Chaikovski y las llamas: entre el escape y la espera



En 1979, Salvador Redonet y yo nos convertimos en amigos gracias a un devastador examen donde el mítico profesor de literatura suspendió a más de la mitad de los alumnos.

Yo tenía apenas 19 años. Repartió las hojas de papel, nos miró y dijo que el examen estaría por completo dedicado al Infierno, de Dante Alighieri. En concreto, a la relación entre la identidad de ciertos personajes y sus respectivos castigos. El centro de todo lo ocupaba Brunetto Latini, ilustrado canciller de la república de Florencia en tiempos de Dante.

la relación
entre
la identidad
de
ciertos personajes
y
sus respectivos
castigos

En el canto decimoquinto, el poeta lo ubica dentro del círculo número 7, por violento (en tanto sodomita violentador de las reglas naturales de Dios, Brunetto era, sin duda, un violento), y en el examen había que decir qué tipo de metáfora existía allí (tormento por el fuego y quemazón del cuerpo) y por qué el castigo era ese y no otro.

Lo simpático es que antes, hace siglos, la sodomía no era un asunto “exclusivo” de la homosexualidad. Una mujer podía ser acusada de sodomita si recibía a su varón per angostam viam.

Imaginemos a una dama florentina cogida por el culo por su marido o su amante. Una sodomita. Y ni qué decir de ese varón: también era un sodomita (sodomita activo, claro está). De momento, se dejaban aparte otras “cochinaditas” representadas iconográficamente, por ejemplo, en la cerámica mochica, de la cultura peruana anterior a la Conquista.

Comprendo que he dado un salto enorme aquí, temporal y espacialmente, pero no puedo olvidar esa cuestión de los mochicas. En el llamado Departamento de Literaturas Hispánicas, donde Redonet tenía una pequeña oficina, había reproducciones, en yeso pintado de negro, de las célebres “vasijas aguadoras” de los mochicas. El agua, como salida de un porrón, brotaba de obvios y gruesos glandes precolombinos, y figuras así invitaban a muy sensuales felaciones.

obvios
y
gruesos
glandes
precolombinos

En ese contexto, escuché hablar por primera vez de algo que muchos años después relacioné, fuertemente, con el escritor sin mandato. Y recuerdo hoy a Haruki Murakami cuando se refiere a esa dosis de arrogancia sin la cual es imposible que uno se convierta en escritor.

Habría que subrayar, por otra parte, que desmarcarse de la gran “fauna silvestre” cuyos miembros —escritas unas paginillas y leídos 3 o 4 libros “famosos”— se presentan hoy como escritores y escritoras (lo mismo en Twitter que en Instagram o Facebook, por citar tres sitios de aglomeración), exige una dosis de altanería que, sin la menor duda, ha de tener el respaldo de una consecución estilística bien enérgica y con resultados inmediatos, palpables.

Por delante del mueble donde descansaban las piezas de cerámica mochica (un explícito arte celebratorio de las “cochinaditas”), había un sillón de madera con un cojín. Un sillón de los de antes, con respaldo de pajilla.

Redonet, cinco alumnos más y yo (en aquel momento yo era lo que se denominaba “alumno ayudante” de literatura), rodeábamos el sillón aposentados en sillas medio destartaladas. Y entonces entró, con prisa, una mujer de pelo canoso y largo vestido verde oscuro. Tendría entonces cincuenta y tantos años. Se llamaba Beatriz Maggi y le decían doctora.

Hablar de Arthur Rimbaud desde aquel sillón que se balanceaba con deseo, hablar de un poeta como aquel, era toda una aventura. Se trataba de una clase adicional. Una conferencia casi privada, sólo para nosotros.

