‘La señorita Julia’: el teatro de los instintos

Mi primera Señorita Julia fue Zulema Clares, hace veinte años, cuando a la sala del Noveno Piso del Teatro Nacional aún se accedía por el elevador de carga. Y también mi primera obra de Carlos Celdrán

Estaba sentada en corro sobre el suelo, junto a otros espectadores. Alexis Díaz de Villegas interpretaba a Juan, el lacayo que de manera enfermiza limpiaba las botas del señor conde, a la par que magnetizaba con su sensualidad a la condesita en aquella aciaga noche de fiesta. 

Aquel binomio rezumaba sensualidad de una manera velada, contenida en el personaje interpretado por Zulema, descarnado y abiertamente provocador en el cuerpo de Alexis. Se hacía difícil salir entonces del Teatro Nacional sin una cierta exaltación por la proximidad de aquellos cuerpos tan erotizados, soñando que se era aquella noble que caía por la cocina con el cuerpo de Juan enredado entre los encajes del vestido blanco.


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Otra Julia, con la que asimismo comulgué por su sentido de actualización, fue la del director avileño Juan G. Jones, quien, junto a Caminos Teatro, asumió una reescritura de la misma obra a manera de crítica social, donde se hacía hincapié en la escisión entre clases en la Cuba del presente. Esta la vi en 2019. En aquella puesta, la areté de la condesita era el dinero, su título nobiliario de nueva rica, el fajo de billetes y la motorina. En tanto Juan y Cristina “arañaban” trabajando como DJ y barténder,respectivamente, en el negocio del padre de Julia. 

Julia es un personaje icónico que marca los confines permisibles en la vida social al hombre moderno. Su conflicto sirvió en su estreno, en 1889, para ilustrar las veleidades de los caracteres femeninos puestos en conjugación por la teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin. 

Según August Strindberg en el prólogo a la obra, Juan es un personaje superior a Julia, ya que su ausencia de sentido de la nobleza le permite seguir con vida, en tanto ella “tiene” que morir por la misma razón. La hidalguía, la honradez y un largo etcétera de virtudes nobles se convierten en el lastre de esta mujer, de este personaje que sueña, solo sueña con una libertad únicamente permitida al género masculino. Sin embargo, su status social la coloca sobre la cabeza de este hombre en particular.


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Como demuestra la constante recurrencia a esta tríada de personajes desde el teatro y el cine a lo largo de los años, La señorita Julia es una fuente inagotable de material dramático, que desde aquel 1889 han seguido creciendo y adaptándose a cada época para hablar de sociedad, reglas y nuevas formas de abolengo. 

Ahora, la puesta de Jazz Martínez-Gamboa, junto a La Montaña Teatro, regresa a este mito teatral con una apropiación gélida de la trama. Los personajes están construidos con cierta inexpresividad, como el mundo impersonal en que se mueven; un mundo de leyes sociales rígidas que caen sobre ellos como hojas cortantes. 

La pieza, una vez más, nos lleva a la cocina donde trabaja Cristina, la criada del señor conde, quien esta noche de San Juan está fuera de casa. Su hija, la Señorita Julia, ha bailado toda la velada junto a la servidumbre y Juan, el mayordomo, entra a escena contando que está como loca porque ha bailado con los criados “y de qué manera”. Marca este primer intercambio la idea que dominará la obra: límites y transgresiones sociales que ocurren en la noche de San Juan, como un botón de muestra de la realidad. 


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En este mismo sentido, la cocina del señor conde, escogida como el espacio donde ocurre la obra, es una suerte de camerino de la vida donde los actores se desvisten y hablan a destajo lo que piensan. Por esto, Strindberg coloca la acción en esta particular noche, donde todo lo que pasa —como en Las Vegas— ahí debe quedar. 

El espacio de los fogones es para el autor el backstage de la gran “comedia humana”, cuyo desentrañamiento apasionara a también a Honoré de Balzac. El autor francés, que en vida tanto como en la ficción fue también un poco su Eugene de Rastignac, comprendió, como Juan, aquello de escalar socialmente. Este espacio donde ocurre toda la acción de la obra es, a su vez, el camerino donde caen las pelucas, las alas de cisne falsas y quedan las ampollas en los pies al descubierto y las zapatillas sangrientas de las prima ballerinas. 

El menaje de cocina utilizado como atrezo en esta puesta de Martínez-Gamboa destila limpieza: los plateados vívidos, los cristales limpios, los paños de cocina nuevos. El escenario es una vitrina de exposición de caracteres, una metáfora de que algo podrido había en Estocolmo y de que algo podrido se sigue respirando en La Habana aun bajo superficies brillantes. 


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El diseño de vestuario de Vladimir Cuenca refuerza este sentido de frialdad que despiden los personajes durante toda puesta. Tanto Cristina como Juan van de gris, de una sobriedad pasmosa. La figura de Cristina está acentuada en su inamovilidad por las líneas rectas del corte del vestido junto a las hombreras y el pelo pulcramente recogido en un moño. Todo ello dota a su cuerpo de una apariencia maciza, como de roca. El pantalón de Juan es gris, con líneas también rectas, con la camisa blanca que Julia le pide desabotonar en noche de fiesta. 

