Bolero de los bolos



Hubo un día en la historia ―cuando la historia aún no era un meme― en que la Pequeña Rusia, región llamada también Ucrania, era libre y feliz como nunca antes bajo la bota bola. Es decir, de los bolos.
 
Era la primavera de 1963. En el campo socialista europeo renacía la esperanza de una Revolución tropical, hecha de risa, salitre y luz, sin delaciones ni Siberias ni mea culpas. Siglos antes del cambio climático, del terrorismo, de las pandemias y de la grosería de lo global.
 
La guerra era fría todavía. Desde Cuba, nuestra utopía antillana se suponía que iba a redimir los crímenes del totalitarismo al estilo de la CCCP. Los cubanos no éramos eslavos, por lo que nunca podríamos ser esclavos.
 
Así, nuestros jóvenes padres, ignorantes de la paranoia nuclear que pronto los devoraría en octubre, tenían motivos suficientes para enamorarse y procrear a los jóvenes hijos del futuro. Más que en la bomba, en 1963 tus progenitores pensaban en un baby boom. Es decir, en nosotros, que seríamos los pioneritos con pañoleta de una década después.
 
Deberíamos decirles gracias.
 
Gracias, mamá, por parirme en Cuba. Gracias, papá, por no abandonar a quien me parió hasta después del Mariel.
 
La instantánea de este lunes fue captada un 20 de mayo, fecha olvidada en Cuba hasta el fin de las efemérides. Aquel día Fidel Castro estaba especialmente eufórico. Como un infante en su trono de estreno. 
 
Por cierto, va siendo ya imprescindible contar con una biografía emocional del hegémono de La Habana. Los cubanos merecemos conocer la secuencia de sus estados de ánimo. Una bitácora del corazón de Castro será más reveladora que todas las estadísticas de Estado.
 
En aquel mayo de 1963 Fidel recorría excitado, además de los palacetes proletarios de la capital, las fincas y factorías de la periferia de Kiev. Visitaba de manera oficial la mal llamada Ucrania, que él prefería nombrar (para orgullo de sus traductores locales) como la Rusia Menor: Малая Россия.
 
A lo lejos, en la plataforma marina mediterránea del Caribe, como si de un Cid Campeador se tratara, a Fidel lo esperaba un pueblo por esculpir: nojotroj, los cubanitos y cubanitas comunes de una generación anterior a la nuestra, ángeles del siglo XX atrapados entre el terror y la ternura de los sensacionales sesenta.
 
Quise haber nacido entonces. Quise que mis padres hubieran mezclado sus gametos al ritmo de los misiles y no unos años después. Yo, también, quise nacer en el 63.
 
En aquel mayo ya nadie tenía caries dentales en Kiev (sólo diastemas, pero por razones genéticas de la geografía y el tipo de productos lácteos). Las sonrisas de los ucranianos eran mucho más Colgate que las del Primer Mundo capitalista. 
 
Al respecto, sólo como curiosidad, Fidel Castro sí sufría de múltiples cavidades en su boca. Lo ponían de muy mal humor porque sus amantes de turno le hacían notar, con cortesía de misioneras post-coito (Fidel nunca hizo ni le hicieron sexo oral), la frecuente fetidez de su halitosis.
 
Para ser justo, su peste a boca no era del todo su culpa. La dentadura se le había arruinado durante los 25 meses sin cepillarse en la Sierra Maestra. Hasta 1971 por lo menos, el comandante no pudo confiar del todo en los galenos burgueses de la medicina cubana. Y con razón, como en casi todo. Pues hasta el más mosquita muerta de aquellos batas-blancas le hubiera podido implantar en sus caries lo mismo un micrófono que una cápsula de cianuro.
 
Es sabido que el juramento hipocrático es un monumento a la hipocresía. A los médicos les excita conocer en detalles cómo matar, aunque en la práctica profesional se dediquen a ejercer el poder opuesto, por mero numen numismático.
 
En cualquier caso, en la Ucrania rusa de 1963 se distinguen no solamente los burócratas del Kremlin y la mujeril mano de obra de los koljoses, sino también aquellas dentaduras de lujo que no tendrían nada que envidiarle a Occidente. De eso nunca se habla a la hora de estigmatizar al comunismo y sus genocidios. Sí, mataron a cien millones de seres humanos inocentes. Pero los mil millones que no mataron tenían la dentadura de un dios.
 
Escenas como esta de la foto de hoy, pero en tecnicolor, aparecían como calcadas en las revistas norteamericanas de la época. Las familias de los Estados Unidos imitaban la alegría que bullía detrás del Telón de Acero. Unos y otros trataban de aparentar vivir donde querían vivir, pero gustosos se hubieran mudado mutuamente. Los Tims y Tinas a la tundra. Los Valeris y Valentinas a Vermont.
 
Aunque no lo parezca, en esa felicidad fascinante está la clave de la invasión militar de Moscú a Ucrania, una especie de limpieza dental que ya se estaba incubando en mayo de 1963.
 
La alegría de los retratados en este lunes de post-revolución representa un desborde de sabiduría, un carpe soviem. Una estrategia extrema de sobrevivencia.
 
En aquel mayo de 1963 (hubo infinitos mayos en 1963), todos están radicalmente presentes ante el lente y el flash. Sobre todo, los cuerpos de las hembras incrustadas en la instantánea. Ciudadanas de vanguardia uterina, con sus hendiduras húmedas de felicidad (tanto bucales como vaginales) ya abiertas en forma de honguito nuclear, prestas para el apareamiento y, a la postre, predominar por pura cuestión poblacional.
 
Esos bollos de la utopía parecen recordarnos a los penes que los íbamos a fecundar de fe en el futuro: “aprovechen ahora, camaradas, entren en nosotras antes de que el más bello bolero se convierta en la barbarie más bella”.
 
Escuchemos, por favor, el eco en sepia de aquellas carcajadas en clave brutalista. Pasemos los dedos a lo largo del pentagrama de una época épica ya extinta. Emociónense, coño, cantando a coro el réquiem de aquellos tiernos testigos ya sin tiempo. Ellas son ustedes, cubanas. Cubanos, ustedes son ellos.
 
Y que nadie se vaya a morir ahora, sin antes hacernos vulnerables ante la ontología u odontología del castrismo sentimental. Seamos solidarios con los seres que en mayo de 1963 nos iban a traer aquí. Lo hicieron por amor entre ellos y hacia nosotros. Ellos no tienen la culpa de que aquel mundo haya implosionado, lanzándonos a una era de mala memoria y de pésimo seguro dental.
 
Aprovechemos ahora, cubanos y cubanas que me escuchan, entren los unos en las otras y creemos otra cubanía del porvenir, antes de que la más bella barbarie se nos convierta en el bodrio más aburrido.




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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.






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