el influjo del parco frente frío, hice el camino de regreso.

Dos días después, persistía el efecto del sol tuerto. Esa luz opaca sobre mi cabeza, la nuca, la ciudad.

Casi a mitad de la semana, y en mitad de un nuevo viaje, esta vez hacia las antípodas de Regla, y aquí hablo de Miramar, lo vi, estaba escrito con la misma letra: “Necesitas ser feliz”.

El nuevo grafiti en alto contraste. Esta vez en colores invertidos. Lo vi antes de que la ruta A67 pasara de la turbia luz del frente frío a la sucia oscuridad de la garganta del túnel bajo las aguas del Almendares.







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Santiago Feliú en el espejo retrovisor

Ahmel Echevarría

Una guitarra que era en sí misma una realidad alterada por la manera en que debía ser puesta contra la caja del cuerpo para disparar, en ráfagas, acordes o qué sé yo.






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