Por su parte, el vestuario de la Señorita recuerda al uniforme escolar japonés, usado por personajes manga híper sexualizados, en tanto su pelo alborotado contrasta con el de la cocinera. El vestuario de este personaje resalta fuertemente por su innegable modernidad respecto la atemporalidad marcada en la imagen de los otros dos. Sin embargo, la elección de mantener descalzos a los criados resulta un recurso injustificado dentro del cosmos planteado. 

La frialdad, símbolo de la enfermedad que aqueja a los personajes, puede ser entendida como una metáfora de la sociedad presente, necesitada de grandes dosis de dopamina y estímulos sensoriales. 


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Sobre el diseño de escenografía, el director ha seguido casi al pie de la letra las indicaciones del texto original, donde el autor planteaba que la escena debía dar una ilusión de desbalance, con una pared de fondo que corría en diagonal hacia el centro del escenario y un fragmento de la vista de otra estancia; en este caso, una rama de árbol seca invade inexplicablemente la escena, tal vez como sinécdoque de un jardín. 

Además, se ha mantenido la decoración de la cocina de una manera mínima con una pesada mesa antigua de madera, aunque han sido introducidos elementos modernos como una batidora que sustituirá el fogón o latas de cerveza que los personajes irán abriendo al discurrir la obra. 

En el ambiente sonoro, diseñado a propósito, se echará mano del símbolo del pájaro, cuya jaula permanece colgada a la izquierda del escenario durante toda la puesta. También será una constante un sonido de bajo, como de una discoteca, que lleva a escena la fiesta en los espacios anexos a la cocina y con él, la omnipotencia del mundo exterior que de manera silente oprime con su sistema de reglas sociales a los personajes. 


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Yordanka AriosaJuannaelise Ricardo y Roberto Romero son Cristina, la Señorita Julia y Juan, respectivamente. Ariosa, una actriz capaz de trasmitir en escena una energía fuerte aun en los momentos de silencio, dota a su Cristina de una violencia contenida y una expresividad tal, que se convierte aquí en uno de los personajes mejor defendidos. 

Por su parte, Juannaelise Ricardo construye el carácter voluntarioso de Julia mediante una modulación grave de la voz que, lamentablemente, mantendrá durante casi la totalidad de la obra. Quizá hubiese resultado interesante para su trabajo vocal aprovechar los altibajos emocionales y momentos de duda que tiene el personaje, incluso desde los primeros instantes de su aparición. Sin embargo, en sus escenas con Roberto Romero, logra que su Julia destile esa locura subyacente que también la define. 

Creo que en el nivel de la actuación en esta entrega de Julia pudiera esperarse, quizá más avanzada la temporada, un crecimiento por parte de los actores; quizá una relajación que permita que el público no tenga por momentos la sensación de que solo conversan entre ellos, sino que sus cuerpos transmiten también a nivel sensorial. 


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Uno de los aciertos de Martínez-Gamboa en esta entrega es el uso de la violencia explícita como recurso expresivo. La agresividad con que es manejada dentro del cosmos propuesto impide que los espectadores permanezcan impasibles ante lo visto, de una manera in-yer-face, un poco a lo Sarah Kane. 

Como audiencia, no tenemos que imaginarnos qué sucede en el cuarto de Juan, o cómo Julia se suicida —elementos que en la obra de Strindberg son solo referencias. En cambio, presenciamos en escena elsexo salvaje que somete a la condesita de la manera más contundente posible y a todas luces —literalmente—, sin pasión, sin amor, solo con una cualidad animal que brota de ambos personajes. 

Otro tanto sucede en la escena en que Juan mata al pájaro, el cual Julia pretende llevarse en su huida: la sangre falsa parece tan real que muchos en el auditorio llegaron a exclamar que el actor se había cortado “de verdad” con la jaula. 

Se trata en general de una puesta en escena que hiere al espectador por su crudeza visual, por esa intencionada falsedad que se respira en esta propuesta de Martínez-Gamboa. Los personajes se adivinan desde un inicio como armas de doble filo para sus contrapartes y es aquí que yace esta sensación de incomodidad que nos provoca con toda intención. 

¿Ha sido Juan quien ha seducido a Julia, o es al revés? ¿Habrían realmente escapado los amantes o todo fue parte de los sueños de la noche de San Juan? La obra de Strindberg nos deja una vez más en profundo estado de meditación. Como hijos de estos tiempos modernos y a ciento cincuenta años de la escritura original de La señorita Julia, continuamos comportándonos como animales sociales, convertidos en pájaros en sus jaulas invisibles, atados al deber-ser. Una sociedad supuestamente igualitaria, donde somos Juanes todos y estamos conminados al ascenso, es el perfecto caldo de cultivo para que una obra de tintes modernos y trágicos como esta encuentre siempre material dramático en el propio decurso de nuestra vida.


© Imágenes de interior y portada por cortesía de Jazz Martínez-Gamboa.




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