Irma, las enanas y La Habana

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Me cuentan que, persona y personaje, Irma La Dulce es una notoria meretriz que protagonizó una película homónima de los años sesenta. Acabo de ver las referencias: fue dirigida nada menos que por Billy Wilder. A Irma la interpretó Shirley MacLaine.

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Irma se llamaba el huracán que en septiembre acabó con el malecón habanero, derrumbó montones de casas, asoló Santa Cruz del Norte, Caibarién, Santa Fe y Cojímar, y devastó otras zonas de Cuba. Hay miles de fotografías impresionantes.

El paso o no paso de Irma por la capital cubana (Ciudad Maravilla Supremamente Inundada) lo contemplé, en medio de la oscuridad, desde la reja que protege mi casa. No se trataba de la deseable ventolera helada que singularizó, en las mentes de muchos, el mítico espacio de Villa Diodati en el verano de 1816, y que removió las aguas del Lac Léman (tan parecido a una hoz maleva), sino de ráfagas capaces de sacudir las raíces de los árboles y levantar las aceras.

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Irma también se llama, sin embargo, una enana que vende cebollas y berenjenas con un enano (que no es su novio ni su hermano, sino su amigo), en un agromercado que está a doscientos metros de donde vivo. Esta breve colección de hechos construye un territorio donde florecen las sospechas.

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Vistas las cosas así, y sin resistirme a los afeites que mi adicción al cine administra, este panorama parece un registro metafórico (y, a la vez, muy realista) de una Habana íntima, semiprivada, que veo en las escombreras de las calles o en la televisión. Semanas atrás grabé una entrevista para un popular programa, y la cámara demoró muchísimo en llegar porque estaba siendo usada para entrevistar a algunos damnificados.

(Hay damnificados que hablan o balbucean. Hay damnificados que agradecen y otros que no hablan porque ni quieren ni pueden. O se niegan. Dicen que no y mueven las manos o las cabezas. Las cámaras están ahí, fisgoneando, y ellos regresan a lo oscuro. Existen actitudes y momentos cruciales donde el periodismo debería investirse con la autoridad del pudor).

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Podría decir: Irma La Enana. Pero no. Es toda una mujer. Simplemente Irma. Aun así, el paisaje que empezó a edificarse en mi mente, a despecho de la destrucción que el huracán del mismo nombre no dejó de subrayar, es el de una ciudad ruinosa y llena de desencantos (a cincuenta metros de mi casa, la pared trasera de un edificio se vino abajo).

Irma, camino al agromercado, avanza por la acera rota, pisando con sus diminutos pies, y mira a lo alto, esquivando el sol y sonriendo.

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Y, de súbito, aparece la “masa crítica”, que, en este caso, tiene que ver con el suceso indescriptible de la ficción interviniendo en lo real: Vilma, la madrina de mi hijo, llega a mi casa y me dice que tiene un regalo para mí. Y me entrega un rollo de cartulina blanca.

Lo desenvuelvo y veo que se trata de una fotografía (90 cm x 60 cm) donde aparece una enana saliendo a escena. Una enana rutilante y oscura (es como aindiada o mulata) que abre unas cortinas y sonríe desafiando a todos con su goce.

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Me explica Vilma que hace años, tras exponer en La Habana, un fotógrafo mexicano le regaló esa y otras fotografías a su hijo. He averiguado, sin éxito, el nombre del fotógrafo. Solo sé que usaba siempre ese formato (al menos en lo que mostró en la galería La Acacia) y que tenía predilección por los curas, las gordas, los enanos y los vendedores ambulantes.

Buscaba quizás la expresión de la felicidad como corolario de una existencia sencilla y apartada.

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Esta enana, a medio camino entre Alejandro Jodorowski y David Lynch, está en la pared frontal en mi pequeño estudio. Mientras escribo estas líneas, la miro sonreír exhibiendo una dentadura fuerte y multitudinaria.

Y como dos o tres veces por semana visito el agromercado (menos por conseguir alimentos que por salir a la calle y observar a mis vecinos), no puedo menos que establecer comparaciones entre Irma y la modelo ignota que mira por encima del lente.

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Irma vende sus hortalizas con el rostro iluminado, por así decir, y es muy posible que ese detalle me autorice, de momento, a sostener que es una mujer feliz o feliz a ratos.

La enana de la fotografía, abriendo las cortinas de satén o tafetán, pasa de la sonrisa a la risa (o la risa a punto de explayarse), y aunque no escucho allí aquella canción que hizo famosa a Dorothy Vallens (Isabella Rossellini en Blue Velvet, quizás la película más famosa de Lynch), sí puedo oír algún bolero cantado en un tugurio de Guadalajara, entre gritos, platos con cueritos agridulces y botellas de cerveza.

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Dibujo ese rápido panorama nocturno del garito de Guadalajara porque cierta vez, hace más de veinte años, acompañé en esa ciudad, durante una Feria Internacional del Libro, a una pareja de músicos camagüeyanos que conocí en el stand de Cuba. Estábamos en su casa, hacía frío, y acaricié la esperanza de que no saliéramos a la noche. Pero tenían que actuar y me dijeron que no me preocupara: yo iba a pasar un rato muy agradable.

En realidad fue un horror: mucha bulla, gemidos de hombres solos bebiendo y recordando amores rotos o exangües, y una música imposible de calificar. Sin embargo, el horror se matizó hacia la medianoche y se transformó en pasmo y maravilla: las dos cervezas que bebí (Corona Light) me las trajo una enana de ojos brillosos, ataviada con una especie de birrete. No le pregunté el nombre. Solo cruzamos algunos gestos de civilidad.

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Reordenar el pasado y someterlo a causas y efectos iluminados por el presente es un modo no cabal de repasar la vida. Pero qué remedio. Mejor así. Vino el huracán Irma y le jodió la vida a una pila de cubanos y me regalaron una foto donde hay una enana mexicana y me acordé de Irma, la mujer del agromercado, que, a su vez, me remitió a una enana desconocida de un oscuro bar periférico de Guadalajara.

Y entonces contemplo los grandes trozos de la pared trasera del edificio en ruinas que está tan cerca de mi casa, y veo a una vecina intentando negociar, con un miembro de la brigada de demolición, el rescate de una de sus ventanas. Dice que tuvo que pagar mucho por ella (carpintería de aluminio revestido: muy cara).

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Los ladrillos, por su parte, siguen ahí, pero noto que, con el paso de los días, la loma original va, fantásticamente, disminuyendo en volumen y altura, como la montaña que iba comiéndose aquel maravilloso personaje de Virgilio Piñera.

Y reinvento a Irma como si posara para mí, pero no abriendo unas cortinas de gasa, sino muy adusta, observándome con severidad, sobre un fondo de cabillas jorobadas y con una berenjena en las manos.

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