Ella, la doctora, tenía cierto apuro. Debía regresar pronto a su casa. Y fumaba sin cesar. Y hubo un instante en que dijo: “Amaba la ciudad, pero también la odiaba”. Y añadió que no creer en nada significa a veces creer sólo en la fuerza del amor y en uno mismo.

no creer en nada
significa
a veces
creer sólo
en la fuerza
del amor
y
en uno mismo

Escuchar palabras así era demasiado. Muy intenso, quiero decir. En especial cuando tienes 19 años y es 1979 y estás en Cuba, en la Facultad de Filología, en el edificio J. M. Dihigo, poco tiempo antes de que, al empezar el éxodo del Mariel, los compañeritos y compañeritas de la UJC desplegaran, desde el 4to piso hasta la planta baja, una tela blanca con letras rojas donde se leía: LA UNIVERSIDAD ES PARA LOS REVOLUCIONARIOS. 

¿Puede una persona (un escritor) detentar un alma horrible, violenta, cruel, irascible, capaz de hacerle daño a otros, y después observar ciertos paisajes dibujados en el cielo y escribir con inocencia, audacia, fervor y una extraordinaria voluntad de estilo sobre ellos, y hacernos entender que las figuraciones de la vigilia, nacidas en plena libertad del ensueño, nos emancipan de la grosería del mundo y nos obligan a entregarnos, con emoción, al amor?

¿Es posible que un ser “demoníaco” tenga fuerza suficiente para acogerse a lo angélico, y viceversa?

Sí. En un gran poeta, sí. Pero no sólo en uno que sea muy grande, sino en uno que, además de grande, se muestre capaz de cambiar, sin tener conciencia de ello, las ideas del mundo sobre la poesía y la metáfora.

un escritor
verdadero
escribe
con fiereza
y
sin deberse
a nada

Beatriz Maggi hablaba de Rimbaud como se habla de un profeta del Antiguo Testamento. Fue ahí cuando la escuché afirmar que un escritor verdadero escribe con fiereza y sin deberse a nada, tan sólo a los reclamos de su arte y a sus emociones más íntimas.

Cuando el monólogo acabó (eran la doctora, su cigarrillo, y su mirada extraviándose por las paredes mientras dialogaba consigo misma, a solas… nosotros ya no existíamos), hizo una pausa y miró a Redonet. Ambos dijeron algo que no recuerdo y el encuentro tocó a su fin.

Era un viernes de junio y hacía calor. Fui a la biblioteca y pedí algo que se pareciera a las poesías completas de Rimbaud. Me senté a leer. Era inevitable hacerlo no sólo a causa de la feliz turbación del momento, sino sobre todo porque de Rimbaud había leído, si acaso, un par de textos.

Redonet y yo quedamos en vernos el domingo, poco antes de las 11 am, frente al teatro América. La Orquesta Sinfónica Nacional actuaba entonces allí. Ese día todo era Chaikovski. Pero no había programa de mano.

Al entrar al teatro ni siquiera sabíamos qué íbamos a escuchar, si la 6ta sinfonía (la “Patética”), o si el concierto para violín. Alguien se acercó a nosotros muy gentil y nos aseguró que sería la “Patética”.

Junio de 1979. Ese año, unos meses después, Virgilio Piñera iba a morirse.

luego
de abandonarlo
todo
y
ser abandonado
por todo

En una pared del vestíbulo del teatro, a la derecha, fulguraba un cartel que decía: “Hoy, Chaikovski”. Por detrás de las letras, unas llamas mal pintadas querían indicar algo sin conseguirlo de veras.

Recordé a Rimbaud. Su “desidia” con respecto a la poesía. Sus viajes por África, transformado ya en un comerciante. La explicación se encontraba, quizás, en el fuego, o en la idea del fuego, que acaso sea un símbolo de lo que es carecer de mandato: persistir en la creación luego de abandonarlo todo y ser abandonado por todo.

La “Patética” sonó muy bien esa mañana. Es una música que me acompaña (y persigue) hasta hoy, cuando la isla se derrumba entre el escape y la espera.





Imagen: © Kevin Barry





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